por León de Dios
Braulio aquélla mañana se sintió adolorido, con muchos esfuerzos pudo levantarse de su cama para darse cuenta, después de todo, de que su sospecha era cierta: se había vuelto hermoso. Se miró en el desvencijado espejo del ropero y desconoció al hombre que veía; unos cabellos dorados nacientes que de su cráneo brotaban, una piel cuasi blanca, unos ojos de ensueño azul: nada de eso era él. Corrió a darse una ducha para limpiarse aquél siniestro mal, pero sólo pudo descubrir su perfecto cuerpo desnudo, que lo aterrorizó aún más. Después de mucho pensarlo, y de tratar de disimular su estupor, bajó a desayunar. Saludó a su mujer, que por su enorme panza de embarazada dormía desde hacía tres semanas en la habitación de abajo, y la besó tiernamente, como lo hacía todos los días de feo ordinario. Su mujer se asustó al verlo; ambos trataron de seguir el desayuno como si nada estuviera pasando. Él se preguntaba a qué se debía aquel suceso, y Jaqueline, su mujer, mirándolo fijamente, dudaba si eso era un regalo de la Providencia o una maldición por sus pecados. Pronto, Braulio dejó la mesa, se despidió de su mujer con un beso y partió al trabajo. Jaqueline despejó su última duda sobre si en realidad ese hombre era su esposo al verlo a los ojos, nuevos, sí, pero con la misma mirada distante de siempre.
Braulio dejó de ser un hombre invisible esa mañana desde que salió de su casa. La gente lo veía azorada, desconociendo a ese nuevo hombre y desconociendo aún más al viejo Braulio, que, al haber perdido su imagen, perdió también su identidad: nadie sabía ya quién era, nadie recordaba al viejo hombre que había sido resguardado bajo la hermosa apariencia del nuevo Braulio. Todos se detenían sin disimulo, algunos alzaban su dedo señalándolo —¿Era real esa persona?— pensaban tratando de continuar su rutinario camino. Braulio no supo qué hacer, era la primera vez que lo juzgaban tantas personas; nunca había estado en el centro de nada. Aceleró el paso y dejó por la calle un viento tibio de tranquilidad. Llegó jadeante a su despacho y se encerró con llave, cerró los ojos y apretó los puños, hizo todos los esfuerzos posibles para despertar a una nueva realidad donde siguiera siendo un ladrillo más en el muro, pero sólo terminó agotado por los esfuerzos, dándose cuenta que ese día había sido sacado del muro para volverse una piedra angular. Tuvieron que tocar más de siete veces su puerta y abrir con la llave maestra para asegurarse que no había muerto, pues tenía cuatro horas encerrado sin responder ninguna llamada. La puerta se abrió estridentemente, y brotó, contrario a lo que todos esperaban, un efluvio de naturaleza que hechizó hasta los olfatos más ancianos
—¿Qué sucede? — preguntó Braulio al ver la pequeña aglomeración fuera de su oficina.
Nadie tenía voz para contestarle a ese semiángel, así que se fueron unos detrás de otros sin decir palabra.
Trabajar en la burocracia de clase baja le había quitado a Braulio todo vestigio de identidad, todo mínimo rasgo de personalidad única, de originalidad. Todos los días de su vida siempre habían sido lo mismo desde la universidad: despertar a las seis de la mañana, desayunar mirando las noticias y partir hacia la facultad de derecho, donde tenía que sentarse por cinco horas a escuchar sus profesores hablar y repetir lo hablado una y otra vez, y aguantar eso por cuatro años; sólo para, —él no dejaba de pensarlo— terminar en esa oficina delegacional del Ministerio Público. Su vida entera había transcurrido con los días siendo un reflejo del día anterior, sin nada nuevo, sin algo que valiera el hecho de levantarse de la cama. Pero al fin ese día había ocurrido algo, por fin ese día Braulio se había dado cuenta que la vida no era sólo eso. ¿Pero valía la pena? Pensó también Braulio cancelando así la alegría secreta de ser diferente. Ahora todos los días tendría que soportar miradas azoradas y desdenes de envidia al caminar por la calle, tendría que acostumbrarse a ser tratado de a virrey y detestado como asesino según el ánimo y el temperamento de los que le rodeaban. Catorce días sucedieron de esta forma.
