After office


por Óscar Schinca


El árbitro pitó sus chirridos largos y quienes aún corrían dejaron de correr. Lentos, todos comenzaron a avanzar como si llevaran rumbo, como si supieran a dónde ir una vez que aquello terminara. Después de despertar de la modorra del final de juego, los hombres se aglutinaron, dos colores de camisetas comenzaron a mezclarse.

Hubo abrazos, intercambios de jerseys y felicitaciones. Los ganadores, como siempre, mostraron su lado más civil y los perdedores lo afrontaron con gracia, sin que casi se viera el descontento en sus gestos, el odio que se agolpaba, hirviendo, en sus estómagos, ansiosos de que algún alemán hiciera algo indebido para abalanzarse sobre el rival vencedor; y vencerlo, aunque fuera, en el honorable deporte de partirse la madre. Al mismo tiempo, no deseaban que algo así sucediera. Los alemanes eran grandes, fuertes. Perder en los dos deportes nacionales el mismo día hubiera sido demasiado.

*

Cuando el agua caliente de la regadera empezó a rasgarle los músculos adoloridos, la Pulguita recordó a su mamá. Pero se sacudió el recuerdo rápido, abriendo un poco más el chorro del agua caliente. A él no le gustaba bañarse con agua así, o no tanto. Pero lo hacía desde que se fue a España, para recordar a Ximena, una morenita de ojos grandes, chaparra y rellenita, que le había dado todo lo que el fútbol le negaba. Cuando, después de la Copa Oro, el técnico del Cruz Azul le dijo que lo habían vendido a España, él se imaginó en el Real, o en el Barça. Pensó luego luego en Messi, a quien lo habían agarrado de pequeño para convertirlo en el mejor futbolista de la historia, para meterle sondas y tubos, tenerlo corriendo en caminadoras sumergidas mientras monitoreaban su ritmo cardiaco, su respiración. Él se iba a los 19 años, a punto de cumplir los 20. Los ojos le brillaron. Estuvo a poco de llorar, pero en aquel momento recordó cuando su padre le dijo que no había nada de malo en llorar, a menos que fuera en el trabajo: “es poco o nada profesional, Antonio”. También en aquel momento, aunque le daba vergüenza y nunca se lo dijo a nadie (más que a Ximena, pero ella sabía todo de él, así que no contaba), pensó en Oliver Atom, en Benji Price y Steve Hyuga. Cuando el técnico del Cruz Azul lo dejó solo en su oficina, después de decirle “háblale a tu papá y cuéntale las buenas nuevas”, la Pulguita era uno de los Supercampeones.

Primero le dijeron que se iba al Real. Solo así, “te compró el Real, Toñito”. Entonces se vio jugando contra Messi, el fenómeno. Aunque no cara a cara, porque ambos eran delanteros. Y así se pasó desvelos pensando en cómo le hablaría, le pediría su camiseta tras la final de copa.

Después, mientras la Pulguita seguía entrenando en el sur de la ciudad bajo la envidia de sus compañeros, el técnico le dijo “en Barcelona te vas a encontrar a unas morras que no te las acabas, Toño”. Entonces creyó que quizás había sido una equivocación del técnico; no iba a Barcelona, sino a Madrid; y que quizás, en la capital española, también habría morras inacabables. O que en realidad se iría al F.C. Barcelona, y el error había sido el primero, no lo había comprado el Real; entonces jugaría al lado de Messi. Y así se le fueron más desvelos, pensando en el compañerismo, en los servicios de uno al otro y viceversa. Pensó que Messi tendría mucho que enseñarle, de la magia, el drible, colocarse sin balón sabiendo que habría de recibirlo.

Unos días más tarde se enteró de que su traslado, en efecto, sería a Barcelona, pero no al Barça, sino al Real Club Deportivo Espanyol. Y un par de meses más adelante habría de darse cuenta de que no conocería a Messi, pues su puesto fijo fue en la banca. Dos torneos completos de no tocar balones ni en partidos de la temporada regular.

