Flacideces psicológicas y otras miserias: una breve crítica a 50 Shades of Grey


Por D. Arce García

“Siempre prefieres tener sexo que hablar”, bromeo, mientras me acomodo, colgando de sus brazos.

“Cierto. Especialmente contigo”. Acaricia mi cabello y comienza un sendero de besos desde mi oreja hasta mi garganta. “Tal vez en el piano”, susurra.

Oh, Dios. Todo mi cuerpo se estremece de solo pensarlo. Piano. Wow.

—E. L. James, Cincuenta sombras de Grey

 

Corría el año de 1929 cuando William Faulkner llevó al modernismo hasta un nuevo escalón con su novela The Sound and the Fury. La narración, prefigurando el truco que extendería al año siguiente en As I Lay Dying, está dividida en cuatro partes (más un anexo escrito quince años después), cada una narrada desde el punto de vista de una persona distinta. Quizá la sección más valiente del libro —y la que sirve para catalizar esta reseña— es la primera parte, la cual está narrada por un personaje con deficiencia mental, Benjy Compson. Desde entonces ha habido varias personas quienes han tratado de escribir desde adentro del abismo del desequilibrio mental, entre ellas Sylvia Plath (La campana de cristal), Ken Kesey (Another Flew Over the Cuckoo’s Nest) y Mark Haddon (The Curious Case of the Dog in the Night-Time). Cada uno de ellos ha producido un interesantísimo ejercicio narrativo, y en algunas ocasiones incluso una novela entrañable y de profundo interés humano. Pero pocas personas han logrado hablar desde el abismo del desbalance mental sin siquiera intentarlo; sin siquiera mostrar un leve signo de que entienden las implicaciones de lo que están escribiendo. He allí donde entran E. L. James y su heroína Anastasia Steele, un caso que probablemente habría hecho espumar la boca de Sigmund Freud.

Aquí es donde otro reseñista (y miren que he visto varios) se pone en plan de “ay, ¿es que cómo puede dejar esa tipa que la traten así?” o “si a mí alguien me trata de golpear, lo mando a la chingada, por muy guapo que esté”. La verdad eso a mí no me importa. Cada quién tiene su sexualidad y sus fetiches, y aunque es bastante cuestionable ver a mamás comprarle el libro a chicas de secundaria porque “Al menos están leyendo”, yo estoy aquí para evaluar el libro, no la pútrida forma en que se consume. Y por ese lado no me molesta ni me escandaliza que un libro toque el tema del S&M, aunque lo haga de modo tan tibio y risible como Cincuenta sombras. Lo que me molesta es que el libro en realidad no trata de S&M. El libro trata, y si alguien tiene el teléfono de E. L. James, debería avisarle, de una chica muy tonta, semi-esquizoide e incapaz de interpretar literatura de una manera racional.

Si se lo ve así, como un retrato psicológico de un personaje chiflado, el libro llega a ser hasta interesante por momentos —pero todo se va al garete cuando James deja ver que en realidad cree estar escribiendo una novela erótica seria, o bien cuando la misma Anastasia cae en una de sus torpes muletillas y repeticiones verbales (“oh, dios”, “me sonrojé”, “wow”) que hacen su narración tan profunda y entretenida como esperar a que se seque la miel en un frasco abierto.

Todo es cegadoramente obvio. Es demasiado gloriosamente guapo. Somos polos opuestos y de dos mundos distintos. Tengo una visión de mí siendo Ícaro, volando muy cerca del sol y cayendo y estrellándome como resultado.

Aparte de la alarma psiquiátrica que significa eso de “tuve una visión” y de la alarma estilística que significa usar dos adverbios ‘—mente’ en el mismo renglón, este pasaje ilustra lo que les digo acerca de la falta de capacidad interpretativa de Anastasia Steele para con la literatura. En el mito de Ícaro no ve la danza épica de mitologías antiguas ni una lección sobre la tentación o el libertinaje; no, nada de eso, se ve a ella misma. Y, por supuesto, el tipo rico y antipático que hasta este punto en la historia no ha hecho más que invitarle un café es nada menos que EL SOL.

Del mismo modo son varias las ocasiones en que Anastasia cae en uno de los juegos de Grey de manera consciente, sabiendo que está en peligro, tan sólo porque tiene una corazonada de que Tess of the D’Urbervilles (personaje del novelista victoriano Thomas Hardy) habría hecho lo mismo. La chica es incapaz de hacer referencia a un libro o a una pieza literaria de cualquier tipo sin buscar que su mensaje se aplique directamente a ella, por más que esto la haga sentir mal, la ponga en peligro físico o le haya impedido, durante toda su vida, sentir amor, como muestra la siguiente cita:

Cada que está en el vecindario me invita a salir, y siempre digo que no. […] Paul es lindo a la manera americana del chico-de-al-lado, pero no está ni cerca de ser un héroe literario.

