La tranquilidad de pensar mientras se observa el fuego


por Lucila Gamboa


Los incrédulos decían que se trataba de un perro grande o de un oso. Eso tranquilizaba a los simples como usted, que intentan matar la verdad con un poco de lógica. Los demás, los sensatos, sabíamos que la explicación del perro o del oso servía para los tambos de basura volcados y tal vez para los cadáveres destrozados de las aves sobre el pavimento, pero no para lo demás. La desaparición de un niño en un barrio pequeño deja dudas; tres para nada es un número casual. Pero usted prefiere seguir creyendo en lo imposible: que un personaje común, un perro, por ejemplo, es capaz de partir en dos a tres niños y dejar los restos en el límite del monte, donde comienza la cuesta. Un perro no es lo suficientemente voraz, ni un oso tiene la sutileza necesaria para partir a un niño exactamente por la mitad y además dejar los despojos en el punto exacto, dispuestos para que un incauto testigo los encuentre. ¿Lo entiende ahora? No, ¿verdad? Pero si no es un personaje común, ¿qué es aquello que deja a sus víctimas sin entrañas y sin ojos? Cuentan que su apetito crece a la par de la luna. Tiene sentido, porque a finales de mes había más muertes. En los límites del bosque se podían encontrar también cuerpos de adultos y ancianos. Luego extendió su territorio. De camino a la escuela, en el margen del arroyo, entre la hierba, se veía de pronto un trozo de cuerpo que los niños mayores se apresuraban a rondar. Yo nunca vi ningún cadáver de cerca: mi hermana Paula me apretaba fuerte la mano y me hacía caminar aprisa, alejándome del bullicio. Y cuando los adultos comenzaron a considerar las posibilidades de ese personaje, cuando ya todos estaban en alerta, así, tan repentinamente como surgió la criatura, la masacre terminó. La gente se apresuró a olvidar y continuó con sus vidas. Yo no pude olvidar. No dormía por las noches. Apenas cerraba los ojos, la veía. Entraba en mi cuarto atravesando la ventana, y sus garras aceradas se apoyaban sobre mí. Yo sentía como mi cuerpo se separaba limpiamente en dos partes, tan fácil como se rasga una hoja de papel. Sus ojos negros parecían cuencas vacías. Olisqueaba mis vísceras antes de tragárselas. En ese punto, con los ojos bien abiertos del espanto, despertaba sudando frío. No sé todavía por qué la criatura me perdonó la vida tantas veces. Siempre he pensado que es ella quien acabará conmigo, y que mi sangre será así, fría y viscosa como el sudor que me recorre cuando sueño con mi muerte.

A Alejandra le gustaban los cuentos de terror. Claro, a mí nunca me pareció extraño. A todos los niños les gustan, ¿no es así? Recuerdo que los sábados nos quedábamos levantadas a esperar que mamá volviera de la fábrica y veíamos películas en la televisión, de esas en las que hay monstruos y fantasmas y maldiciones. ¿Las vio usted alguna vez? No, a mí no me gustaban. Fingía para que Alejandra no se asustara, pero eso estaba de más. Ella nunca tembló ni gritó ni se apartó bruscamente de la pantalla. Al contrario, disfrutaba mucho comentando una y otra vez las escenas que la impresionaban, como presa de la fascinación, como deslumbrada.

Yo no me sabía ningún cuento de terror, así que, para complacerla, me los inventaba. Al principio no tuve éxito; Aleja decía que mis historias no tenían ningún chiste, que no le daban miedo y no sé qué cosas más. Como es natural, yo me enojaba y respondía que jamás volvería a contarle ningún cuento, entonces llegaba ella con su “Por favor, Paula, platícame aunque sea ese cuento que inventaste el lunes, el del señor aquel que despertó una mañana convertido en calabaza, o el de la niña que todo lo que decía se convertía en realidad, prometo que me gustarán”. Sí, qué ridículo suena, ¿verdad? Afortunadamente, fui mejorando. Las películas del fin de semana me daban ideas a veces, también agarraba cosas de las lecturas de la escuela. Para darle más emoción a las historias, siempre le dije a mi hermanita que me las contaba Enrique, el vecino de enfrente, quien era considerado un experto en fantasmas y criaturas por los otros niños del barrio. Iba en el mismo salón que yo y nos hicimos amigos. Enrique me contaba películas que había visto y a veces hasta me prestaba sus revistas de mitos y criaturas legendarias. Él fue quien me dio la idea de hablar de una criatura sin nombre, cuando me dijo que todo lo aterrador e inexplicable resulta inútil nombrarlo.

