por Edgar P. Moreno
I
Quizá el cuento menos conocido dentro de la obra literaria de Juan Rulfo sea “Un pedazo de noche“, el cual también podría ser su única obra narrativa desarrollada en un contexto urbano. A grandes rasgos, Rulfo nos lleva en un recorrido por el espacio espectral de una urbe en franca decadencia, un deambular que facilita el encuentro de Pilar y Claudio Marcos. Pero la ciudad no es un simple escenario donde se emplazan los personajes, se trata más bien de un cuerpo descubierto, o más bien en proceso de descubrimiento. Recorrer las calles nos permite percibir los colores, formas y secretos de la urbe que nos envuelve. Caminar la ciudad nos lleva a desvelar su imagen, a reconocer su podredumbre y seducción. Pero, ¿de qué se trata la imagen de una ciudad?
Partamos de la idea de que todo proyecto urbano es resultado del pensamiento, de una conciencia subjetiva que percibe el mundo y ejerce el espacio de manera particular; el diseño lleva implícita una idea preconcebida sobre cómo deben ser las formas urbanas y la vida que con ellas se desarrolla. La arquitectura infiere la dimensión espacio-temporal del hombre ubicado en un entorno y contexto, se entiende como función y metáfora, como parte de un devenir que le modificará; habitar se trata de un acto radical de subversión que perturba todos los planes del diseño, los altera de acuerdo a los usos cotidianos y a las formas de significar el espacio. En términos de Henry Bergson, las imágenes son parte del mundo material (aunque no en no en un sentido pleno); como materia comparten el espacio con un mundo físico que se existe a su alrededor, pero también conforman un universo de imágenes interrelacionadas. La percepción de los accidentes, o cualidades de las imágenes pertenecientes a los objetos exteriores a mi corporeidad (dimensión, color, olor, sonido, forma etc.), se ve modificada dependiendo de su cercanía o lejanía a mi cuerpo y consciencia. Bergson explica que “[a] medida que mi horizonte se ensancha, las imágenes que me rodean parecen dibujarse sobre un fondo más uniforme y volverse indiferentes. Más estrecho ese horizonte más los objetos que circunscribe se escalonan distintamente según la mayor o menor facilidad para tocarlos y moverlos” (Bergson 36-37). La distancia determina el grado en que mi cuerpo, que también es una imagen, puede afectar los objetos exteriores, pero también, en el que esos objetos circundantes pueden actuar sobre mí. El cuerpo presente e inmediato se conforma como la única manera de percibir el detalle de una imagen. Estar ahí, con los sentidos estimulados en ese microuniverso organizado por una conciencia arquitectónica externa nos permite aprehender el espacio. La imagen de una ciudad, y del mundo mismo, se construye a partir de la consciencia del Yo (todo lo que percibo: casas, autos, montañas, ríos, personas, puentes, animales, aviones, barcos etc.), me enfrento a todo sitio con el cuerpo. Mis piernas son la medida de longitud de mis andares (de las calles y los edificios que recorro día a día); la mirada me sitúa en el espacio, me permite reconocerme y sentirme como parte de un entorno, así como el tacto, el olfato y el sonido enmarcan la experiencia sensorial de la corporeidad. Los sentidos se encargan de transmitirme información para constituir los juicios racionales con los que entiendo el mundo y creo su imagen, pero además actúan como detonantes de procesos de anamnesis que me ligan al espacio y me instan a resignificarlo, consienten el despliegue de la imaginación y la articulación del pensamiento. El movimiento, el equilibrio y la escala se sienten inconscientemente con el cuerpo, la experiencia sensorial abre todo un mundo de percepciones interrelacionadas, que pasan a través mi corporeidad; nuestro actuar en el mundo nos redefine constantemente pero también re-crea el mundo mismo. Percibir exige del cuerpo instantáneo en el espacio, ese instante me brinda el conocimiento de mi lugar en el mundo, donde el Yo considera al cuerpo como lugar y al entorno como una extensión, porque ambos fungen como refugio de mi identidad.