Lo primero que había hecho fue pedirle a Ximena que se fuera con él, que se casarían de ser necesario. Pero ella le negó todo. Como más tarde las barceloninas habrían de negarle todo por chaparro, por flaco, por prieto o simplemente por extranjero. Poco imponía que fuera futbolista, pues cada que lo presumía, la muchacha en turno le aventaba una de dos preguntas: a) ¿Juegas en el Barça?; o b) ¿Conoces a Messi? En cualquiera de los casos, la respuesta terminaba por sellar sus oportunidades con las morras inacabables, e incluso con las acabables.

Por eso se seguía bañando con agua hirviendo y acercando su mano jabonosa a la propia área chica, por eso le gustaba recordar a Ximena y todas las veces que compartieron una regadera de la Jardín Balbuena. “No le hace”, se dijo. “Todavía falta la Copa Oro, el Mundial y, viendo más a futuro, la copa América”. Pero ahí se paró en seco. Se acordó de la Copa América Centenario y el papelón que hicieron frente a Chile. Ahí la pulguita había arrancado en todos los partidos, le había arrancado el puesto al Chicharito, pero aquel día lo sacaron en el medio tiempo. “No me estás funcionando”, le dijo el técnico de entonces (¿era Ferretti?), y no regresó a pisar pasto en los 45 minutos que quedaban de aquella humillación internacional.

En este torneo había sido distinto, desde que Osorio lo llamó, le aclaró que era como alternante; “Estás muy oxidado, chavo. No has jugado casi con el Espanyol y, cuando entras, apenas tocas el balón”. Pero no era verdad, él entrenaba igual que el resto, todos los días, todo el día se la pasaba tocando balones. Estaba en óptimas condiciones. Por eso, desde que lo metieron como parte de un castigo al Chícharo por su afán de protagonismo, se empeñó en hacer goles. Así empató contra Portugal y metió el gol de la victoria ante Nueva Zelanda. Lo dejaron descansar en el partido contra Rusia: “Los rusos no traen nada, chavo. Ya casi estamos del otro lado, te quiero descansado contra Alemania”.

“Para lo que sirvió”, pensó la Pulguita y sintió un ardor en los ojos, una fuerza empujándolos hacia afuera. Pensó que quizás era culpa del champú o de la culminación del amor propio, pero ya no le quedaba ninguna espuma en el cuerpo.

*

—No, señor Huicochea, ¡es que yo no puedo permitir que usted los defienda de esa manera!

—Lo único que estoy diciendo, Rafa, es que no podemos esperar más de la Selección.

—¡¿Pero por qué no?!

—A ver, René. Tranquilo. Dejemos hablar a Miguel.

—Gracias, Ramón. Como estaba diciendo, no se puede esperar más de la Selección Nacional de Fútbol, porque no es un equipo con la calidad de las potencias europeas.

—Bueno, Miguel, eso es innegable.

—¡Si tenemos un equipo histórico! Los veintidós seleccionados juegan en ligas europeas… ¡Cómo no vamos a poder exigirles más!

—Pero eso no quiere decir nada, René…

—¡Eso es de lo que nos estamos dando cuenta, señor Fernández! ¡No es posible que nuestro equipo nacional nos brinde nada más que desgracias, una tras otra!

—También hay que tomar en cuenta que el asunto de los cambios de técnico pesa. Equipos como el de Alemania tienen más de nueve años con su técnico.

—No, no me venga con la misma cantaleta del técnico, señor Huicochea. Esa es una excusa para mediocres. Cuántos equipos en el mundo no cambian de técnico más rápido de lo que cambian de calzones y ahí siguen, cosechando triunfos.

Una risa general disipa el ambiente de trifulca en el estudio.

—Bueno, René, pero eso tampoco es vara para medir. ¿Cuándo ha sido México campeón del mundo?

