por Mariana Brito Olvera
Las fotografías permiten la posesión imaginaria de un pasado irreal.
-Susan Sontag
Fotografía obligada
Hoy es un gran día, sonríe, me dijo tomándome por los hombros para enderezar mi espalda.
La misma orden se emitió al menos una veintena de ocasiones.
La niña posando con falda de rock and roll, la niña vestida de ángel cantando villancicos, la niña con corona de reina de primavera, la niña bailando el Kasachok, la Flor de Piña, la ventanita de tu amor se me cerró.
Pero siempre hay que sonreír, me había dicho.
Me pide que pase al centro del patio de la primaria. Jala mi brazo para apresurarme. Mi vestimenta es la de una bailarina de cancán. Mallas caladas, gargantilla y una enorme pluma de ave sobre la cabeza. Mis compañeros alrededor, mirando. Me obliga a alzar un poco el vestido para que luzcan los holanes de colores. Esbozo una sonrisa. Después mi madre trae a mis dos hermanos. Ahora tómenos una juntos, le indica al fotógrafo. Yo no me he movido, no puedo moverme. Al lado de mi madre soy una fotografía perpetua. Mis hermanos hacen lo mismo que yo, también van aprendiendo a posar. Hay tres niñas en un rincón. Ríen y una se tapa la boca con la mano derecha mientras nos voltea a ver.
Detrás del ostentoso vestuario que me adorna, se trasluce el hartazgo de mi madre. No se ha maquillado y su ropa está arrugada. Mis hermanos le jalan insistentemente las mangas del saco y a mí las mallas me molestan, los holanes del vestido me pican. Evitamos mirar a la cámara. Nuestras miradas perdidas se fijan en puntos distintos. Aunque todos estamos ahí, en la fotografía no hay nadie.
Al pasar una a una esas imágenes entre mis manos me da la impresión de que aquellos momentos no fueron vividos naturalmente, sino que alguien los fabricó para que los viviéramos así. Y para que las demás familias también los vivieran así. Recuerdos artificiales perpetrados en una fotografía obligada.
Pero mi memoria no se somete y sé que aquellos no fueron los días más amados sino otros, de los que probablemente mi recuerdo es la única fotografía. Mi madre, mi hermana, mi hermano y yo echamos una cobija en el piso de la sala, inclinamos la pantalla de la televisión y vemos una película mientras el perro pasa de vez en cuando por encima de nosotros.
Fotografía duplicada
Apenas puedo sentarme. Me han puesto en una silla frente al escritorio. Sostengo una pluma en la mano y la recargo en mi frente, en pose de bebé intelectual. Pese al esfuerzo por hacerse invisible, alcanzo a ver una mano que sujeta mi brazo para que esa postura se mantenga mientras me toman la fotografía. Se ve un libro que supuestamente hojeo: es de diseño de modas. En la pared que hay detrás de mí están pegados los bocetos de modelos con ropa diseñada por mi madre.
Las madres y padres buscan preservarse en los hijos a partir de la repetición.
Mi madre deseaba que yo fuera diseñadora de modas. Intentó enseñarme a dibujar, pero nunca pude entender las escalas del cuerpo humano; intentó enseñarme a trazar, pero no pude siquiera manejar las escuadras; intentó enseñarme a coser, seduciéndome con la idea de que algún día podría hacerme vestidos hermosos, pero no me gustaban los vestidos, en aquella época era feliz con pantalones de mezclilla y playeras holgadas.
Mi abuela le había enseñado desde niña el arte de la costura y, poco después, cuando murió, mi madre asumió esa labor como una herencia querida, como una forma de hilvanar el recuerdo de la figura materna. Solía coser a contraturno, alterando el silencio de la noche. Extendía sus manos sobre la máquina de coser y sus pulgares e índices formaban un curioso triangulito. Debajo de sus manos estaba la tela, que iba siendo empujada por sus dedos. Pasaban las horas, marcadas por el vaivén del pie derecho sobre el pedal, y ella permanecía con la mirada fija en ese trozo de tela, como si el mundo se redujera a esos fragmentos que tenía que unir con el triángulo de sus manos. Sólo volvía a alzar la cara y a mirar a su alrededor cuando todo estaba listo y aquellos pedazos informes se habían convertido en una blusa o una falda.
