Cuencas que todo lo ven


por Liliana Flores


La estamos viendo desde la ventana. Ha estado ahí desde las siete. Si es que no llegó antes, pero cuando Andrea se asomó para abrir las persianas la miró ahí, tumbada a unos metros sobre el pastizal. “Lidia, ven”, me dijo y yo me asomé también para ver de qué se trataba. Son las tres de la tarde y sigue ahí. Pensábamos que si no le hacíamos caso se iría. Así que nos pusimos a hacer los deberes, lavamos la vajilla, desempolvamos las repisas y Andrea hasta se puso a remendar unas faldas. Ahora que decidimos echar un vistazo rápido vemos que sigue ahí. No se ha movido mucho. La diferencia es que ahora tiene ambas manos apoyadas y el torso casi pegado al suelo. Su vestido rosa no parece muy viejo; Andrea, como tiene mejor vista, dice que sus zapatos se ven en buenas condiciones.

Sabemos que puede vernos también, pues mantiene el rostro dirigido hacia nuestra ventana. Nos pone la piel de gallina, así que agradecemos al enrejado que hace poco pusimos alrededor de la casa.

“Mejor nos acercamos y vemos qué quiere”, sugiere Andrea. Yo me niego: “No. No. Sí algo quiere ha de venir hasta aquí. ¿Cuántos metros son? ¡Y desde las siete de la mañana! Aunque sea arrastrándote llegas”.

La chica del pastizal continúa igual. Se está nublando, no puede permanecer ahí por más tiempo. Andrea se encoje de hombros. Bajamos las escaleras y nos dirigimos a la cocina. Ella corta unas verduras sobre la tabla y yo limpio los alverjones.

“¿Crees que alguien la haya mandado?” susurra después de un rato. Suelta el mango del cuchillo y se limpia la mano en el mandil. “¿No se te hace raro que simplemente haya aparecido por ahí y que no se mueva?”

Niego con la cabeza aún muy pendiente de la tarea que estoy realizando. “No. Ya sabes que los niños a veces rondan por aquí, a veces hasta se esconden en el granero”. Ella suspira, “sí, pero esta no es una niña, Lidia”.

Escucho la preocupación en su voz y suelta “¡qué se vaya de ahí!”, cuando le pregunto qué la haría sentir más tranquila. Dejo los alverjones de lado y busco su mano a través de la mesa, asiento levemente y deposito un beso sobre sus nudillos. Le sirvo un poco de tarta de manzana para pasar la tarde. Se nos ha ido el día en la limpieza y las niñas a las que Andrea enseña punto de cruz no demorarán en llegar, por lo que debemos aguardar para hacer nuestra comida completa un poco más.

Pronto se quita el mandil y saca algunas sillas al jardín para empezar su clase puntual. La sigo con una mesita redonda en los brazos y vuelvo dentro para buscar su bolsa de hilos y el cuadrille ya cortado en pedazos. Cuando salgo por segunda vez, la encuentro terriblemente nerviosa sobre los escalones del porche. Está fumando. Con la mano que no sostiene el cigarrillo se está frotando la pierna que se le mueve impaciente. “Como que hoy no me apetece tener la clase aquí afuera”, lo dice con un tinte de decepción. El día es maravilloso para una sesión al aire libre. No hay viento, y a pesar de las nubes que amenazan con una tormenta, todo está muy tranquilo por el momento.

Me siento a su lado. Le pido una calada. No fumo a menudo, ella lo hace únicamente cuando está nerviosa. Ambas estábamos tratando de ignorarla, mas es imposible. “Parece que se acerca cada vez más. ¿Ya viste?”, me pregunta sorbiendo la nariz. El humo le hace daño, sin embargo, da una calada más profunda.

Intento no ser tan evidente cuando miro hacia la chica. Sólo muevo los ojos y asiento hacia Andrea, que saca otro cigarrillo de quién sabe dónde y lo enciende. “Me estoy asustando, Lidia. Mucho”. Le doy un apretón rápido a su pierna y me cruzo de brazos. El enrejado claro que puede contener a una chica de su complexión.

“¡Maestra Andy!”, las primeras niñas comienzan a llegar. Andrea apaga el cigarrillo y lo coloca sobre la cornisa de una de las ventanas. Se amarra el cabello con un listón y se sienta al centro del pequeño círculo que formamos con las sillas del comedor. Yo me quedo sobre los escalones del porche. Todavía veo por el rabillo del ojo cómo mi compañera tiene razón. La chica se está acercado. Se arrastra hacia nosotras con intenciones desconocidas que me congelan el cuerpo.

