por Mauricio Ochoa
Camino junto a ellos, guiado por una voz que comanda a todas las otras; no hay mucho que pueda hacer con el cansancio a cuestas, las manos atadas y los ojos vendados. La voz me dice que no hable, que no pregunte, y que me detenga en medio del ruido de la sierra, en medio del silencio de los hombres que se corta solo por sus palabras, por las pisadas entre las hojas, y el jadeo que viaja por las ondas de calor húmedo. Me quedo parado ahí donde me ordenan, erguido, para sentir que alguien se acerca y me amarra una soga alrededor del cuello. Percibo que lanzan el otro extremo hacia arriba, tal vez sobre la rama de un árbol; la jalan, me elevo, se aprieta, pataleo, ¡comienza a faltarme el aire! Siento ahogarme cuando percibo que algo me hace caer profundamente dormido, inmerso en esta oscuridad forzada.
Recobro la conciencia, me despabilo paulatinamente y descubro que estoy recostado sobre el suelo, pero no puedo abrir los ojos; los párpados pesan como palas, como esas que se usan para trabajar el campo. Solamente veo algunos puntos de colores difusos sobre un fondo negro. Empiezo a sentir un cosquilleo en el estómago, prácticamente imperceptible al principio, pero que va creciendo, que va expandiendo sus dominios hasta alcanzar mis brazos, mis piernas, mis dientes, que chocan entre sí para emitir un sonido que me hace notar otro que se escucha de fondo, como si fuera madera ardiendo, abrasada por un fuego eterno, por una llama que no cesa. Trato de tranquilizarme. Imagino lo que no puedo ver, y pinto en mi cabeza un cielo con nubes blancas, algunos árboles robustos y otros flacos alrededor de una zanja; el viento inquieta las hojas, llevándose todo, todo a su paso, hasta mis memorias. No recuerdo cómo llegué aquí. No siento el sol, ni el viento, ni todo lo que mueve a su paso; siento el piso acuoso, la tierra que se adhiere a mi piel, y un entorno cálido, con una temperatura agradable que seguramente se debe a la fogata que sigue viva. Creo que estoy encerrado en algún lugar. Huele a humedad. Intento levantarme y descubro otra cosa. Tengo algo en mi cuerpo, algo que me detiene. Lo toco. Es una especie de lazo, una cuerda que está enredada en mi cuello. ¿Qué es esto? ¿Por qué estoy aquí? ¡Alguien! ¡Alguien que me ayude por favor! ¡Sáquenme de aquí! ¡No puede ser! No… Quiero llorar pero no me salen lágrimas. No puedo. Me levanto y la jalo; ojalá y la pueda arrancar de la pared. Tiro una vez, dos, tres; nada. Me mareo; estoy exhausto. Tal vez vaya a morir aquí. ¿Quién me tiene atado a este lugar que no puedo ver? ¿Para qué? Ya no quiero pensar… Qué sueño tengo… Ya no quiero, ya no…
Creo que despierto ― ¿o sueño?―. Siento que puedo abrir un poco los ojos. Despego lentamente las pestañas. Alcanzo a distinguir algo distinto a esos puntos de colores difusos. Es una pared rugosa, color café profundo, con sombras. Trato de abrirlos más y me duelen, me duele ver. Pero tengo que hacerlo; no sé nada, ni donde estoy ni quien me puso aquí. Tengo que empujar los párpados con más fuerza, como cuando las palas con las que se trabaja el campo se clavan entre la tierra, para sacar las piedras desde el fondo, mucho más allá de lo que se percibe en la capa primaria que cubre al mundo. Otra vez jalo, abro, empujo. Al fin lo logro. ¡Me arden! ¡Qué he hecho! Nunca debí hacerlo; mejor los cierro otra vez. Los aprieto hasta que por fin lloran. Se limpian, se secan. Los relajo con el resto de mi cuerpo para dejar que lleguen otra vez las pocas imágenes que tengo del campo… El agua corriendo entre los surcos, el viento deslizándose sobre las hojas del sauce, el sol brillando sobre la superficie de un espejo azul profundo. Quiero estar ahí, ahí donde hay luz de día, donde estoy libre, donde puedo dejar que los rayos de sol reposen sobre mi cara. Quiero dormir sobre la hierba, quiero dormir…
