Criptarquía


por Luis Manuel Montes de Oca


Estar aburrido es ilegal. Esta es una manera escueta de resumir las reformas legislativas recién implantadas en la constitución, inspiradas en los Protocolos del planeta. No quiero entrar en muchos detalles, porque no sé mucho de política, pero todo más o menos comenzó cuando nació mi primer y único hijo, Iván. Ya había terminado la Última Guerra, y en esas fechas, todos nos sentíamos como si recién despertáramos de un largo sueño. Limpiamos las calles, barrimos los muertos y nos pusimos a trabajar. La sociedad se restauró como tal cinco años después. Todo volvió a lo habitual, a excepción de que ya no teníamos lábaros patrios que honrar.

El primer cambio significativo ocurrió cuando una nueva ley proclamó que ahora todos los ciudadanos debían contar con, mínimo, un teléfono inteligente. Yo pensé que tarde o temprano eso iba a pasar. Lo que me sorprendió fue que dos trabajadores del gobierno vinieron a nuestra casa a regalarnos dos celulares, uno a mí y otro a mi esposa. No sólo eso; cuando mi mujer les comentó que estaba embarazada, ellos amablemente nos ofrecieron un tercer celular, previniendo futuros trámites.

Cuando Iván nació, una segunda ley, aún más estrafalaria, sobrevino: usar audífonos era obligatorio. Razonado como una forma de evitar problemas de lenguaje y comunicación, esta ley tardó más de diez años en asimilarse. Hoy en día, es fácil encontrar personas multadas por quitárselos durante más de diez minutos (límite de tiempo reservado para la ducha), pero yo ya he comprendido que mis audífonos sustituyen a mis oídos naturales. La voz de mi esposa ahora la escucho transparente y directa, y ya no hay necesidad de vanas preguntas como “¿Qué dijiste?” o “¿Me lo puedes repetir?”

No puedo evitar reír al recordar las dificultades que tuvimos para inscribir a Iván al jardín de niños. “¿No tiene perfil de Facebook?” preguntó la directora. “No, es que ya es un requisito indispensable”. Hicimos el perfil de Facebook de nuestro pequeño de cuatro años, aunque a él no le importaba en lo más mínimo. Iván salía a correr en el patio, se tiraba al pasto y les ladraba a otros perros callejeros, como si él fuese uno de ellos. A mí y a mi esposa nos dio vergüenza.

Con el paso de los años, también nos regalaron televisores: uno para cada cuarto de la casa. Estaba estrictamente prohibido desconectarlos y, en la medida de lo posible, lo prudente era no apagarlos nunca. La programación era increíble: espectáculos de muchas luces y sonido envolvente, reality shows vertiginosos y asombrosos noticieros que te orillaban al borde del asiento. Iván ya tenía nueve años, edad idónea para sus primeros videojuegos, cuyos gráficos eran más veraces que la misma realidad.

No queríamos salir de casa. ¿Para qué? La última vez que lo hicimos, presenciamos un accidente automovilístico grotesco: una mujer atropellada, explosión de sangre sobre el capó del auto. Todos los testigos hicimos lo que debía hacerse: lo grabamos y lo tuiteamos, con mucho pésame. En la calle te enterabas de muchas novedades, pero podías hacer lo mismo desde casa.

Otro cambio paulatino fueron los servicios médicos. Hubo una celebración enorme cuando se instauró un servicio médico gratuito y universal; al contrario, ahora era obligatorio ir al médico por lo menos una vez al mes. Ellos te recetaban pastillas tras pastillas, útiles todas. Mi esposa tenía un severo dolor de espalda que en ocasiones la forzaba a permanecer en cama; al tomar las pastillas, a pesar de que nunca desapareció el leve dolor, jamás volvió a decaer. Ella no se quejó; todos por lo menos tenemos un dolor en alguna parte del cuerpo.

Iván creció desmesuradamente, al igual que la sociedad. Se volvió un chico huraño, serio y retraído. Un día, mientras él se bañaba, me coloqué sus audífonos conectados a su amigo teléfono inteligente que recientemente fue actualizado. No escuché música popular, como debía ser, sino una voz que susurraba historias inverosímiles. Me indigné mucho, pero no le dije nada. Lo peor ocurrió un día después de su cumpleaños número dieciocho. Dos policías lo encontraron consumiendo drogas. Lo encarcelaron durante quince días, hasta que pudimos pagar la fianza. Mi esposa lloraba: “¿qué hicimos mal?”. Nos alegramos sólo después de tomarnos las pastillas que nos recetó el doctor y ver una película en uno de nuestros amplios televisores.