Veo que Andrea continúa con sus piernas inquietas mientras ensarta los hilos en su aguja, a veces la niña que tiene a su derecha le ayuda y ella sonríe someramente a modo de agradecimiento. Luego de un rato se pone de pie para echar un vistazo a los trabajos de todas sus alumnas. Va muy desgarbada mientras camina de lado a lado, tiene las manos detrás de su espalda y no ha dejado de relamerse los labios. No había estado tan inquieta desde hace mucho.

A las seis de la tarde, cuando las niñas se han ido, sirvo la cena; ella se encarga de los cubiertos y los vasos de agua. Las sillas siguen en al jardín, así que nos sentamos en unos banquillos de madera que usamos para trepar y cambiar los cortineros o limpiar sobre los anaqueles de la cocina. Ella apenas y picotea su plato, pero no se niega a una rebanada de pan de molde con mermelada. Pongo un poco de agua en la tetera, un té de valeriana le caería muy bien. La oigo refunfuñar en su camino hacia la sala, ahí se deja caer sobre el diván y cierra los ojos.

“Creí que ibas a leer”, le digo mientras atizo la chimenea, luego me recuesto a horcadas sobre ella. Enrosca mi cuello con uno de sus brazos, con el otro me acaricia la espalda. “Estoy descansando los ojitos”, dice y me río. Está más estable ahora que ha olvidado por un momento la extraña presencia de allá afuera.

Le planto algunos besos en la línea de la mandíbula. Sonríe y me aprieta más contra su pecho. Pienso si será prudente irnos a dormir temprano después de todo el ajetreo y ruego que cuando apaguemos las luces ya no haya nadie reposando sobre los pastizales.

“Anoche soñé que la casa era de cristal”, suelta de repente, cuando creí que se había quedado dormida. “¿De cristal?” Asiente con los ojos cerrados. Ahora su mano acaricia el cabello de mi nuca. “Sí, de cristal. Tú y yo no podíamos besarnos. No había cortinas y mucha gente nos miraba desde el jardín, el patio trasero… desde todas partes. ¿Crees que la hayan enviado?”

Su voz vacila en la pregunta. Su pulso se acelera. “No, ¿para qué?” Abre los ojos y habla a escasos centímetros de mi boca: “Para decirles a todos que ese cuento de los esposos es inventado. Que no somos ni primas, ni cuñadas, ni concuñas, ni nada de eso que creen”, levanta una ceja y me planta un beso, que se convierte en otro y en otro que escala cuando su boca se abre y sus manos se aferran a mi cadera.

“Tendría mucho miedo de que nos separen”, dice buscando los botones de mi vestido. Hace más viento ahora. Escuchamos cómo se azota la puerta del granero. Andrea me aprieta cuando empiezo a moverme para zafarme del agarre. “No vayas, hace frío”, pero me levanto, le doy un beso rápido en la mejilla y corro. No es mala idea la de irnos a dormir temprano.

Me dirijo a la puerta trasera y cruzo el patio para cerrar el granero, no es la primera vez que se abre con el viento, así que coloco una madera pesada para evitar que ocurra de nuevo. Siento cómo la temperatura baja y llevo los brazos a mi pecho para contener el calor. Una vez cerrado, miro desde ahí cómo la indeseable visita continúa postrada en el mismo sitio. Andrea no debe verla, no ahora que se encuentra tan tranquila, es capaz de fumarse diez cigarrillos más si la nota. Mientras la estoy observando, ya sin un ápice de discreción, inclina la cabeza y se ata el cabello en un moño, entonces se arrastra otro centímetro hacia adelante. 

Hago un gesto, tentada a acercarme cuando escucho el sonido de la tetera, al girarme para volver: “¡Señorita!”, estoy cerca del ataque cardiaco, “mi hija olvidó aquí su material de bordado, ¿se encuentra su… amiga? Nadie me abre”. Hago un gesto con el corazón agitado; se trata de una señora regordeta con el cabello cano; percibo su sarcasmo y amabilidad forzada. “Hoy se trabajó en el jardín. Los materiales deben están por ahí, si gusta checar. Mi amiga está ocupada por el momento”.

