Perder el miedo


por Manuel Mörbius


Salgo a caminar para estirar las piernas y despejar la mente. La noche en el pueblo me recibe con gatos erizados e incesantes ladridos de perros. Camino entre el chirriar de los grillos y la nostalgia por el sonido neurótico de la ciudad. Hacía muchos años que no caminaba por las calles empedradas. Miro las puertas de las casas donde hay altares y cruces, santos y vírgenes que resguardan la confianza en que las puertas resistan a todo mal. El pueblo tiene miedo, lo noto en las cortinas que se levantan tímidamente mientras paso por la calle. Todos están intranquilos después de que desaparecieron dos niños hace un par de semanas. Al respecto dijeron de todo, pero después de las explicaciones más comunes de la policía, por acá llegaron a la conclusión de que un nahual andaba suelto, que había empezado llevándose gallinas, después borregos y finalmente a los niños.

Personalmente también me gustaría creer eso. Andaría más tranquilo con un nahual y no con los tratantes y los narcos azorando las fantásticas explicaciones de un mundo triste y cruel. Mi abuela también se siente más segura con los motivos que le permiten aumentar su colección de crucifijos en la cocina, donde ella tiene un muro en el que cuelgan cruces de todos colores, tamaños y materiales: de madera, de latón, a veces dos palos unidos con un hilo.

El placer de la abuela se volvió encerrarse a fumar en la cocina y contemplar los crucifijos. Desde el momento que llegué al pueblo, ella me pidió que nos sentáramos para ver las cruces mientras ella fumaba ansiosamente cigarro tras cigarro. Tomaba cada cruz y, asegurándose que las tuviera bien agarradas, las ponía en mis manos contándome la historia de la iglesia donde las había bendecido, como esperando que alguna bendición fuera las más milagrosa, la que podría vencer a los monstruos.

La abuela ahora está muy enferma. Como todos en mi familia. Por eso nadie estaba disponible o tenía suficiente fuerza para llegar al pueblo. Todos opinaron lo mismo:

—Que vaya José Luis. Él no está enfermo y a los filósofos siempre les sobra tiempo.

Y aquí estoy.

No recordaba tan quieto al pueblo donde crecí. La neblina se mezcla con el vapor de mi aliento y las estrellas con el olor a vaca. Llevaba años sin pensar estas calles. Aquí me enamoré de Diana. Recuerdo perfectamente esta esquina y aquel día que corrí detrás de ella; creí que estábamos jugando, pero era una emboscada. Jacinto tenía puesto su pie y terminé con la cara sumida en un cúmulo de mierda que ellos habían colocado estratégicamente. Ellos, y otros niños, comenzaron a gritar: “El cerdito quiere un besito”.

En ese tiempo, en todo el pueblo no había niño más obeso que yo. Al parecer mis redondeces eran suficiente motivo para tener miedo a salir de casa. Todos los días las tonterías infantiles se volvían mi tortura medieval, y los niños eran inquisidores que se empeñaban en diseñar diferente castigos para mí. Me aislaron en un mundo donde tenía que escapar a rincones oscuros donde intentaba ocultarme de ellos, pero siempre me encontraban: “El cerdito quiere un besito de Diana”, y me lanzaban bolitas de mierda de perro en la cara o me empujaban hasta el corral de los chanchos y me obligaban a comer maíz crudo. En casa no aguantaba que mi abuela insistiera en que tenía que perderles el miedo y enfrentarlos, y así fue como terminaba sentado en el patio de la iglesia: el único lugar donde los niños no me molestaban porque les daba miedo acercarse al párroco, que los amenazaba con mandarlos al infierno si no se portaban bien conmigo.

El párroco salía a comer por las tardes y se sentaba junto a mí con un pan de dulce que partía a la mitad para compartirlo conmigo.

—¿Te siguen molestando?

—Sí —le respondía esperando que moviera alguna influencia divina.

—¿Te gusta leer?

—Sí —contesté desilusionado.

—Tengo libros que te pueden ayudar. Son libros que a nadie le muestro. Con ellos te puedes defender, pero va a ser nuestro secreto. ¿Quieres verlos? ¿Quieres perder el miedo?

Me proponía lo mismo todos los días. No sabía qué pensar, pero una tarde, antes de que el sol se derritiera en el cielo, solo vi grietas en mis día y acepté. Desde entonces reconozco que los límites de la realidad y la locura son una ilusión. Aun ahora escucho la voz del párroco diciéndome: “acércate”. Y recuerdo cómo me empujó a su mundo secreto. Desde ese día supe que Dios es culpable hasta que se demuestre que no se alimenta de los inocentes.