Compartirme ese conocimiento era preservar la memoria de la abuela que no pude conocer y de prevenir su propia desaparición. Tal vez en el fondo mi madre tenía miedo de la muerte y por eso buscaba convertirse en fractal que se repitiera hasta alcanzar eternidad en nosotros, en nuestros hijos y en los hijos de nuestros hijos.
Mucho tiempo después encontré el libro de diseño de modas que había servido para aquella sesión fotográfica. Las páginas están llenas de mis rayados infantiles. Fue ése mi primer desencuentro con ella. Después hubo cada vez más porque aunque éramos madre e hija no supimos permanecer juntas. Entonces yo encontré mis propias maneras de preservarla en las cosas que amo. Así es como los rumbos de las familias cambian.
Fotografía inconclusa
Niños, vengan a la foto. Escuchamos decir a veces. Entonces corremos a nuestro cuarto y vaciamos la caja de juguetes para elegir el más especial, el que será digno de salir en la foto. Nos rehusamos a salir sin ninguno, como si el hacerlo resultara igual a salir sin una pierna o un brazo.
Desde niños ya sentimos que algo nos falta. Nunca estamos del todo completos. No nos bastamos a nosotros mismos.
Mi hermano sale con un diablito de peluche a quien nombró Diablura. Entonces decimos que mi hermano va con su Diablura a todas partes. Nos gusta la ambigüedad de significado que encierra esa oración, porque es un niño inquieto y grosero. Su Diablura se perderá después en una de las numerosas mudanzas y a partir de ahí mi hermano será un niño tranquilo.
Yo poso con ranas de peluche, de cristal, de fieltro. Cuando me preguntan por qué me gustan tanto digo las ranas son un corazón saltarín. Un día mi madre me regala una de verdad. Hasta ese momento caigo en la cuenta de que, pese a ser coleccionista de ranas, nunca había visto una real. Me dice cierra los ojos mientras abre la palma de mi mano y deposita algo suave. Al primer movimiento, abro los ojos y me encuentro con otros ojos negros y saltones que me miran amenazantes. Su piel húmeda me desagrada. Grito horrorizada y el anfibio sale por los aires. Las ranas son siempre más bellas en la ficción que en la vida.
Los objetos son fragmentos de nuestra memoria. Parte de lo que somos se cifra en ellos: se vuelve palpable y nombrable.
Fotografía a cielo abierto
Nadie de mi familia tiene el más mínimo sentido estético de la fotografía. Pero eso a ellos no parece haberles importado nunca.
Toman fotos mal encuadradas de la bebé. En una, la bebé no tiene el brazo izquierdo; en otra, no tiene pies; en otra, su cabeza termina donde debería empezar su frente. Tampoco suelen reparar demasiado en los fondos: a lo lejos se entrevé la extraña disposición de los muebles, barroca por necesidad. En la imagen no hay lugar para el silencio.
A veces recapacitan y piensan que no está bien que la bebé siempre salga en la casa de muebles abigarrados y grietas en las paredes. La bebé debería salir con un paisaje de fondo más hermoso. Entonces les parece buena idea subir a la azotea con la niña en la mecedora. Alguien, de quien sólo se ven los brazos, sostiene la mecedora por encima de su cabeza.
Se lanza la foto: una bebé en las nubes, con todo el cielo tras ella.
Fotografía velada
Somos tres niños. Estamos afuera de nuestra casa, en el pasillo de la vecindad. Las paredes son salmón descarapelado. Algo esconde nuestra madre dentro de la casa. Lo sabemos porque seguimos en pijama y aún así nos lleva al pasillo para tomar la fotografía. A pesar de que tenemos sueño, sonreímos como nos lo pide.
Hay algo que la fotografía oculta más allá de lo que muestra.
Mi madre trata de dejarlo fuera de la imagen, creyendo que en un futuro miraremos la foto y pensaremos que nuestra infancia era eso: la modorra de los sábados, nuestras pijamas, las caricaturas.
Pero nuestras pijamas están sucias y viejas, nuestros cabellos despeinados. No importa cuánto intente disimular: la vecindad se desmorona.
Tal vez mi madre se levantó esa mañana desesperada de su propia miseria y queriendo negarla, nos despertó, nos sacó al pasillo y tomó la foto.
Ilustración: Fotograma de As I Was Moving Ahead, Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty (2000), dir. Jonas Mekas.