La percepción espacial que hacemos con nuestra conciencia, se arma desde la memoria y se deforma con la experiencia. Estas percepciones no son momentos reales de las cosas, sino zurcidos de la memoria (de momentos de nuestra psique), visiones que el cerebro une componiendo una secuencia. La manipulación que el cuerpo hace del espacio, abstrae el tiempo (inexistente), este proceso establece a la realidad como momento, de tal forma que el mundo se transforma en circunstancia. Dicha manipulación crea imágenes que funcionan como superficies donde se fija la visión de una circunstancia. La sensación de duración se da gracias a un esfuerzo mental que prolonga el instante y concatena la pluralidad de momentos. La memoria hila los instantes que la percepción produce para conformar la imagen de la experiencia durante el recorrido.
II
Rulfo rediseña una ciudad ya diseñada, crea un espacio literario, la traza urbana de un trayecto marcado por lugares donde los personajes se desenvuelven a través de imágenes interpuestas con el cuerpo que se presentan a parir del recorrido. El cuento nos sitúa en el callejón Valerio Trujano (que aún existe muy cerca de la Alameda Central), Pilar, según nos cuenta, acaba de “agarrar la cuerda” en el oficio de la prostitución. Para ella es mejor estar ahí “[…] trabajando en chorcha, que andar derramada por las calles.”. Porque para una prostituta la ciudad está muy lejos de ser un cuerpo amoroso. En aquel callejón conoce a Claudio Marcos con un niño pequeño en brazos. Pilar no quiere irse con aquel hombre, pero cede al pensar que no habrá ningún hotel que los reciba a causa de aquel niño, y en efecto, al entrar en el primer hotel, el que “truena las nueces” decide echarlos. Ahí comienza un peregrinar que durará toda la noche.
Atravesar un espacio nos lleva a enfrentarnos con la memoria. “Más que estar contenido separadamente en algún lugar de la mente o del cerebro, el pasado es un ingrediente activo de los mismos movimientos corporales que llevan a cabo una acción particular”, escribe Edward S. Casey (64). Re-construimos ciudades a partir de la rememoración; la dimensión temporal pretérita se funde con el instante del estar en lo urbano-arquitectónico, penetrando, confrontando, encontrando, ocupando y utilizando el espacio. La imagen de lo urbano conlleva una arqueología del espacio donde la cuestión del lugar es central. Jean-Louis Déotte nos dice que “[…] el recuerdo es indisociable del lugar de la excavación y de la acción de excavar” (161). El lugar instaura una memoria de la forma, nos refiere a un envoltorio, a un receptáculo de las cosas que le han conformado,[1] de tal manera que el lugar vacío no puede sino esperar el retorno de las cosas que le moldearon. La literatura como archivo, interviene rehaciendo el lugar perdido, vaciado por el tiempo, excavando el sitio repleto de memorias enterradas. Kent C. Bloomer y Charles W. Moore señalan que “[…] cualquier lugar real puede ser recordado, en parte porque es algo único y en parte porque afecta a nuestro cuerpo y es capaz de generar suficientes asociaciones para poder ser incorporado a nuestro universo personal” (119).
Caminar, recorrer la ciudad nos permite reconocerla, ser transeúnte es un oficio que demanda el desarrollo de los sentidos. El arquitecto Jan Gehl señala que “los sentidos humanos se han desarrollado enteramente para caminar; la vista, el oído, el olfato y el tacto están organizados exactamente de tal manera que darán el máximo de información, cuando la velocidad de desplazamiento no sea mayor a 5 km por hora… Conduciendo un automóvil nos movemos a través de la ciudad y caminando estamos dentro de la ciudad” (109). El Dr. Vicente Quirarte menciona en su libro Elogio de la calle, que el usuario profesional de la urbe debe ejercer el movimiento, sufrir insolación, empolvarse, agotar los sentidos en la aprehensión del fenómeno urbano. “Caminar es la forma más profunda de posicionarse de la calle” (109).