Se llevaron a Paula para hacerla callar. Dijeron que mis pesadillas se irían con ella, pero sé distinguir una mentira cuando me la dicen. Dividieron para vencer. Alejaron de mí a la única persona que en verdad me importaba. Pero a pesar de su ausencia no dejé nunca de pensar en ella, de recordar una y otra vez las historias que narraba. Ahora la veía a ella en la cama de junto, bañada en sangre, partida en dos, las cuencas de los ojos vacías; la bestia inclinada sobre ella dándose un festín con sus entrañas. Aunque, no voy a negarlo, a veces pasaba noches tranquilas. A veces robaba un cigarro de la bolsa de mamá y lo encendía. Lo observaba arder y su roja ceniza era como un arrullo. ¿Le parece extraño? Le voy a confesar algo que jamás he dicho en voz alta. Mis mejores ideas las he concebido mientras veo cómo algo se quema.

La situación llegó a su límite cuando Alejandra cumplió diez años. Perdió el apetito, faltaba a clases, casi no dormía. La maestra llamaba a mamá constantemente. Alejandra tenía accidentes cada vez más raros: se cortaba con las tijeras, se echaba encima el pegamento. Sus preguntas eran cada vez más imprudentes, “Paula, ¿qué hace la criatura con los ojos que le quita a la gente?, ¿por qué ya nadie la nombra?, ¿en dónde está escondida?” Me exprimí el cerebro buscando qué responderle. Nunca tuve ningún problema en entretenerla, ayudarla con sus tareas, cuidar de sus cosas, pero la piel se me erizaba cuando le veía los ojos como platos, brillando con cada nuevo detalle. Su mirada vacía era lo último que yo veía al cerrar los ojos, y mi sueño estaba lleno de augurios que no podía recordar en la mañana, no por eso menos perturbadores. ¿Usted tiene hermanos menores? Cuando están chiquitos se creen todo lo que los grandes les decimos. Pero Alejandra ya no era tan chiquita. No me parecía que tuviera edad ya para disculpar que me creyera todo. Ya no quería contarle más historias, pero no sabía cómo parar. Las manos se me pusieron torpes y yo también comencé a tener accidentes absurdos. Fue entonces que Enrique salió con la pendejada de que fumar alivia los nervios. Siempre he pensado que las soluciones prodigiosas vienen de los acontecimientos menos pensados. Quién se iba a imaginar que la situación se solucionaría así de golpe, cuando mi tía Lilia me encontró en aquella esquina, fumando con el raro de la cuadra. A mi tía no he sabido mentirle nunca; esa tarde me interrogó y terminé contándole todo: las pesadillas, las historias, el miedo por Alejandra. Sí, más tarde me iba a arrepentir, pero por suerte para mi insomnio de hacía meses, en el momento de la confesión no pude imaginarme cuánto.

Aquellos fueron los años del no. Recuerdo mis manos a través del humo, aprendiendo a tocar las notas que a ellos les gustaban. Recuerdo que hablaba y me reía, siempre en el momento justo, para que no me desaparecieran igual que a Paula. Aquellos fueron los años del miedo, y el piano, mi única compañía. No tuve nada más para recargarme. Aquellos fueron los años de la sumisión. Nada me pertenecía excepto mis sueños, y en ellos también sufría. Sólo podía descansar cuando soñaba con fuego, pero eso, desafortunadamente, no pasaba muy a menudo.

La pusieron a tomar clases de piano. Mi tía pagaba la mitad; el resto se cubría con una beca del municipio. Fue la mejor idea que se les pudo ocurrir para ayudarla. Ese año Alejandra se destacó en el festival de fin de cursos como la alumna más aventajada. Algunos meses después la invitaron a un evento en la capital. En casa de la tía Lilia mi vida se hizo más simple; ocuparme solamente de mí fue un cambio radical. En el fondo, nunca dejé de sentirme culpable por dejar a Alejandra en esa casa donde nadie intentaba entenderla. Mi mente estaba siempre ocupada atendiendo las nuevas actividades que habían sustituido a mi tarea de cuidarla, pero un rincón de mi cabeza se reservó para ella. Todos los días, al amanecer, mientras tomaba mis cosas para ir a la escuela, me preguntaba si habría podido dormir, si se había levantado temprano, si mamá se tomaría el trabajo de acompañarla por lo menos hasta la esquina de la casa. Debí tomarme más tiempo para pensar en ella. A lo mejor no estaríamos usted y yo aquí sentados, tratando de comprender lo que ella ve cuando observa el fuego fijamente.