Braulio tenía la belleza del que no quiere ser bello, por la misma razón era más cautivante. Su actitud, que seguía siendo la misma de siempre, lo convertía en un noble plantado en un mundo de bellacos. Si toda la gente que es bella físicamente supiera lo que es ser feo, sería menos arrogante, pensaba. Fue difícil para los esposos sobrellevar la situación. Él trataba por todos los medios de eludir su condición, se esmeraba por continuar su vida normalmente, y ella respetaba su silencio, mirándolo compasiva. Jaqueline abrazaba fuertemente a su marido, cerraba los ojos y soñaba con ser una mujer que él mereciera; pero se despertaba de pronto y sufría al ver la cruel realidad: ese hombre era demasiado para vivir en esta tierra, con una mujer así. Un pequeño rencor de impotencia se gestó en Jaqueline desde ese día. Un séquito de personas se había formado para admirar a Braulio; algunos lo hacían en secreto y otros lo seguían y lo visitaban a su despacho, se juntaban fuera de su casa y permanecían horas enteras con la sola esperanza de tocarlo. Cada vez eran más personas. Irritaban a Jaqueline tanto que estuvo a punto de irse, pero lo impedía su embarazo. Se llenaba de rabia al ver a tantos entrometidos merodeando por su cuadra hasta que se hartó y un día salió a gritarles
—Váyanse a buscar a otro pobre diablo para molestarlo.
Y fue hasta ese día que los esposos hablaron de la condición de Braulio, que, cabe mencionar cada día era más hermoso. Decidieron ir al médico, buscando una explicación, pero para su sorpresa no hubo explicación alguna; Braulio se encontraba en perfecto estado: tenía el metabolismo de un joven de veinte años, la salud de un niño. El médico sólo pudo darles el siguiente consejo: Sáquenle provecho. Los esposos se fueron más confundidos aún. Visitaron, en vista que no tenían ningún otro lugar adónde ir, al sacerdote Alamillo, que entre palabras eclesiásticas les dijo que Dios muestra su misericordia de muchas maneras, y que probablemente esta era una de ellas; en todo caso, eso era “un misterio”. Les aconsejó que en vez de buscar un porqué buscaran un para qué, y les dio la bendición. Braulio no quedó satisfecho, y en el fondo lamentó que, en vez de la belleza, no se le hubiera concedido la inteligencia, o, por lo menos, la capacidad para volar. Esa visita al sacerdote Alamillo sólo empeoró las cosas, en todos los rincones de la ciudad se corrió el rumor de que Braulio Del Carmen concedía milagros.
Gente de todo el estado abarrotaba la casa de Braulio y gritaban y daban alaridos para que se compadeciera de ellos. No supo qué hacer, así que salió con su enorme corpulencia y su luz dorada a decirle a todo el mundo que se largara de ahí, y que él no podía hacer nada por ellos; pero ninguno lo oyó, y embriagados de su hermosura lo cargaron en hombros y lo adoraban como a un becerro de oro. Lo condujeron por muchas calles más y gritaban que lo convertirían en rey de toda la Tierra. La noticia le dio la vuelta al mundo, y en una hora todos sabían que Braulio sería el rey absoluto, algunos decían que ya tenían listo el palacio y el primer ministro del nuevo monarca. De inmediato llegaron las llamadas de los jefes de estado más poderosos del Mundo, diciendo que no permitirían que un hombre pretendiera gobernar todo el planeta, y que en cualquier momento podía estallar la Tercera Guerra Mundial, pues, al parecer, era el pretexto perfecto. Hubo aún más inconformidad de un brote de socialistas que se manifestaron en contra de Braulio, protestando para abolir la monarquía en pleno siglo XXI. Braulio se asustó ante la estupidez de sus súbditos y temió no poder gobernarlos. Toda esa algarabía terminó algunas horas después, cuando el ejército apareció y disolvió a la multitud, evitando así el golpe de estado. Braulio logró escabullirse en secreto hacia su casa.
Todos platicaban a viva voz sobre el pobre diablo hermoso, se había convertido en una celebridad. Incluso recibió varias llamadas del presidente de la república, y otros jefes de estado, invitándole a unirse a sus partidos políticos, —o proponiéndole nacionalizarse ya sea francés o tailandés—ofreciéndole puestos y cargos de alto nivel, diciéndole que era mejor y más fácil por la vía democrática llegar a conquistar al mundo, que por la monarquía. Rechazó toda propuesta, bajo la presión de Jaqueline, quien le dijo que, si no soportaba a la gente de su ciudad, mucho menos la de otro país. Curiosamente nunca había estado tan solo, aunque la multitud seguía juntándose fuera de su casa, y a cada rato llegaba gente de revistas y televisoras para entrevistarlo, Braulio y Jaqueline se habían quedado sin amigos. Sin amigos y entre los dos había una zozobra que hacía que llevaran días sin hablarse. Por aquellos días Jaqueline se dedicaba a mirar el retrato del antiguo Braulio, y sonreía ante ese moreno e indiferente hombre, al recordar todos los hermosos momentos que vivieron cuando él era don nadie. Jaqueline se convenció de que no hay belleza más sincera que la de la imperfección. Braulio tenía dos semanas de no ir a trabajar, pues ya no podía salir a la calle; pensaba mucho en la reacción de la gente, y no podía a veces, evitar una risa ante la idea de que, si se hubiera vuelto increíblemente brillante, a nadie le interesaría, no habría multitudes fuera de su casa; apenas una pequeña parte de la gente que lo conocía se habría impresionado.