El recorrido trazado por Rulfo inicia con Pilar como guía, pero llegado un momento, Claudio Marcos asume ese papel. “Estábamos otra vez en la calle. Me rodeó la cintura y me fue llevando […] Conozco un sitio medio oscuro… el encargado es un “tú-las-trais”. Allí si nos dejarán entrar.” Menciona Claudio Marcos. Al llegar al hotel Pilar hace una descripción del territorio:
Pasamos. Atravesamos un patio donde había un tendedero de sábanas, y al comenzar a subir la escalera, oímos una voz chillona que nos gritaba, que allí no era una casa de cuna… Entonces fuimos más lejos, como por allá, por las calles de Ogazón. No, el niño no era suyo. Era de un compadre. Nomás que él se había acomedido a cuidarlo porque hoy la estaba celebrando. (127)
Ogazón es una calle en la colonia Guerrero, aquí Rulfo comienza a darnos pistas del recorrido de los personajes, traza un mapa con puntos clave que orientan al lector y lo direccionan. Gilbert Simondon define los puntos clave que estructuran a un territorio, como figuras que se desprenden de un sondeo así como puntos de referencia naturales (árboles, rocas aisladas, cursos de agua, lagos, cimas de montañas etc.). Son “[…] tanto articulaciones de fuerzas de fondo de la naturaleza como figuras culturales, […] puntos de pasaje energéticos de la forma y de la figura que, ligados los unos a los otros en red, constituyen la primera articulación de nombres propios sobre la cual las redes propiamente sociales se elaborarán” (Déotte 128-129). Los puntos-claves de la topografía urbana (casas, rascacielos, puentes, monumentos, calles, ornamentos etc.) funcionan como elementos de ubicación dentro de la ciudad, guías dentro un mapa encarnado que señalan identidades arquitecturales y ubicaciones contextuales. Estar descifrando la ciudad durante un recorrido, significa interpretar un mapa en su proceso de encarnación. La presencia y la arqueología, que constituyen la imagen arquitectónica, crean mapas topográficos de la ciudad. Una zona sin puntos clave necesita un trabajo arqueológico para desenterrar y reconstruir el lugar de la huella memorial. Todo acontecimiento necesita de un lugar de inscripción, una localización geográfica temporal y contextual. “Estar presente en… es estar en la enceguecedora simbiosis, la cual no permite establecer la distancia que sólo hace posible la identificación del lugar. Para decirlo de otra manera, el mundo vivido, el medio natural, die Umwelt, es el mundo del arraigo, el cual tiene sentido, sin tener significación.” nos dice Déotte (132). Los mapas mentales que generamos durante nuestros recorridos cotidianos son una superficie de inscripción mnémica que funciona como un árbol genealógico de encuentros.[2] Existimos en el hábito inconsciente de pasar de un lugar a otro, viviendo el mapa, transfiriendo nuestra vida en la cartografía. Reunimos nombres propios y fechas cronológicas que en su conjunto forman la red que determina nuestro estar en el mundo. Mi lugar en el mapa se establece como el de un intérprete de encuentros inevitables conformadores de redes, dependientes de nuestras tramas biográficas (familia, universidad, amigos, trabajo, pareja etc.).
Hay que seguir entonces el camino entre el presente y los lugares, razón por la cual la topografía es esencial. Es decir, que el mapa intemporal (sincrónico) une los lugares que son lugares de encuentro. El mapa hace el inventario de los lugares de encuentro que han tenido lugar en épocas muy diferentes. El mapa de una ciudad pone en un mismo plano los acontecimientos heterogéneos (167).
El mapa topográfico de la ciudad se ciñe a la autobiografía, a una microhistoria que limita a través del hábito como una clase de dispositivo que configura nuestra percepción. Percibir las huellas de la urbe representa un trabajo arqueológico que permita leer las marcas de un territorio. Esta búsqueda archivística de ir al origen no significa un proceso de llegar a ser a partir de aquello de dónde se ha emergido, sino aquello que emerge del proceso de llegar a ser, el origen se yergue en el flujo del devenir (167). Hacer un rastreo de los lugares que Rulfo va mencionando permite una mejor comprensión del contexto de la narración, posibilita entender la ciudad bajo las características que implanta un territorio, teniendo en cuenta que el espacio literario no es un retrato de la ciudad sino su representación heterotrópica.
Después de salir del segundo hotel, Pilar menciona:
—A dónde vamos
Él no hizo caso, siguió caminando sin dejar de hablar.