Sí. Conocí a Tamara. No me pregunte hace cuánto, mi cabeza se convierte en un remolino cuando pienso en ella. No puedo hacer más que contestarle sí a todo. Sí, la conocí en el Conservatorio. Sí, sé que le habían dado un papel muy importante. Sí, el director me pidió a mí personalmente que la ayudara con la música en las prácticas. Pero todo eso ya lo sabe usted. ¿Qué quiere saber en realidad? ¿Qué le han dicho sobre nosotras? Porque yo no tengo problema en contar lo ocurrido tal y como lo recuerdo, pero le advierto de una vez: no creo que sea una verdad de ésas que usted puede aceptar.

Sólo puedo repetir lo que todo el mundo sabe. En el transcurso de esos diez años la vi en diversas ocasiones, pero siempre de lejos, en los eventos, en los recitales. Nunca me pareció especialmente feliz o satisfecha, como si estuviera al margen de todo lo que su talento provocaba. Tengo todos los artículos de periódico en que alguna vez la mencionaron. Para mí verla tocar era, ¿cómo explicarle? Pues como algo muy bello. Algo que mis palabras no terminan de expresar. Supongo que no nada más yo pensaba eso; le dieron una beca completa para los estudios profesionales. Mamá dijo que Alejandra se había puesto contentísima con la noticia. Con todo y que mamá siempre ha sido pésima para juzgar la expresión de las personas, me quedé tranquila. Hacerme a la idea que la separación había sido para bien me convertía el sacrificio de extrañarla en algo más llevadero.

Enrique también estaba en el Conservatorio; siempre fue muy bueno con la guitarra. Él fue mi espía desde el momento en que Alejandra empezó la carrera. Según Enrique, le fue muy bien los primeros dos años: sus maestros la estimaban, sus exámenes fueron inmejorables. También me contó que no hizo ningún amigo y que parecía estar inmersa en sí misma todo el tiempo. Pero eso no me preocupaba, ¿sabe? De niña nunca fue muy sociable.

Dos años después, los informes fueron algo diferentes. La escuela de danza del estado estaba por comenzar su temporada de funciones a beneficio, y el director de la puesta solicitó al Conservatorio un alumno que tocara en las prácticas de los solos más importantes, para que los bailarines se hicieran una idea de cómo sería la representación con la orquesta. Mi hermana fue la elegida; los profesores estimaron conveniente encomendarle algunas misiones locales antes de proponerla como invitada en la Camerata.

El chisme lo supe después. Enrique no fue capaz de contarme. No pude sorprenderme. Hacía muchos años no hablaba con mi hermana. Pero me molestaron mucho las palabras que usaron para describir a Alejandra. Machorra. Lencha. Tortillera. No supe si mamá se enteró, aunque tal vez decidió hacer como que no se daba cuenta.

No me resultó difícil investigar a la chica. Se llamaba Tamara y pertenecía al cuerpo de danza desde hacía cinco años: era de la edad de Alejandra. “Está buenísima”, me dijo Enrique cuando le pregunté por ella directamente. Tenía toda la razón. Me pareció ―puede reírse si quiere― que su piel resplandecía, como si su cara de facciones suaves y sus rojos labios y sus negros ojos no le bastaran para llamar la atención. Mi hermana se enamoró de ella, y según el chisme, ella le correspondía.

Cuando todo se redujo al deseo, cuando ya no quedaba en mi mente un espacio que se ocupara de ella, la criatura volvió. Ya no tengo nada para jurar en su nombre, ya usted ve que ni los recuerdos me pertenecen. Sólo alcanzo a verlos pasar ante mí con un cigarro encendido frente a mis ojos. Pero sí le puedo asegurar que no he mentido en nada. Las aguas de junio trajeron a la criatura consigo. Me di cuenta un domingo al despertar de madrugada, ahora con el tormento del sudor y la fantasía excesivamente generosa. Mi antigua obsesión estaba allí de nuevo, junto a la ventana, como si unos momentos antes hubiera estado velándome el sueño. Parecía llena de despecho. Ella sabía, seguro que sabía, que ya mis pesadillas no se nutrían de sus historias, que la había relegado al mundo incierto del inconsciente.

Esperé a que algo pasara. Fue en vano; la rutina adquirida en últimas fechas no se alteró. Estaba el camino aprendido hacia las clases, entre la gente que parece estar nada más para llenar el espacio. La criatura seguía allí, merodeando mi vigilia. Presentí que en cualquier momento llegaría mi hora. Encontraba de nuevo, por todas partes, cadáveres de pájaros destrozados. Pero nadie más reparó en ello. Tamara mucho menos.