Entonces apareció en esos días de tormento un hombre por la casa de Braulio. Era de estatura mediana, y tenía una mirada y un semblante diferente a cualquier persona que Jaqueline hubiera visto jamás; sin lugar a dudas era extranjero, podría ser de Europa o Norteamérica. Era el doctor S.G. Van Campen, médico y científico de la Universidad de Oxford. Braulio y Jaqueline apenas comprendieron lo que decía: Había venido en nombre de la Organización Internacional de Científicos para la Salud. El caso de Braulio había llegado a oídos de su organización y traían una clara propuesta: hacerle estudios a Braulio durante un año para averiguar qué tipo de enfermedad o síndrome era aquél que le afectaba, y sobre todo para usar sus células a fin de convertir a la humanidad entera en una especie fuerte, pero sobre todo perfecta. No supieron ni siquiera qué responder. Para aclarar sus ideas el doctor Van Campen les dijo que recibirían un apoyo millonario y una pensión vitalicia de miles de euros. Por primera vez Braulio pensó en sacarle un beneficio a su siniestra condición; entre los gritos y la algarabía de sus seguidores y el estupor que había entre ellos, los esposos se preguntaban si sería eso una buena idea, preocupados más por una tierra llena de semiángeles que por el riesgo de corría Braulio. Después de cavilar en silencio, Braulio respondió con determinación: —Me voy, con la condición de que no me clonen, ni usen ni nombre para ninguna enfermedad.
Se acordó que Braulio dejaría el país una vez que su hijo naciera. Como era de esperarse la noticia se hizo viral el mismo día, y nadie estuvo de acuerdo en que se llevaran a Braulio del país. En distintos lugares la gente se manifestó para que no se lo llevaran. La presión aumentó los días siguientes. Ya era mundialmente conocido Braulio Del Carmen, entre la comunidad científica como un prominente caso, y entre las masas como una curiosidad. Se manifestaron por él en Estocolmo, Ámsterdam, Budapest, la Ciudad de México y demás urbes. Braulio se sorprendió de que la gente se manifestara tan fácilmente por cualquier cosa hoy en día. No estaban de acuerdo en que se maltratara un hombre para encontrar una forma de perfeccionarlos a todos. Las cosas no se concretaron: Braulio no dejó el país, ni recibió por tanto la espléndida cantidad de dinero prometido. Sólo pudieron, en secreto, tomarle muestras de ADN para examinarlas en los más sofisticados laboratorios. Cien mil euros le dieron a Braulio por estas pruebas. Todo terminó de esa manera.
Un día, Braulio temió convertirse en ángel, cuando se encontraba trabajando en su jardín trasero, sintió que se elevaba y creyó por un instante que se transfiguraría, pero desechó esta idea al ver que se aproximaba una terrible tormenta, corrió a refugiarse a su casa, y encontró a su mujer con los dolores de parto, retorciéndose de dolor. De inmediato salieron al hospital, entre la terrible tormenta que arreciaba paulatinamente, cruzaron toda clase de obstáculos, pero al fin lograron llegar al hospital; todos contemplaron la hermosura de Braulio, que se acentuaba con la preocupación por su esposa y su hijo. Afuera el fin del mundo era cada vez más evidente, caía granizo y los árboles eran derribados de pronto, terribles rayos partían en miles de pedazos las piedras de los cerros y el cielo se tornó rojo. La gente temía por su vida de manera vehemente; algunos pensaban en Braulio, y le pedían que hiciera algo, pues no creían en nada más ya. Pero Braulio y Jaqueline estaban tan asustados de aquella hecatombe, que se preguntaban con los ojos si valía la pena que esa criatura llegara al mundo; esas dudas llegaron demasiado tarde, una niña salió del vientre, y al momento el mundo como era conocido dejó de existir, las cosas que existieron por el tiempo que la humanidad existió perdieron su significado. La Tierra ya no era la misma,. Todos se angustiaron por saber cómo era esa niña, si se parecía a los viejos Braulio y Jaqueline, o tendría la ventura de nacer como su padre.
Braulio tomó entre sus brazos a una irrepetible bebé, que lo miraba fijamente con sus ojos azules; la sostuvo con cuidado, para no lastimar sus pequeñas alas, que eran sólo un cartílago blanco sin plumas. Su piel blanca y sus cabellos dorados que salían apenas de su cráneo disiparon todas sus dudas: había nacido la niña más hermosa del mundo.
Ilustración de William Kentridge.