Torcimos por una calle plana, desalumbrada. Al entrar a la placita de los Ángeles, un policía
alcanzó a conocerme…
—…[L]o que tenemos que hacer es regresarnos, ando lejos de mi zona. (Rulfo 128)
Esta plaza se encuentra frente a la Parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles, en la calle Los Ángeles, quien además le da nombre a un famoso salón de baile de la colonia Guerrero. Pilar prosigue: “Llegamos al jardín de Santiago y nos sentamos en una banca” (128). Este jardín está a un costado de la Iglesia de Santiago de Tlatelolco.
Retomando a Heidegger, somos arrojados a un mundo lleno de objetivaciones que delimitan nominalmente la realidad social establecida, se puede decir que esa realidad se encuentra estructurada por un diseño urbano-arquitectónico que enmarca, enfoca y ordena nuestra presencia en el espacio; hace mundo porque reorienta la atención del cuerpo y la mente al crear experiencias intelectuales, emotivas y sensoriales. Construir un espacio urbano en la literatura conlleva delimitar, instaurar un lugar vacío que debe ser llenado por la presencia de los personajes. Los espacios literarios de Rulfo son heterotropías (en términos de Michel Foucault), yuxtaponen en un solo lugar real múltiples espacios imaginarios, rediseñados por la consciencia del escritor que conjuga emplazamientos aparentemente incompatibles, pero que cobran un significado programado por el diseño de quien escribe. El espacio heterotrópico se resignifican a partir de los modos de recrear, Rulfo dota al espacio de símbolos, memorias, conocimientos y sentimientos que es posible descifrar, pero el lugar literario es un punto de origen que difiera del lugar real aun cuando lo tiene como referencia.
La poética de las ciudades se encuentra en un conflicto franco que enfrenta dos modelos antagónicos contrapuestos, la poiesis de lo funcional contra la poiesis artística. En palabras del filósofo checo Karel Kosik, lo poético de las ciudades “[…] no es un embellecimiento externo y ulterior que adorna algo que en realidad es prosaico, lo poético es un poder que sintetiza y une” (70). La lectura poética de la ciudad nos lleva a descubrir un palimpsesto revelado en capas divergentes en tiempo pero simultáneas en espacio, conjugadas a partir de la metáfora del recorrido que relee el plano de aparición de lo urbano.
Según Bergson las imágenes se encuentran insertas en dos distintos tipos de sistemas, el primero, que pertenece a las ciencias, en el que “[…] cada imagen, no está relacionada más que a sí misma, conserva un valor absoluto” (41). El otro sistema es el de la conciencia “[…] en el que todas las imágenes se regulan sobre una imagen central, nuestro cuerpo, cuyas variaciones ellos siguen” (41). En el primer sistema, todas las imágenes se despliegan en un mismo plano y no tienen centro, en el segundo, el cuerpo es el foco de toda percepción. Sabemos que en el sistema de entendimiento científico, la imagen es relativamente invariable, depende únicamente de su materialidad, no obstante, en la percepción subjetiva, las imágenes son infinitamente variables; esto sucede porque la información inmediata de nuestra percepción se mezcla con miles de detalles de nuestra experiencia. Los recuerdos y la imaginación pueden, y de hecho lo hacen frecuentemente, desplazar las percepciones científicas, de las que no retenemos sino sólo algunos detalles, signos e indicaciones destinados a reconocer antiguas imágenes. No podemos hablar de percepciones puras e inmediatas de la imagen. La creatividad, los contextos y los accidentes personales se encuentran insertos en la percepción subjetiva, que tiene como base nuestro conocimiento de las cosas. Las imágenes no “son” en sí lo que “son para mí”. Bergson señala que una imagen pude ser sin ser percibida, puede estar presente sin ser representada. La representación que poseo de los objetos exteriores se ha separado de la materia, en cuanto a la pureza material esencial, sin embargo, esto no significa que prescinda de ella como referencia, puesto que es su punto de origen. En el espacio heterotrópico de la literatura, el lector puede poseer la representación del espacio material (como el callejón Valerio Trujano), que hace referencia a su existencia, esta ante-posesión de la imagen al momento de enfrentarse con la narración, me impulsa a interpretar al espacio como una referencia fiel a la realidad existencial, pero no necesariamente ocurre de esta manera. Lo que percibo como espacio heterotrópico dentro de la narración no es una prueba sino una videncia, un fantasma de la memoria construido por la evocación del escritor que hace aparecer el espacio reconocido pero que no es en sí el espacio real de la materialidad.