“Creí que eran primas”, suspiro. Ella sonríe mostrando los dientes. Estoy considerando la idea de bordear toda la propiedad con cerca de púas. “En realidad, somos colegas del club de bordado. Ella es la fundadora y yo la presidenta”, la señora hace un gesto. La guio hasta la entrada, rodeamos la casa del lado izquierdo. El material de su hija se encuentra debajo de una de las sillas aún dispuestas en círculo. Lo coge a la mala y lo guarda en una bolsa de manta que va muy arrugada. “A su amiga se le da muy bien eso del punto de cruz; agradézcalo”, gruñe y se va sin más.

Cuando llego a la cocina, Andrea ya tiene dos tazas sobre la mesa y su camisón para dormir. “Hoy se me hizo un buen día para acostarnos temprano, pero primero la valeriana”, me dice con una sonrisa.

Unos minutos después subimos las escaleras a trompicones. En este momento agradezco con el corazón que la casa no sea de cristal.

Andrea duerme hasta tarde. Me escurro de entre sus brazos y bajo para preparar el desayuno. Cuando subo con una charola para ella, la encuentro mirando a través de las persianas, está descalza y se protege del frío con una sábana muy delgada que se arrastra. “Sigue ahí”, murmura. Coloco la charola sobre la encimera y me acerco para corroborar lo que temía. “Está más cerca”. Tiembla. Busco uno de sus abrigos en el ropero y la obligo a usarlo de inmediato. Se sienta muy a la orilla de la cama, no deja de negar con la cabeza. Llora. “Alguien la envió”, ya no es una pregunta. A estas alturas pienso lo mismo.

“¡Alguien la envió!”, repite entre lágrimas, se pone de pie y baja corriendo hasta la puerta de entrada, intento seguirle el paso, pero me golpeo con la encimera. Ella se me adelanta por mucho, todavía con los pies descansos y sin nada aparte de ese abrigo gigante que se le resbala por los hombros. La llamo, porque hay que pensar en algo antes de salir; ella lo sabe, se detiene en el recibidor, recoge su cabello y se gira para mirarme. “Lidia”, susurra; sus dientes castañean, la piel de sus piernas se eriza.

Luce tan pequeña al lado de las ventanas, como si esta Andrea tuviera miedo hasta de respirar. Me pregunto si ya lo presentía. El lunes estuvo toda la tarde corriendo las cortinas y bajando las persianas, no quería mirar ni siquiera a través del cristal de la puerta de la cocina; cuando le pregunté por qué sólo se inclinó de hombros y me dijo “hoy no estoy para eso, nada más”. Luego averigüé, con Martita, la chica que lava las alfombras una vez al mes, que Andrea le había comentado cómo las procesiones fúnebres la ponían incómoda y cómo vislumbró una a lo lejos ese mismo lunes por la mañana.

Por lo que escuché, era un grupo bastante reducido con un féretro muy pequeño que estaba vacío. “¿Qué?”, le pregunté a Martita. “Sí”, dijo, “vacío porque nunca encontraron a la muchacha, era más bien un funeral simbólico. Algo para que pudiera descansar en paz”.

Andrea nunca me dijo nada. No sé si se enteró de los detalles, no obstante, cuando estuvimos enredadas entre las sábanas, mencionó: “los caminos de rosas me perturban” y se aferró a mi cintura, ocultando su cabeza en mi pecho. “Los caminos de rosas que te llevan al cementerio”, aclaró. Marta mencionó algo parecido. Es una tradición, me parece.

El martes corrió las cortinas del recibidor desde que estuvo despierta y se sentó a bordar, me dijo: “tengo mucho miedo de perderte”. No entendí la razón. Con las ventanas abiertas se acercó a mí y me besó. “Tengo mucho miedo de perderte sin que nadie sepa cuánto te amo”.

Ahora pienso en cómo hace unos días planeábamos comprar unos boletos de tren para conocer el centro del país en Navidad. Íbamos a ser la señorita Eleonor H. y la señora Carla R. Prometidas de unos empresarios emergentes al sur del país, si alguien preguntaba. Estaba muy contenta, hasta se hizo una falda de tul escarlata, dijo que ese color estaría en boga durante el invierno.

Antes de ayer, mientras me probaba un par de zapatos en la ciudad y ella me esperaba del lado de los vitrales de la tienda, me susurró: “Lidia, estoy cansada de ser la señorita Eleonor, quiero ser la señorita Andrea, aquí y en todas partes”. Recuerdo haber hecho un gesto y descartar los mocasines. “¿La razón?”, inquirí y se encogió de hombros.

