por Carmen Villoro
- Titulo: Historia natural de la melancolía
- Autor: Daniel Wence
- Editorial: Instituto Sinaloense de Cultura
- Lugar y Año: México, 2018
- Colección: Serie Ex Libris
Daniel Wence nos ofrece una historia, no sólo de la melancolía, sino de dos personajes que bien podrían ser uno solo desdoblado. ¿Es Elisabeth el objeto de amor? ¿Se trata de una parte fragmentaria del yo poético? Sin importar demasiado la fidelidad de la trama, acudimos a una experiencia de ruptura. El poeta atraviesa, a lo largo del libro, tres niveles de experiencia que conviven, se entrelazan, se desdibujan: el cuerpo, el estado emocional, los hechos.
Un acontecimiento trágico es anunciado desde el primer poema: “lees poesía para evitar el periódico”. ¿Qué hay en el periódico que no se quiere leer? Las noticias confirman, dan estatuto de realidad a lo que ya se sabe de manera intuitiva: la muerte, la desaparición, el accidente, la tragedia. Este estado de suspenso se va a mantener a lo largo del libro creando una tensión que nunca se resuelve del todo, pero que permite irse adentrando en la vivencia de emociones como la tristeza, el terror, el desbordamiento, la impotencia, la euforia, el amor, la culpa, la desintegración, sentimientos complejos que sólo pueden ser abordados por la poesía, a través de sus imágenes y sus metáforas, ya que el lenguaje discursivo no es suficiente para trasmitirlas. Wence lo logra con frases y oraciones singulares, con palabras cargadas de afecto y de sentido:
“Ardo bajo el efecto de las palabras, ardo bajo mi vestido, bajo mi piel verde, bajo las verdes flores de mi vestido de piel, bajo mi piel de malva secreta, hasta descifrar, por fin el lenguaje del filo.”
El poemario denuncia a su manera una realidad cruda en donde se imponen la destrucción y la violencia. Lo anuncia el periódico sin ningún pudor. Elisabeth es un signo paradigmático de nuestros días. Su fragilidad es la fragilidad de una generación ultrajada. ¿Cuál es esa manera particular de denunciar? ¿Qué tiene el poeta que decir ante hechos tan violentos y ordinarios como la tortura y el asesinato? Su experiencia de intimidad, su subjetividad que nos permite una lectura de las cosas desde dentro, que las tiñe de afecto y las resignifica al volverlas propias, nuevamente humanas.La subjetividad es ese temple de ánimo que el poeta representa como “el domingo por la tarde”, una representación atmosférica compleja que alude a los diversos matices depresivos, esa sensación de sinsentido que todos conocemos: en domingo por la tarde nada empieza, todo termina, hay una vivencia de muerte y pérdida parcial que nos anuncia y nos recuerda nuestra mortandad. No hay actividades que estructuren las horas, que agenden el deseo y éste se chorrea con lentitud sobre los cuerpos que no saben qué hacer consigo mismos. Es el silencio del domingo por la tarde el que permite que se escuche nuestro diálogo interno, distraído entre semana con los quehaceres cotidianos. Demasiado silencio, demasiado contacto con el cuerpo, demasiado inútil tiempo que matar o que perder. Aunque el desenlace de esta historia sucede entre semana, “Una tristeza de domingo por la tarde se apodera del martes por la mañana”; “El peso del domingo”, es esa carga oscura que se llama vida y que a veces quisiéramos que se llamara muerte para no cargarla o quizá para cargarla con deleite morboso, porque también encontramos un gozo en esa bruma, una belleza mortífera en la que nos regodeamos el domingo porque sí, por no tener nada mejor que hacer. “Me duele el domingo del amor”, “Debimos haber nacido en domingo”, “Domingos de navaja”. El yo poético se duele de su soledad. Dice: “el domingo se metió en mi cuerpo y no quiere soltarme, ahora me habita”. La melancolía se hace carne. Daniel Wence escribe desde los registros corporales, pre-verbales, semióticos. “Podemos nombrar la vida, el mundo y nuestra existencia a través del cuerpo”, dice. Nos acerca con sus poemas el alfabeto de la piel, de los labios que tocan, las manos que transpiran con imbecilidad; habla de llagas, quemaduras, de lágrimas y orgasmos. El cuerpo tiene un idioma propio que corre paralelo al de las palabras, pero hay que saber oírlo para poder entenderlo.
