por Victoria Beltrán
Recuerdo haber ido al zoológico y recuerdo que amaba a los animales, pero al ver a los habitantes del zoo mi decepción fue enorme. Esos seres no se parecían a las creaturas que yo había visto antes. Era como si el velo del cautiverio oprimiese de tal manera la pureza de su animalidad que las fieras parecían la sombra desfigurada de lo que alguna vez fueron. Sus conductas bajo el yugo de la ociosidad y el confinamiento eran simplemente de no creerse. Se picaban los ojos, se masturbaban frenéticamente, saltaban una y otra vez muros que no podían salvar, lastimándose; orinaban a la concurrencia. Las reacciones de las personas también me desconcertaron, aplaudían que los animales se laceraran, se burlaban de su dolor o atestiguaban sus juegos sexuales con fascinación.
El malestar dentro de mí se transformó en una sensación acuosa que me impedía distinguir de qué lado de la reja me encontraba. La racionalidad desdibujó sus pálidas líneas.
***
Los dedos de Q aplanaron rápidamente el papel aluminio sobre la ventana mientras R removía el espejo. La sedienta hoja bruñida mordió la carne del canto de la mano de R, quien casi suelta el cristal. Sin pensarlo, al instante siguiente X y yo nos encontrábamos a su lado, sosteniendo, como fuera, el espejo.
Nos encontramos aquí desde el toque, siempre imaginé la trompeta angelical como algo. aunque terrorífico, glorioso. El toque, por el contrario, simplemente se desparramó como un cuajo grisáceo empañando no solo los cielos, sino nuestras vidas, opacas de por sí. Y todos supimos —como si estuviéramos programados—, que debíamos buscar refugio, puesto que las ondas crepitantes habían llegado.
R, X, Q y yo, no nos conocíamos, ni siquiera nos caemos bien, simplemente coincidimos al separarnos de la estampida, llegamos juntos al establecimiento, vencimos la resistencia de la cortina de esta estética y nos introdujimos a nuestra inmóvil arca contra el siniestro crepitar.
Nadie sabe exactamente qué hace el crepitar, solo se sabe que hay que temerle; evitar a toda costa que entre donde tú estás, unos dicen que el sonido te enloquece, otros que es contagioso —sin que atinemos a saber qué o cómo se transmite—, unos más proponen que te fulmina en el acto. Llevamos tatuadas en la mente las indicaciones oficiales que tapizan postes y paredes, y que de tanto repetirse en los medios realmente ya ni les ponemos atención: Cubrir las ventanas con papel aluminio; si se corre, con suerte colocar sobre ellas espejos y dejar las luces encendidas todo el tiempo, hasta cancelar el día y la noche. Asimismo, sabemos que hay que dejar correr el agua unas dos horas diarias, bueno eso de las dos horas fue motivo de una violenta discusión entre los cuatro, porque solo sabemos que hay que dejarla correr sin propósito, pero uno decía que era cada ocho horas, otro doce y así.
Y no cuestionamos las medidas, ni siquiera nos preguntamos qué relación hay entre la luz, los reflejos y desperdiciar agua con una omnipresente crepitación de la que también desconocemos las consecuencias. ¿Alguien sabe si los espejos amortiguan el sonido? Avísenme.
Llevamos menos de cuarenta y ocho horas desde el toque y no solo es que somos extraños entre nosotros, sino que empezamos a ser desconocidos para nosotros mismos. En este tiempo ya nos comimos la pasta dental y brindamos con loción, agotamos las baterías de nuestros celulares intentando encontrar señal y rompimos el cable del único cargador disponible por disputárnoslo, Q se lastimó un oído gritando que si no escuchaba la crepitación, ésta no existía y así podría salir a salvo, X con alegría pueril saqueó la caja del local, solo para deprimirse minutos después, porque aquí encerrados no hay nada que adquirir, ni existe promesa de castigo o redención; tampoco podemos ver la televisión porque R se terminó la baterías del control remoto en tiempo récord al cambiar los canales sin sentido. Y mientras, yo me entretengo haciendo comparativos de la velocidad con la que rueda una pelota de papel empujándola con el aire de diferentes pistolas secadoras.