Recupero el conocimiento, estiro mis extremidades, me muevo un poco, lo vuelvo a perder, una y otra vez; nadie viene, nada pasa. Parece que han transcurrido días, semanas, siglos; en realidad no lo sé. El despertar se vierte sobre mí con la rutina de un esfuerzo infecundo, con toda esa carga de desesperanza adjunta. Mi ánimo ―como lo que pienso― está lacio, lánguido, inerte, al momento que recuerdo el intento que tuve de apartar mis pestañas. Creo que tengo que hacerlo. Debe haber algo. Voy a intentarlo una vez más, ahora más despacio, con la paciencia con la que las semillas desperdigadas esperan la primera lluvia del año. Así, muy bien, voy bien. Ya casi. Me siguen ardiendo pero ya es más soportable. Veo borroso, nebuloso, lóbrego. Me empiezan a salir lágrimas, gotas de agua cristalina que me dificultan la vista pero que atemperan esa zona frontal que refracta la luz, como la lluvia que impregna vida sobre las semillas secas. Se escurren desde su origen hasta caer en mis piernas, dejando su rastro al recorrer mi rostro. Empiezo a mover los dedos de las manos, los aproximo a mis ojos para tallarlos suavemente, como si hubiera salido de un sueño eterno. Por fin puedo ver frente a mí como solía hacerlo hace no sé cuánto. Observo la pared mientras trato de voltear mi cabeza hacia atrás pero me duele el cuello; se siente rígido, como si fuera a quebrarse. Decido quedarme así, viendo hacia el frente. Muevo mis ojos hasta donde puedo, de un lado a otro, de arriba abajo; apenas y puedo ver que el lugar se asemeja a una cueva, con una superficie que parece de piedra mojada, y el fuego que arde detrás del muro que tengo delante de mí. Escucho ruidos. Son… ¿murmullos? ¿Será alguien que pueda ayudarme? O… ¿Serán los que me trajeron aquí, y me amarraron? Mejor no lo averiguo; si vienen a mi rescate me hablarán, y si son los otros… Voy a cerrar los ojos; otra vez voy a imaginar las nubes, la zanja, los árboles… Ya tengo sueño… Esos sonidos… Los sonidos me arrullan, se desvanecen progresivamente, al ritmo de mis ganas de seguir despierto.
Cada ciclo transcurre exactamente igual: duermo, despierto, abro los ojos, los tallo, miro la pared, escucho algún ruido, me río, me aburro, duermo, despierto, duermo, duermo, duermo… Ya no me intrigan tanto las voces lejanas porque siempre se quedan allá, donde no puedo llegar a saber ni lo que dicen ni quiénes son, aunque la que oigo con mayor frecuencia es una voz delicada, que parece de alguien amable, de una mujer. A veces siento que me observan y, aunque he tratado de buscar algún agujero por el que me pudieran estar viendo, no he encontrado nada. ¿Será de día o de noche? ―Me pregunto―, mientras sigo aquí, de cara a la rugosidad de la cueva, sin levantarme. Hace tiempo que ya abro y cierro los ojos a mi voluntad, parpadeo, los tallo. Creo que poco a poco me he acostumbrado a la cuerda, a su yugo, al movimiento limitado, a la pared rugosa, a la oscuridad parcial, a esta cueva en la que habito. Estoy convencido de que mientras me siga sintiendo seguro no necesitaré moverme. Recibo lo que necesito; duermo y despierto, vivo y observo, con eso me basta por ahora. En ocasiones siento que el piso y las paredes trepidan ligeramente, se mueven, pero no quiero darle mayor importancia; seguro es lo normal ―¿o será una advertencia?―.