Algunas veces la piel se vive como una envoltura insuficiente, demasiado delgada para contener el dolor de los órganos, una tela por cuyos orificios y desgarraduras se desbordan el miedo y la incertidumbre. El cuerpo, entonces, necesita cortarse, exponerse, herirse, arder para consumir en su fuego el sufrimiento de la amenaza de la no existencia. Adornamos el cuerpo, lo vestimos de flores, le ponemos una diadema verde y aplacamos por un ratito el vacío del ser, pero inevitablemente vuelve a prender la braza de la necesidad. Inevitablemente. No hay bisturí que dibuje el sosiego sobre nuestros rostros deformados. No hay grapas que cierren las aperturas líquidas de la desestructura que somos. Ni la música azarosa de John Milton Cage, ni la voz grave y las palabras significativas de Leonard Cohen pueden construir un tejido firme y flexible que soporte el peso de nuestra terrible ligereza. El poeta va al cuerpo y, luego, desde el cuerpo, va nombrando algo que ha dejado de ser cuerpo para instalarse como ausencia, sin embargo, ausencia dolorosa. ¿Puede doler la ausencia? Wence dice que sí. La ausencia de ser se vive de diversas formas: como una carga de excitación que debe descargarse (Elisabeth desea al pelirrojo); como un anhelo de lo inconseguible (el yo poético anhela a Elisabeth); como un riesgo de muerte y de violencia que se propone el cuerpo, que elige el cuerpo, que tiene que cruzar el cuerpo para dejar de ser sólo cuerpo y acceder a ese otro, al ser, tan inasible.
Es imposible sujetar a Elisabeth “cuando la llama el vacío”. Pero el vacío llama de maneras diversas: el vacío-llama disfrazado de impulso erótico; el vacío llama encendiéndolo todo: el espacio, el tiempo, el cuerpo, el pensamiento. El vacío-llama prende la tristeza como si de materia inflamable se tratara hasta consumir el alma en una sola flama dejando una columna de humo.
Es martes de tragedia, martes en que se cumple la tristeza del domingo porque “hubo una piel entera que me fue robada”, se queja Elisabeth. La culpa es de la piel, parece compartirnos el poeta: “Sigues abierta y no hay cáñamo para tus surcos”, se desangra.
La vida puede ser una enfermedad. Su historia natural, su evolución comienza con nuestro nacimiento, evoluciona tristemente hacia la destrucción, su desenlace rápido conduce a la muerte. Así de natural, sin intervención médica, sin nada que se interponga en el guion que dicta la Naturaleza. La historia natural de la melancolía.
Pero la vida puede evolucionar hacia la vida. Eso tiene que ver con el amor. Es ese grito a ciento setenta kilómetros por hora, ese “a todo volumen” de besos verdes. El amor es todo eso que no sucederá pero que es la única manera de salvarse. “Sé que el amor no existe y sé también que te amo”, dijo el poeta Darío Jaramillo. Y este otro poeta, Daniel Wence, apuesta por Eros y así va del cuerpo nuevamente a la palabra, la que restaura y cura: “quiero que esta lengua te nombre, resignificarte, alzarte de una vez y que le digas a Él que no somos instrumentos del tiempo, reusarme contigo a volverme polvo, o volvernos, sí, pero quemarnos vivos, inmolarnos, hacer de nuestro cuerpo un instrumento de trascendencia.”
Si algo nos puede salvar es la poesía.
Carmen Villoro nació en la Ciudad de México el 24 de octubre de 1958, es poeta y narradora. Radica en Guadalajara. Estudió Psicología en la Universidad Iberoamericana y la especialización en Psicoterapia Psicoanalítica en la Asociación Psicoanalítica de México. Ha sido coordinadora de talleres independientes de poesía y cuento infantil. Colaboradora del suplemento cultural Acentodel periódico La Voz de Michoacán y de los periódicos Público de Jalisco y Siglo 21. En 1984 obtuvo la beca INBA/FONAPAS, en poesía, y en 1989 la de Jóvenes Creadores del FONCA, en poesía. Fue miembro del SNCA. Premio de Ensayo FILIJ 1993. Premio Jalisco 2016 en el área de Literatura. Premio Hugo Gutiérrez Vega 2018 otorgado por la UAQ. Dirige la revista de cultura Tragaluz.