Andrea suele encogerse mucho de hombros, su lenguaje corporal es exquisito a pesar de ser la más parlanchina de nuestra relación. Hoy que se encuentra tan asustada no sé ni qué decir, únicamente la abrazo con fuerza y sólo la suelto un momento para acunar su rostro entre mis manos y besar sus labios. “Tenemos que detenerla”, me dice y se aleja para quitarle el pestillo a la puerta.

El cielo está pintado de gris, con unos cuantos brochazos claros más al horizonte. La escasez de luz hace que los pastizales parezcan muertos y que el vestido de la chica se vea más opaco y las sombras que anidan en su rostro se perturben. En este momento la vemos más de cerca. Distinguimos sus facciones, los moretones que adornan su mandíbula, el color de su cabello. Lo peor de todo son sus ojos, o bien, la falta de ellos. Andrea llora al percatarse y se aferra a mi brazo.

“Las veo”, murmura señalando sus cuencas, enseguida se arrastra unos centímetros más. Andrea grita: “¡Largo! ¡Largo de aquí!”, la chica se ríe y se arrastra nuevamente. Se encuentra muy cerca ya del alambrado.

“Son como yo”, musita. No puedo quitarle la mirada de encima. De pronto, percibimos más ruidos provenientes del granero. Golpecitos secos contra las paredes y vocecitas ahogadas que no dicen nada. Una señora aparece a nuestras espaldas, como si se hubiera colado por la puerta trasera. “¡Señoritas! Disculpen, pero mis niños se quedaron encerrados en su granero desde ayer y ya viene la hora de la merienda”.

Hay más gente rodeando la casa. Unos llegan y toman asiento en las sillas que no devolvimos al comedor. No sabemos qué hacer, Andrea se ha convertido en una masilla indefensa que no ha dejado de llorar. Cómo puedo ayudarla, si ella es la más valiente de las dos.

“Todo el mundo ya las vio”, dice alguien a nuestro lado mirándose las uñas, como restándole importancia.

“Las rosas, las rosas, ¿en dónde pongo las rosas?”

“Haz el camino, Martita. Ellas ya se van”.

Andrea me toma de la mano y me arrastra de regreso a la casa. Le pone seguro a las puertas, corre a la sala y se deja caer contra el diván. “Te amo”, dice y palmea su pecho, una invitación a que me recueste sobre él. Fuera hay mucho ruido. Andrea sisea cuando intento levantar la cabeza. Luce serena. Esa es su posición favorita para tomar la siesta; la tranquiliza. Parece que nuestros corazones se sincronizan, ambas sentimos cómo el olor de la otra nos envuelve y nos llena de paz. Deposita varios besos sobre mi frente y habla: “iremos al teatro; si nos encontramos a alguien que quiera cortejarnos le diremos que estamos casadas la una con la otra, ¿estás de acuerdo?”

Sonrío, ella no puede verme. “Me hubiera gustado besarte en el parque”, susurro y me levanto para rozar sus labios. Es un beso casto, sin embargo, posee una carga increíblemente poderosa. Es un beso inundado en miedo y cariño.

El cielo cruje. A pesar de que no puedo verlo sé que está más gris que nunca, sin motas claras por ningún lado. Va a caer una tormenta, si mi pronóstico no falla, durará horas. Después los pastizales seguirán viéndose marchitos y la chica del vestido rosa seguirá ahí, tirada a unos pasos del enrejado, con el cabello recogido y sus cuencas sin ojos.

La sala se oscurece. Ojalá hubiera echado un vistazo a través de las ventanas antes de recostarme. Los otros seguro que también continúan ahí, haciendo valla con sus cuerpos, no sabemos de dónde salieron o si fueron enviados, quizá fueron parte de ese cortejo fúnebre del que habló Martita, quizá ella ha estado envuelta en todo esto desde el inicio. Creo que los caminos de rosas también me perturban.

“Tenía mucho miedo de perderte sin que nadie supiera cuánto te amo”, me dice Andrea después de un rato. Hay un fuego creciendo en la cocina y el granero ya está en llamas. Le respondo: “no te preocupes, cariño, ellos ya lo saben”.



Liliana Flores (Atlixco, Puebla). Egresada del Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, ha sido publicada en antologías como Diversidad(es) (2021) y Minificciones en invierno (2022); así como en revistas digitales tales como El creacionista y Fatum. El andar de las letras.

Arte: Andrew Wyeth, Christina’s World

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