Y hoy desperté una vez más, pero hay algo que me hormiguea en las entrañas, algo inusualmente distinto; no sé qué es, pero lo siento, creo que es consecuencia del cordón que me oprime, que me detiene. De pronto, noto que ya es más largo, que se ha expandido, dándome la posibilidad de salir de esta superficie sobre la que reposa mi cuerpo. ―¿Quién lo habrá hecho? ¿Habrán venido mientras dormía?― Pero no me muevo, sigo donde siempre. No tengo por qué moverme. Hasta ahora he estado bien… ¡Maldita sea! Hay algo que casi… Casi me obliga, no sé qué sea, pero tengo ganas de moverme más allá. Hay un haz de luz que no había visto antes, que observo brevemente. ―¿Podré levantarme?― Trato en vano de elevarme, mis piernas están ahí, pero no responden. Me han mantenido demasiado tiempo arrodillado. Toco la pierna izquierda con mi mano derecha, la froto, y me doy cuenta que la puedo estirar un poco, solo lo suficiente para cambiar ―¡por fin!― de posición. Ahora hago lo mismo con mi pierna izquierda, y también la estiro, un poco más que la otra; ambas salen, se regocijan al zafarse de la sujeción del piso húmedo, de polvo enrarecido, de tiempos incalculables. ―Tengo miedo―. Intento levantarme por primera vez. Sigo de frente a la pared rugosa. No puedo. Es como la vez en la que quise abrir los ojos después de mi ceguera total, solo que peor. Las piernas no me arden, pero parecen estar dormidas, tiesas, muertas. Sigo buscándolas con mis manos y noto que empiezan a sentir ―a pesar de todo― como yo. Esta vez tomo todo el tiempo necesario, incluso cuando siento que una fuerza externa ― ¿o vendrá de mí?― me apresura. Casi siento curiosidad por salir de la cueva. Pero ¿qué me espera? ¿Será algo mejor? ¿O será el fin de lo que tengo? Más vale no seguir, mejor aquí me quedo; prefiero sentirme seguro que buscar lo otro, eso que me saque de aquí, que me haga ponerme de pie y caminar… Quiero dormir otra vez, quiero olvidar esa fuerza que me empuja, e imaginar esas cosas que me tranquilizan y me hacen abrir los ojos; espero que esa nueva luz ya no me moleste… ¡Pero lo hace! Me fastidia. Trato de ignorarla ―a pesar de que muchas veces quiero saber de qué se trata―, y sigo aquí, arrodillado, adormilado, reservando mis fuerzas solo para despertar sin desplazarme.
Pero a veces es imposible evitar moverse, simplemente porque se presenta una oportunidad ―única― para hacerlo.
A causa de este impulso que a veces controlo, ya no solo estoy de rodillas, puesto que he aprendido a sentarme; muevo mis piernas hacia atrás y hacia adelante, y ya se miran más vivas, más activas. Comienzo a flexionarlas y a estirarlas con mayor frecuencia. Al sentirlas, trato de ponerme de pie, y me elevo lentamente al tiempo que me balanceo, para caer sentado frente a la pared de color café profundo. Pareciera que apenas estoy aprendiendo a caminar. Al pasar de otros días, otras semanas, y otros siglos, casi sin darme cuenta logro voltear el cuello, estirar los brazos, y recargarlos sobre el piso, provocándome una sensación diferente por el solo hecho de haber cambiado ligeramente de posición. Ahora me recuesto ―la cuerda ya me lo permite― y trato de arrastrarme con los brazos para dejar de advertir las cosas de siempre y ver lo que ese muro estriado oculta, lo que hay detrás. Voy deslizándome sobre mi estómago; trago tierra y siento polvo adentro de mis ojos, como si estuviera cumpliendo una sentencia anticipada por querer saber. Es duro moverse, tanto como las piedras que voy rozando, pero el impulso crece, se abre camino entre mis temores, y casi me fuerza a conocer el otro lado de la cueva. Vislumbro la luz; ahora se siente más próxima. Casi llego hasta ella pero ya no puedo; empiezo a sentir el cansancio metiéndose entre los dedos de las manos y los pies cual xilófagos royéndome los huesos. Me detengo y dejo caer paulatinamente mi cuerpo; me recuesto hasta reconocer la tierra en toda la piel, que se rasca ligeramente sobre ella, la asimila, la siente. La cuerda ya no me oprime como antes. Logro estirarme, aletargado. Todo indica que me estoy a punto de quedarme inerme…
Despierto, sintiéndome seguro de haber dormido menos tiempo, ya que mis continuos deseos de sopor van cediendo ante la inminente necesidad de ver el fuego, de tocar el rayo de luz. Alzo la cabeza y lo miro. Me siento primero acogido; luego, atraído, embelesado. Me arrastro mansamente para llegar a mi objetivo y noto que lo que lo oculta no es precisamente un muro, sino más bien un montón de rocas y tierra que parece elevarse gradualmente. Me arrodillo para luego impulsarme ayudado por el cúmulo de piedras, y tras varios intentos finalmente logro ponerme de pie. Extenuado, levanto la cabeza. ¡Qué es esto! Es… Sí, es algo que parece conducirme hacia el origen del haz luminoso, que me lleva hacia arriba. ¡Es un ascenso escarpado! Uno de piedra, que luce áspero. Camino; me trepo con las cuatro extremidades mientras la cuerda se alarga tras de mi como si fuera la cola larga de un reptil. Al hacerlo, me recorre una fuerza que se torna familiar y lejana a la vez; trato de recordar el sol del campo pero la emoción de subir acapara toda mi energía, mientras advierto que solo quedan cenizas de lo que alguna vez fue una fogata.