La sociedad evolucionó. Ahora está prohibido estar desocupado, aunque de todas maneras es imposible, pues siempre hay algo qué hacer: se debía ir al cine, a los parques de diversiones, a los casinos, a las ferias. El buen humor reinaba en el mundo. La gente reía a carcajadas, y cuando se agotaba la comedia, entrábamos en un estado de lujuria irrefrenable que debía ser urgentemente aniquilado; una vez perpetrado el acto sexual, volvíamos a necesitar risas, y caímos en un círculo virtuoso intercalado con nuestro trabajo, nuestras pastillas y nuestro hogar televisado.

Nuestro optimismo se disipó cuando Iván salió de casa, y no de manera cortés, sino agresiva. Se quitó los audífonos y tiró su amigo teléfono inteligente a la basura. Cuando hizo eso, entendí que pronto volvería. Después me azoré cuando un grupo de jóvenes había asesinado a una importante figura política, a un posible candidato a la presidencia. Volví a calmarme cuando mi vecino me comentó que “todo era parte de la programación”, y que la supuesta revolución en la que se había embarcado mi hijo la transmitirían por Facebook en un buen horario para el entretenimiento de todos. “Menos mal” pensé. Mi esposa y yo nos sentamos a verla y nos preocupamos, aunque también nos emocionamos al grado de exclamar: “¡ojalá vuelvan los derechos al pueblo!”. Después nos tomamos las pastillas, se nos aliviaron los dolores, y nos dormimos tan sólo tres horas, lo cual era ahora el tiempo establecido para la siesta. No nos afectaba, pues, de alguna forma insólita, nunca nos sentíamos cansados.

En los días siguientes, otros rumores se acrecentaron: “pronto ser aburrido será ilegal”. “Adiós perezosos, adiós divagadores, errabundos y bohemios” me dijo mi vecino. “¿Libros? Sólo se venden los más prácticos asi que los escritores tendrán que buscar un trabajo más útil.  Necesitamos comediantes, artistas, hombres y mujeres espectáculo; requerimos de maromeros, acróbatas y bailarines. Y si no tienes talentos, subes videos a internet y listo. Pero todos deben verte. Todo será televisado ahora”, me dijo mi vecino y se frotó las manos, entusiasmado.

Qué maravilla. Ya que nos quedamos solos en casa, mi esposa y yo volvimos a tener relaciones sexuales diariamente, auxiliados por los medicamentos (regalados) que favorecían erecciones o aumentaban el apetito sexual. Nos acostumbramos a la rutina: después del sexo televisado, nos íbamos al cine, al circo, a conciertos, y por último, a un campo de mini golf. Nunca teníamos sueño.

Transmitieron la muerte de nuestro hijo. Fue acribillado en un show llamado Golpe de Estado, que se transmitía cada martes. Apenas lo reconocí. Iván se había hecho varios tatuajes en el cuerpo, y aunque su rostro era tapado por una capucha, sus ojos eran inconfundibles. Cuando murió, sabíamos que inmediatamente sería cremado y tirado al Vertedero. Nos entristecimos hasta que tomamos las pastillas. Éstas nos subieron el ánimo. Y cuando nos indicaron que el programa de su muerte había roto records de entretenimiento y audiencia, invocamos una fiesta para celebrar.

Sólo dejamos pasar a la gente que tuviese más de mil seguidores. Las paredes de la casa transmitían videos musicales coloridos, y la música apenas dejaba oír las conversaciones. Reunimos a un grupo de asistentes y les platicamos de nuestras vidas. De nuestros logros. Sonreíamos pícaros y nos palmeábamos, como quien se cuenta un chiste muy verde.

Hasta que escuchamos el primer bostezo. Y luego, el otro. Nos callamos. Borramos las sonrisas. Se escuchaban por encima de la música. El efecto dómino provocó que nosotros también bostezaramos. Los demás invitados sólo nos veían con horror.

Una de las paredes-televisión fue destruida por el mastodonte-tanque que irrumpió la casa. Los hombres de metralleta llegaron primero. Tiramos las copas de champaña de puro instinto. Pocos empezaron a correr y gritar. La mayoría sacó su celular para grabarnos. Nos formaron en una fila. Lo último que vimos, antes de que colocaran una venda en nuestros ojos, fue la salida de los camarógrafos. Mi hijo quizás estaría orgulloso de mí. Ofrecí una sonrisa, que ojalá se vea bien en mi cadáver.



Luis Manuel Montes de Oca (Estado de México, 1991). Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas. Fue mención honorífica en el Premio Universitario de Novela Anagma (2011), ganador del concurso “Naucalpan entre cuentos” (2019) y tercer lugar en el Premio Nacional de Narrativa Mi Barrio Mi Casa(2019). Ha colaborado en la revista Morbífica. Twitter: @Melomanoide

Entrada previa Chile tiene una pena
Siguiente entrada Calaveritas literarias [Noviembre 2019]