Mis padres no vivían con nosotros. Estaban a cientos de quilómetros pellizcando el sueño americano. La abuela era la única que cuidaba de mí y la pobre no sabía por qué, de buenas a primeras, enfermé, enloquecí, me daba diarrea, me daba asco ver las cruces y los santos. Me ponía como loco los domingos y no quería ir a la iglesia. Bastaba poner un pie en el atrio para que gritara, pataleara, mordiera y escupiera en la cara de la virgen. La abuela, angustiada y desesperada, me encerró en mi cuarto y, con la ayuda de los vecinos, me ató a la cama. Después llamó al párroco para que viniera de emergencia a sacarme al chamuco que llevaba dentro.

Esa tarde de horrible calor, llegó el párroco con la biblia y agua bendita en la mano. Pidió a todos que nos dejaran a solas, que no importaba lo que escucharan, no debían entrar al cuarto. La gente rezaba afuera y él y yo nos quedamos a solas. Lo que traía en la mano no era agua bandita ni la biblia. Me desnudó y él se despojó de su sotana. Dejó caer todos sus demonios en latín y me cortó la palma de la mano, susurrándome mientras sangraba:

—Vas a aceptar cada día que venga por ti, ¿entendiste?

Yo estaba mudo de miedo y él comenzó a beber de mi sangre. Sentía que estaba secándome por dentro y dejando mis pensamientos en las sombras más extrañas. Ya estaba por renunciar a la vida cuando el grito de Diana, y de los otros niños que estaban espiando junto con ella, que miraban por un agujero que había en el muro, alertaron al párroco. En su curiosidad por ver un exorcismo real, los niños terminaron echando un ojo en la grieta de la blasfemia donde el hombre desnudo saciaba su sed con mi mano sangrante sujeta al siniestro ritual.

Diana y los otros niños corrieron a decirle a todo el mundo lo que habían visto. No hubo tiempo de nada porque se encendió la mecha de la muchedumbre que entró por el anciano. Él intentó huir para preservar su arrugado pellejo estremecido con el viento seco de junio, pero, precisamente en esta esquina, lo alcanzaron y ya no supe más. Realmente nunca vi lo que la gente le hizo, pero todo el pueblo intentó olvidarse con aguardiente de la hoguera que encendieron aquella noche.

Después caí muy enfermo. Me quedaba en el cuarto dormitando con fiebres que no paraban y alucinaciones que mezclaban fantasmas con el humo de los cigarros que mi abuela fumaba sin parar. A la media noche me despertaba un olor fétido y en la habitación las sombras se movían con el viento. Después veía en una esquina a… alguien rodeado de moscas. Me miraba en un rincón y ponía su dedo índice entre mis labios. Aquella escena me estremecía y yo intentaba llamar a mi abuela, pero me quedaba mudo.

—¿Me aceptas? —susurraba la pregunta en mi oído.

Después de eso despertaba gritando trece minutos exactos antes del amanecer. Estaba muy débil y un doctor determinó que tenía que alejarme del pueblo. Así fue como terminé ocultándome en el anonimato de la ciudad, entre sus jaulas de concreto y desesperación, estudiando filosofía encerrado en bibliotecas, leyendo historias de ocultismo y recordando que dentro de la iglesia había visto símbolos poco sacros que llamaban a un orden secreto.

Algo había, pensé… algo había.

Ahora estoy caminando de noche. No recordaba que la esquina, donde Jacinto me había puesto el pie, era la misma donde habían linchado al párroco. En la penumbra dos personas se acercan a mí. Vienen con su criatura en brazos y caminan muy rápido, con la mirada agachada, como dos añejas almas en pena. La coincidencia me toma por sorpresa: son Jacinto y Diana. Quizás yo ya no esté tan gordo, pero tampoco siento que hubiese cambiado tanto como para que no me saluden.

Mirándola fijamente, Diana es la que voltea y me reconoce.

—¿Eres tú, José Luis? —dice aliviada.

Ambos se detienen y sonríen. Parece darles gusto verme y que no sea un nahual.

—Amigo, ¿qué haces aquí? —pregunta Jacinto animoso.

—Vine a cuidar a la abuela —les contesto cortante y apesadumbrado.

—Deberías regresar con ella. Ya nadie sale de noche por aquí. Nosotros recién venimos del doctor porque nuestra niña está enferma­ —me advierte Diana con su tono cálido y comprensivo.

Intento razonar y contarles cualquier cuento, pero la idea, descolgada de la noche, comienza a flotar en mi cabeza hiriendo mi realidad. Su bebé comienza a llorar y los perros del pueblo enloquecen con fuertes ladridos. Tengo miedo; la sed nunca se había sentido tan dulce y natural.



Manuel Mörbius (1984). Ciudadano de composta biomecánica, licenciado en sociología por parte de UAM-Xochimilco (error 404 de dicha institución). Escritor de ciencia ficción, horror y terror, e investigador independiente en los tiempo muertos de la morgue. Integrante del Seminario de Estéticas de Ciencia Ficción, CENIDIAP, INBAL.

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