Quiero aclarar que si me molesta tanto esto, es porque se supone que Anastasia estudia Letras Inglesas, lo mismo que yo, y no proyectarte a ti mismo encima del texto es la primera lección que te dan al llegar al salón. También es casi un insulto que, aun con todo lo que Anastasia presume de estudiar lo que estudia y toda su obsesión con Tess of the D’Urbervilles y toda la ridícula facilidad con que consigue trabajo en una editorial, en ningún lado de las 500 malditas páginas se siente a leer algo. Ni un folleto. Sólo hace ocasionalmente alguna vaga referencia a las novelas más cursis del canon inglés, pero jamás, jamás, jamás lee nada. Y claro, tampoco muestra una traza de haber aprendido lo que te enseñan en la carrera de literatura inglesa. Les doy una pista: no sólo se trata de decir “Ay, qué bonito está el libro, me llegó”. La literatura aquí sólo existe como estúpida justificación para que este espíritu egoísta y banal acepte los juegos sexuales de Grey porque cree que eso haría su heroína favorita, o porque siente que así vuela cerca del sol, o porque los berrinches infantiles de Christian le recuerdan a un arquetipo del sensible héroe romántico del siglo XIX, sólo que con mejores pectorales.

Las desviaciones mentales del personaje no terminan ahí: a lo largo de la novela Anastasia se refiere a agentes que sólo existen dentro de su psique. Concretamente se refiere a dos: su “subconsciente” y su “diosa interna”. Para empezar, James parece no saber cómo funciona la palabra ‘subconsciente’, ya que ésta 1) no es un término serio, sino un malentendido new-age de la noción freudiana de ‘la mente inconsciente’, por lo que su personaje, cuya carrera universitaria toca temas de psicoanálisis, no debería andarla usando al ahí-se-va; y 2) aun si aceptáramos que significase lo mismo que la idea de Freud, tal habla de una sección de la mente cuyas intenciones no pueden ser conocidas de manera consciente, por lo cual es absurdo que Anastasia diga cosas como “Mi subconsciente intervino y me dijo ‘¡Hey, no hagas eso!’”, como hace cada cinco páginas. Si Anastasia oye esa voz, en definitiva no es su subconsciente ni su inconsciente ni nada por el estilo, sino todo lo contrario: su consciencia. Eso o un amigo imaginario.

En cuanto a la “diosa interior”, es una instancia que aparece cada que Anastasia complace o falla en complacer sexualmente a Grey, y sus reacciones son alegres o enfurruñadas respectivamente (aunque siempre son ridículas, como dar aplausitos o saltitos). Algún doctor explicará mejor las implicaciones psiquiátricas de tener tal clase de seres habitando en la cabeza de uno; a mí lo que me importa aquí es el nivel ético. El nombre “diosa interior” da a entender que esta instancia representa el nivel más elevado al que la personalidad de Anastasia puede acceder, y repito, resulta que este nivel sólo aparece a través del sometimiento a los deseos —casi siempre sexuales— de otra persona. Una persona que además es un hombre en posición de poder físico y económico. ¡Y James pretende que su libro se interprete como un canto a la liberación femenina!

Estos no son todos los problemas del libro, pero sí los que caben en un análisis tamaño bocado. Mas por no dejar, hago una pequeña lista con algunos otros:

1. La caracterización es torpe, claramente hecha por alguien fuera de contacto con la generación para la cual escribe (Ana maravillada por tener e-mail, o escuchando “rock indie”, así, sin nombres de bandas ni nada).
2. No es racional pensar que Grey pueda tener tanto dinero a su edad y haberlo hecho todo por sí solo, como dice la novela. Sé que se supone que esto debe acentuar lo poderoso que es y su influjo sobre las mentes humanas, pero a menos de que lo haya usado para seducir al presidente del Banco Mundial es imposible hacer esa clase de negocios tan rápido sin ser Mark Zuckerberg.
3. El libro suele describir los juegos previos al sexo por espacio de páginas y páginas para luego resumir el acto mismo en un parrafito insulso. Llegó un momento en que esto había sucedido tantas veces que comencé a pensar que en realidad James no estaba resumiendo nada, sino dejando sutilmente ver que Grey tenía problemas de eyaculación precoz.
4. Ana alaba las habilidades sexuales de Grey una y otra vez a pesar de que nadie la había siquiera tomado de la mano antes que él. ¿Cómo compara?
5. La trama se tarda eones para llegar a donde tiene que llegar, a menudo hay cien páginas entre cada punto clave de la trama. Vaya, se supone que es un libro sobre sexo y pasan 80 páginas antes del primer beso…
6. James es incapaz de introducir un símbolo sin explicarlo inmediatamente, como el globo en forma de helicóptero casi al final del libro: “[…] estaba desinflado, así como yo me sentía desinflada […]”. Pff.

Y así, y así, y así. Cincuenta sombras no es el fondo del barril, pero sí es mucho ruido y nueces rancias. No sirve para mucho fuera de practicar el análisis de un narrador defectuoso, y quizá reír. Pero eso sí, le advierto a los que busquen risas sarcásticas con este libro que paren antes de la mitad; no vale la pena más. El chiste se repite mil veces, cada vez en una forma más patética, más pobre, más cansada.

 

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