Comienzo a escalar, primero apoyado sobre mis manos y pies; luego, solo utilizo mis piernas. La luz es cada vez más deslumbrante. Siento un ardor intenso en los ojos; me cubro el rostro con la mano derecha sin dejar de avanzar. Diviso una abertura amplia, de contornos filosos, que se asemeja a la boca de una serpiente hecha de luz y que me llama para darme el fruto del conocimiento con su apariencia seductora. Siento que todo lo que fui, lo que supe, se diluye en un mar de sensaciones insólitas que invaden mi columna vertebral. Sigo andando; al fin llego. Poco a poco saco la cabeza a través de la abertura, tapo mis ojos; los abro y cierro constantemente para no lastimarlos. Nuevamente me arrodillo para esconder el rostro de tanta luminiscencia. Después de algunos instantes por fin puedo ver ― ¿será acaso el Paraíso Perdido?―. ¡Cuánta belleza! Tras esos días, semanas y siglos entre paredes rugosas, me encuentro con el día, con los sauces, con las nubes en el espacio azul celeste y el viento que no solo se desliza sobre las hojas de los árboles, sino también sobre mi piel. Veo aves volar sobre las copas de los gigantes de madera; cuento conejos que brincan entre los surcos de un sembradío como el que alguna vez trabajé, y vislumbro un lago sobre el que juguetean los rayos del sol, libres de pudor y de ataduras, como esta que sigue incorporada a mi cuerpo. Contemplo todo mientras me siento inundado por una profunda melancolía, aunque me tranquilice la posibilidad de poder contar los días y las noches.
Al cabo de un rato el día se ensombrece paulatinamente hasta devenir en calma oscura, haciéndome mirar hacia arriba para descubrir las luciérnagas del vacío, que con su distribución en la inmensidad del espacio dibujan formas y definen destinos. Me recuesto a orillas del lago para observarlas, en un estado de armonía que jamás había experimentado, que penetra suavemente cada poro, cada célula, y que llega hasta el polvo compactado que integra cada uno de mis huesos. Entro al agua y cierro los ojos, pero esta vez no porque me ardan, sino porque deseo dejar que la oscuridad dé paso a las imágenes, esas que evocan lo que he visto y que ahora se mezclan en un espacio onírico de mi ser, que se desahogan en la metafísica para trascender mi cuerpo. Empiezo a flotar. Sin mirar estiro mis extremidades y siento esa atmósfera acuática, estable; me relajo totalmente durante algunos momentos, tanto que casi duermo de nuevo por primera vez desde que salí a este mundo. Quisiera quedarme así tantos días, tantas semanas y tantos siglos como los que gasté en la caverna, en esta paz interna hasta el fin del tiempo, flotando apaciblemente. Todo a mi alrededor es placentero y cálido, húmedo y agradable, pero de alguna manera entiendo que esto no va a durar para siempre.
