En el fondo


por Belem Medina


Nunca me desagradaron los gatos, desde pequeño he estado en compañía de ellos. Me gusta verlos a los ojos porque en ellos reflejan su temperamento. El maullido es el único acto de inferioridad que demuestran, ya que, en él, comunican al humano su necesidad.

Viví un tiempo en compañía de cinco gatas. Todas de carácter distinto. Nunca dejaron que las tocara, pero me reconocían y aceptaban mientras llevara la bandeja de croquetas. Eran animales salvajes, nunca llegaron a vivir completamente conmigo. Entendía bien que si maullaban era porque me llamaban, porque algo de mí necesitaban y yo sabía obedecer a cambio de nada.

Habitaban en la azotea del edificio donde vivía. Nunca se iban del todo o permanecían cerca. El cascabeleo de las croquetas era suficiente para llamarlas. Bajaban de las bardas y rincones donde solían refugiarse y se amontaban para comer lo más rápidamente y alejarse de nuevo. Entre ellas había una peculiar: era blanca de orejas negras, de pelaje revuelto y abundante al igual que su cola, además tenía unos ojos, unos malditos ojos amarillos que miraban con asco y desdén por encima de todos. No se apresuraba para bajar. Tomaba su tiempo. Desde lo alto de la azotea observaba y cuando estaba lista, bajaba, apartando a las demás entre siseos.

Sabía tomar mi distancia. La observaba y cualquier acto o deseo por acercarme, terminaba con sus colmillos de fuera y las garras advirtiéndome que mejor me alejara. Ella odiaba ser tocada, pero yo la deseaba, más que a todas las demás. Anhelaba la sumisión de la mascota, el ronroneo, el golpecito de su cabeza como muestra de cariño. Había cicatrices en mis manos de intentos fallidos. Juguetes y mimos estaban de más. Ellas no querían nada de eso ni de mí, sólo el alimento sin mi presencia. Sólo eso y nada más.

Pero se fue. Un día no volví a verla más. Recuerdo la noche en que el viento golpeaba la ventana y los árboles se doblaban por la violencia del aire. Subí a verlas. Se refugiaban de las inclemencias del aire en la casita de madera que había conseguido para ellas. Estaban ahí, dóciles, pero no Ella. No estaban sus ojos amarillos atravesando la oscuridad. Busqué cualquier zona alta donde pudiera refugiarse por encima de las demás. Intenté escuchar su maullido, necesitándome, pero el ruido del viento y las gotas azotando era lo único que logré escuchar. Tal vez mi deseo de encontrarla, no sé, fue lo que me hizo escuchar un leve maullido con la exigencia, el llamado que sabía reconocer como la orden dada para ser efectuada. Fue la tormenta lo que me negó cumplir con mi tarea. No pude. Bajé las escaleras, de regreso a mi departamento resignado, con el maullido en mi cabeza y la frustración enterrada en la carne.

Repetí la búsqueda los días siguientes. No había rastro de ella. Agitaba las croquetas para que se acercaran a mí, pero ella no vino más al llamado. Por las noches juro que la escuchaba. Estaba ahí, en algún lado entre mis paredes y mis oídos. Entre el techo y las sombras de los rincones. La escuchaba en todos lados. Se acercaba a mí entre sueños, con los colmillos afilados, maullando, hambrienta. Ofrecía mi mano, con alimento y ella tomaba mis dedos, royendo y masticando mi carne.

Y como si hubiera atravesado del sueño a lo real, mi carne comenzó a roerse. Inició como un salpullido en mi pecho, luego, el escozor, las heridas y finalmente las llagas. ¿Entre el sueño realmente me devoraba? Las heridas no cerraban, se pudrían, y las moscas rondaban por el techo hambrientas de la putrefacción de mi carne. Lavé todos los días mis heridas buscando aplacar lo corroído de mi piel. La medicina no hacía efecto lo suficientemente rápido para detener la infección. El zumbido de las moscas eran la prueba de que no me volvía loco. Estaban ahí, como muestra de mi errante cordura, ocupando los espacios de mi pequeño departamento.

Nada funcionó para detenerlo. En la vigía del sueño intentaba oírla. Era mi castigo por no acudir a Ella esa noche. La busqué, como intentando corregir mi error, pero nunca la encontré. El medicamento se convirtió en un placebo que duraba muy poco para la piel que quemaba y las náuseas que constantemente me invadían.

La última de las pestes apareció en el agua. Vomité gusanos y entre el chorro del grifo que me llevé a la boca, miré mas de aquellos seres agitándose en la comisura de la coladera. Dejé correr el agua de todas las llaves y fue cuando noté los trozos de pelo fluyendo en el líquido del grifo. Subí hasta la azotea. Las gatas estaban ahí, me miraron y huyeron como alejándose del felino de mis pesadillas. Trepé a la zona de los tinacos. Allí, uno de ellos estaba sin tapa. Me asomé, buscando que mi intuición se equivocara. Alumbré y en el fondo, ahí estaba, lo que se podía decir que quedaba de Ella.


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