Al mismo tiempo que nos comportamos estúpidamente parecemos devorados por la necesidad de que alguien apruebe nuestra mediocridad, que nos diga que es adorable, que no se puede esperar más de nosotros.
La verdad tampoco es que seamos un desastre, intentamos ser observantes, pero hay situaciones que nos rebasan, por ejemplo, no tenemos ni idea de qué hacer durante los frecuentes cortes de luz. Cuando ocurrió el primero, revolvimos la estética buscando velas, mismas que no encontramos —lo que hasta cierto punto me tranquiliza, de otra forma ya nos las hubiéramos comido—. Y lo de dejar correr el agua es una indicación que obedecemos sin entender. De las llaves apenas sale un agonizante hilo que tenemos que racionar y pasamos sed con tal de desperdiciar agua por dos horas, porque nos han dicho que con eso se contiene el mal que nos acecha… que no sabemos cuál es.
***
Los osos polares se encontraban en un espacio con un decorado infantil en el que flotaban pedazos de huesos y carne. Uno de esos animales, si no se afilaba las garras en su propio muslo, se quedaba viendo embebecido las gotas de agua que caían de un tubo.
***
En algún momento durante estas cuarenta y ocho horas discutimos sobre la razón de dejar correr el agua. R dijo que era un tributo para apaciguar la cólera divina por la prohibición de las guerras de cubetazos en Sábado de Gloria, Q afirmó “saber de buena fuente” que se trataba de una estrategia gubernamental para activar unas súpersecretas instalaciones audioeléctricas (¿?) y así remover al crepitar, cuando X dijo enojado que las hidroeléctricas —ya no eran audioeléctricas— son una leyenda del periodo neoliberal, empezaron a discutir a gritos y yo todavía tuve el atrevimiento de recordarles que aquí no hay gobierno, tenemos un patrocinio corporativo, pero al Estado hace mucho lo superamos… En fin. lo único que les puedo decir es que las básculas son una burla, ninguna de ellas registra lo pesado que cuatro cuerpos pueden hacer un ambiente.
Ahora que tampoco es que no nos divirtamos: hemos recuperado la deliciosa sensación de girar con vuelo una silla, pero cada carcajada nos recuerda que no tenemos comida, cada cagada nos recuerda que el agua escasea y los hieráticos espejos, que no hay escapatoria.
***
La jaula de los lobos daba a la de los caribúes, el diseñador del zoológico debió ser un sádico, ninguna de las dos especies tenía descanso, engarzadas como se encontraban a diario y a toda hora, en una cacería tan estéril como interminable.
***
Al ver la sangre correr en la palma de R y tener que hacerle una curación con esmalte de uñas, mi paciencia se adelgaza. Pero la verdad, no sé qué hacer, no quiero seguir aquí y tampoco logro reunir el coraje para decirles que salgamos a enfrentar lo que sea que esté afuera o, por lo menos, que dejemos de desperdiciar agua.
En eso escuchamos unas risitas poco humanas fuera y alguien, o algo, empezó a levantar la cortina. Un contradictorio sentimiento irracional nos congeló, al sentirnos al mismo tiempo salvados o inminentemente amenazados.
Lo primero que vi fue un recuadro de luz algodonosa acompañado de un suave susurro de viento entre árboles. La crepitante devastación prometida no nos rodeaba. lo que en lugar de aliviarme me desconcertó todavía más.
Conforme la cortina siguió subiendo pude distinguir unos botes de palomitas. Del otro lado del cancel un heterogéneo grupo de animales nos observa con la misma lejana condescendencia de los visitantes de los zoológicos, mientras comen golosinas ruidosamente.
R saca el pito para orinarlos, Q volvió a aplaudirse las orejas y X salió disparado en dirección contraria a la entrada del local. No necesito voltear para saber que se encuentra saltando una y otra vez contra la pared, me basta ver los ojos de las fieras.
Un cachorrito hizo el ademán de lanzarnos un cabo de vela; su enojada madre lo rodó con un zarpazo. Y yo siento como la boca se me llena de saliva.
Victoria Beltrán es defensora de Derechos Humanos, licenciada en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Actualmente es abogada en una organización de la sociedad civil. Escritora por las madrugadas, lectora-acróbata del transporte público. Tiene una gata verde.
Arte: Paul MacCormaic, Autorretrato como animal enjaulado