Pasa el tiempo, imparable. Empiezo a mover mis dedos sin pensarlo, incitado ―otra vez― por una necesidad de desplazamiento. Me percato de que el entorno es más denso de lo usual, y de que sigo atado a esta cuerda; no entiendo por qué, aunque sé que algo similar ya me había ocurrido antes. De pronto, el lazo se tensa; pataleo, trato de nadar, de proteger mi cuello con una mano mientras trato de mantenerme a flote con la otra; ¡qué pasa! ¡Nunca debí salir de la cueva! Tengo que salir del agua, tengo que… Qué cansado estoy, no puedo más, ya no… Percibo que empiezo a hundirme, que me sumerjo lentamente. Mis hombros, mis piernas, todo se distiende, se relaja; no me queda más que dejarme caer. Al ir en ese descenso progresivo, empiezo a recordar cosas, como en un sueño, un sueño en el que extiendo mis brazos para salir de aquí. Casi niño, me veo corriendo entre los surcos de maíz con los pies descalzos, sintiendo el sol caer en mi cara y apresurándome para llegar a la casa de adobe pintado de rosa con tejas rojas, con focos blancos de día y rojos de noche, en la que pasé algunos momentos importantes de mi vida. Al arribar, miro a mi tía sentada en un tronco de madera con un vestido que permite que sus senos respiren, luciendo tan naturales como los cerros que imponen su presencia al bordear el lugar; ella me sonríe y yo le respondo con un beso en la mejilla; salgo de ese pueblo lleno de calles empedradas y gente del campo, mientras todos los rostros que me habían visto pasar transitan por mi mente. Llego a la capital del país, conozco a mi primer amor, entro a la universidad; estudio hasta el cansancio, devoro libros y comienzo a crear ideas sobre progreso y justicia, obtengo el título ingeniero agrónomo y encuentro mi primer trabajo, luego… Luego regreso a mi pueblo, y justo ahí el sueño se detiene.
Abro los ojos; solo veo un líquido viscoso por doquier; comienzo a agitar mis extremidades, empujo con toda la fuerza que tengo, ejerzo presión en mi cuello sin quererlo, ¡la cuerda se tensa aún más! No debo parar; pataleo, me sacudo con mayor intensidad, y de tajo descubro que he roto una barrera y que el agua comienza desbordarse; ¡Estoy asustado! ¡Siento que me asfixio! Mejor ya no me muevo, estoy mareado, agotado, sin aire.
Debilitado, alcanzo a escuchar algunos gritos que evocan la última vez que me quedé sin aire, allá entre los cafetales de Santiago Ixcuintepec, cuando por no ser cómplice de una trampa para que la compañía en la que trabajaba se hiciera de unas tierras, me colgaron de un árbol con unos campesinos. Ahora sé que después de eso desperté en la caverna. Advierto la memoria confusa; todo lo que he vivido se vuelve ante mí como una serie de fotografías instantáneas, en un álbum que se hojea página tras página sin detenerse a contemplar las imágenes, solo siluetas difusas. Alcanzo a distinguir a la gente, escucho la profunda resonancia de un pueblo sin ruidos y, paulatinamente, empiezo a distinguir claridad a través de una abertura que cada vez se hace más grande ―¿esta vez, a dónde me llevará?―. Ya no siento el líquido envolverme, y en su lugar encuentro unas manos casi de mi tamaño, que me sacan de ese espacio donde tuve mi refugio durante algunos días, algunas semanas, algunos siglos.
Me siento frágil, pequeño, y justo cuando creo que me voy a quedar dormido, siento un golpe repentino. Lloro, no sé si de tristeza o de felicidad, pero sigo vivo. El llanto comienza a desaparecer y al elevarme en el aire, caigo entre los brazos de una voz que reconozco. Juzgo mi alma apacible, al momento que logro percibir que la conciencia se va desvaneciendo… Sin dejar rastro ante la luz…
Mauricio Ochoa Morales nace el 5 de noviembre de 1971 en la Ciudad de México. Después de estudiar Ingeniería Industrial y trabajar en algunas empresas multinacionales, descubre su verdadera pasión: la literatura; esto provoca un vuelco en su vida profesional, y le incita no solo a tomar un diplomado en creación literaria, sino a estudiar y concluir la Licenciatura en Lengua y Literaturas Modernas (Letras Inglesas). La revista digital Punto en línea publica su crónica literaria “El centro del reino”. Actualmente trabaja en su primera novela, y funge como Jefe de Extensión Académica en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM.
Ilustración de Leopoldo Méndez.