Caminar permite conocer y reconocer, el andar de Pilar y Claudio Marcos les induce a divagar, les lleva a preguntarse por qué estar juntos. “No me explicaba tampoco por qué razón seguía yo allí, y mucho menos me pasaba por la cabeza que fuéramos a acostarnos juntos, con aquel recién nacido en medio de nosotros”(Rulfo 128), acentúa Pilar. Claudio Marcos está lejos de ser un flâneur, pero es un caminante atento; Pilar había sido su objeto de deseo. “Yo a ti te había echado el ojo -siguió diciendo- pero no me animaba a hablarte. Con esa cara no pareces de la misma raza que las otras. Si hasta creí que andarías por estos barrios nomás de visita”(127). Pero por qué Claudio Marcos recorría constantemente aquel callejón, la respuesta nos la insinúa el siguiente párrafo:
“Soy sepulturero. ¿No te asusta si te digo que soy sepulturero? […] Y nunca he dicho que con este trabajo no gano ni para vergüenzas. Es como cualquier otro. Con la ventaja de darse muy seguido el gusto de enterrar a la gente. Te digo esto porque tú, igual que yo, debes de odiar a la gente. Tal vez mucho más que yo.” (131)
Claudio Marcos no era un acosador, al menos no del todo. A un lado del callejón Valerio Trujano se encuentra la plaza de la Santa Veracruz donde se prestaban servicios funerarios, es perfectamente lógico que notara a Pilar al cruzar constantemente por aquella zona. La poca fidelidad del espacio heterotrópico no significa la inexistencia de puntos de referencia materiales e históricos, la lectura del espacio literario conlleva exhumar la huella memorial del lugar de aparición del personaje.
Ese párrafo evidencia, además, una soledad común. Tradicionalmente, la enfermedad melancólica de la soledad, causada por la bilis negra, tenía en el movimiento uno de sus tratamientos. Quizá por eso Claudio Marcos buscó a Pilar y la guio por esta ciudad en un pedazo de noche. Sin insistir demasiado en el acto sexual, encontró satisfacción en el movimiento y la experiencia del recorrido. Quizá por ello todo empieza junto al antiguo hospital de San Juan de Dios (hoy el museo Franz Mayer),[3] porque para el caminante solitario la ciudad es como un hospital y el movimiento su única cura; quizá por eso terminaron siendo esposos.
Notas:
[1] El lugar depende de la forma de aquello que resguarde.
[2] Con personas, edificios, lugares, sensaciones, sentimientos, etc.
[3] Además era un nosocomio donde muchas prostitutas acudían, fue el hospital de la mujer hasta 1986.
Bibliografía:
Bergson, Henri. Materia y memoria; Ensayo sobre la relación del cuerpo con el espíritu. Ed. Cactus. Buenos Aires, 2013.
Bloomer, Kent C. y Charles W. Moore. Cuerpo, memoria y arquitectura. Hermann Blume. Madrid, 1982.
Casey, Edward. Los ojos de la piel. Gustavo Gili. Barcelona, 2006.
Déotte, Jean-Louis. La ciudad porosa: Walter Benjamin y la arquitectura. Ediciones Metales Pesados. Santiago de Chile, 2013.
Gehl, Jan. en Elogio de la calle; biografía literaria de la Ciudad de México 1850 – 1992. Ed. Cal y Arena. México, 2010.
Kosik, Karel. Reflexiones Antediluvianas. Ed. Ítaca. México, 2012.
Quirarte, Vicente. Elogio de la calle; biografía literaria de la Ciudad de México 1850 – 1992. Ed. Cal y Arena. México, 2010.
Rulfo, Juan. Antología personal. Ed. Nueva Imagen. México, 1978.