Recuerdo el día que se sentó junto a mí después del ensayo. Estábamos solas; se había empeñado en practicar más tiempo del convenido. No hubiera podido negarme. Desplegó las piernas como un par de alas y me pareció un reflejo del tibio deseo que me acuciaba desde que la vi por vez primera. No recuerdo sus palabras exactas. Recuerdo el aroma ligero de sudor, su cuello ofreciéndose a mí como una fruta, sus pezones que apuntaban hacia el techo. También recuerdo las horas transcurridas en el clóset de alumnos, las caricias por encima de la ropa amparadas por la oscuridad de la calle. Pero no recuerdo las palabras ni su voz. Como si hubiera pasado muchas veces y ninguna. Un día ya no me miró. Pensé acorralarla, exigir una explicación. Las piernas me temblaron esa y cada vez que por mi mente pasaba la idea. Me limité a observarla pasar, sin reclamos, sin angustias, sin reproches. Se había alejado de mí. El fuego de mi cuerpo ya no la quemaba.

Terminaron. Resultó que Tamara tenía un novio, un cabrón de esos que se van sin anunciar y después regresan como si nada hubiera pasado. Me da coraje de solo pensar que esa muchacha jugó con mi hermana, como si el corazón fuera un objeto que se quita y se pone. Enrique me dijo que Alejandra estaba más delgada, más ojerosa, más ausente. Usted no se imagina lo que me dolió no estar junto a ella. Me hubiera gustado decirle que esa mujer no merecería jamás sus lágrimas, abrazarla como cuando éramos niñas y esperábamos a mamá levantadas, consolar su llanto y contarle una historia donde todo terminaba mejor.

La seguí una noche que la luna brillaba en un cielo sin nubes. La criatura sin nombre iba detrás de mí. Ya no sentía miedo: era como tener otra vez diez años y navegar en un mar de sueños y de memoria. No me vaya a preguntar qué estaba haciendo allí Tamara; nada es claro para mí a estas alturas. Sólo sé que fuimos las dos detrás de ella, que llegamos a ese jardín conocido por nosotras, en donde una noche más nublada y feliz Tamara y yo nos besamos al salir del ensayo. No sé en qué momento se fijó en mí y en mi acompañante, pero sé que no se asustó. Dejó lucir la sonrisa de rojos labios y piel resplandeciente y caminó hasta el ventanal del salón más grande, donde estaba el piano, en el que nos veíamos siempre. No sé cómo lo hizo, no vaya a preguntarme por favor, Tamara abrió el ventanal y entró en el estudio. No se tomó el trabajo de cerrar detrás suyo. No encendió ninguna luz. Bailó para mí con el ventanal abierto. Había música, sí, aunque no sé de dónde venía. Sonaba exactamente igual que si viniera de mis manos. Nunca fue más bella Tamara, mientras bailaba para mí tocada por la luna. Quise entrar al salón pero ella parecía hecha de fuego y sentí que me ahogaba. Todo lo demás lo cubre el humo. Ya sólo recuerdo a la criatura dentro de la habitación, las garras aceradas dentro y fuera de la carne, la sangre resbalando entre mis manos abiertas. No pude ver lo que hizo con sus ojos. Después, el fuego; el único hecho del que me confieso culpable. La muerte se devoró mi angustia. Ahora sé por qué la visión del fuego me tranquiliza.

La historia de la criatura sin nombre era la favorita de Alejandra. Pero había otra que también le gustaba mucho. Es una de las primeras que inventé. Era sobre una niña que siempre contaba la verdad. Y si no era cierto, apenas la mentira traspasaba la frontera de las palabras, se volvía realidad. A mi hermana no le gustaba al principio, porque no daba miedo, pero con el tiempo le resultó fascinante. “Ojalá me pasara eso a mí”, decía. No voy a tratar de convencerlo. Sé que esta vez, lo que yo diga o calle no la va a salvar.  Sé que para usted Alejandra es culpable. Lo entiendo. Es lo más lógico. Está trastornada y tiene motivos. Pero yo que usted, lo pensaría mejor. Dígame, entonces, cómo explica que el cuerpo no haya sido tocado por las llamas y el vacío impoluto de las cuencas de los ojos. Sobre todo, explíqueme, si tan lógico le parece, cómo es que el cadáver está cortado exactamente por la mitad, tal y como se narra en la historia que conté a mi hermana, y que ella tantas veces repitió como verdadera.

Tamara es transparente como la luna. Pensar en ella me atraviesa el pecho, me oprime los pulmones como una calada de cigarro. Sus dedos son mariposas que se enredan en mis piernas. No más, por favor. No me pregunte hace cuánto la conozco, no me pregunte hace cuánto somos amantes. Sobre todo, no me pregunte por ella en tiempo pasado. Mi hermana, los sueños, el humo, todo ha pasado menos ella. Están aquí todavía sus labios entreabiertos, su piel transparente. Todavía sus largas piernas están enroscadas en mi cuello. Todavía me miran sus ojos a través de los párpados. Aún veo su sangre caer como un pájaro entre mis manos.

Entrada previa Ojos chuecos
Esta es la entrada más reciente.