Si detenemos las alas de un colibrí, muere. Nunca está quieto. Para dormir, entra en una falsa muerte. Su necedad por moverse de un lado a otro es una trampa mortal. Nada más triste, porque uno quisiera acercarse lo suficiente a esos pequeños juguetes para observarlos con detenimiento, acariciarles las plumas o medirles el pico …