—Ese es exactamente mi punto, señor Fernández. Nunca hemos ganado nada.

—Ahí sí perdóname, pero apenas fuimos campeones de la Copa Oro.

—¡Pero de qué manera, señor Huicochea! Es el campeonato más sucio que ha jugado la selección. ¡Además la Copa Oro es una verdadera vergüenza para el futbol mundial! Juegan equipos como Curazao y Montserrat, ¡hágame usted el favor! A mí me parece que usted ya se está poniendo emocional porque fue seleccionado tricolor en su momento.

—No, eso no tiene nada que ver…

—¡La verdad es que estoy harto! ¡Estoy hasta la coronilla de que este equipo de mediocres bien pagados no sea capaz de hacer nada! Todos los torneos internacionales es la misma cantaleta. Si no nos golean, ¡nos humillan! Si no es Chile, es Alemania, y si no Brazil, y si no Holanda, y si no Francia, ¡o Argentina!

—Se le ganó bien a Nueva Zelanda.

—¡Menos mal! ¡Menos mal! Perder frente a Nueva Zelanda ya habría sido el colmo. ¡El emblema de su equipo es una hoja, por el amor de dios! ¡Cómo se coló Nueva Zelanda a la Confederaciones ya es un misterio inexplicable!

Otra risa parte el estudio, pero los ánimos no se calman esta vez. Hay un humor viscoso, espeso, que recorre las miradas como un espectro.

*

Después de terminado el partido, después de que los alemanes festejaran discretamente y los nacionales salieran de su letargo derrotado, los hombres comenzaron a acercarse unos a otros, blancos a verdes y viceversa. Unos cuantos se acercaron veloces (no demasiado, aparentando profesionalismo y refinamiento) a Rafita. Poco importaba que lo hayan sacado cerca del final del juego o que en los partidos jugados no hubiera hecho mucho (cómo han pasado los años, corazón/las vueltas que dio la vidaaaaa). El número 4 del equipo nacional pesaba, como pesó en el Barça, donde hubo sido titular indiscutible y, tras más lesiones de las que una rodilla debiera tener que aguantar en una vida completa, fue relegado poco a poco a la banca, al olvido, al Atlas. Nadie le iba a hacer un partido de despedida en el Camp Nou, como se lo hicieron al Bofo en el Jalisco. Quizás, si Rafa aguantara la humillación, lo deprimente que resultan los juegos de despedida, le organizarían un encuentro amistoso en el Azteca, talvez contra Honduras o Panamá. Lo dejarán jugar todo el partido, con el 4 ceñido a las espaldas angostas. Quizás, si los hondureños o panameños entienden de qué va el juego, abran un poco el espacio y permitan al líbero adentrarse, filtrar, recibir, y anotar un último gol, muy flojo, muy triste, que festejará sin ganas, sin victoria. Después dirán algunas palabras los peces gordos del balompié nacional, y otras tantas, sin aliento y mal articuladas, dirá Rafita. Luego los besos a los hijos, el abrazo a su esposa y el llanto, cuando avisen que retirarán el número de la selección. “Este número se va contigo, Rafa, nadie más podría usarlo después de ti”. Los peces gordos se van a cenar, los reporteros a redactar, los asistentes a dormir y Rafa quién sabe a dónde, pero también tendrá que irse.

Ese día no. Ese día, los alemanes se le acercaban como alfileres a un electroimán: no lentos, pero titubeantes. A fin de cuentas, eran jóvenes, la selección B de Alemania, y Rafa todavía era una estrella mediana (nacido en México, nunca aspiró a más; quién fuera Hugo Sánchez). Uno de los muchachos, el más vivo o el menos susceptible a la vergüenza, alcanzó al líbero y se jaloneó la camiseta, haciendo con la otra mano una seña que quería decir “¿cambiamos?”. Rafa no lo pensó y se despojó de la camiseta, con una sonrisa de agotamiento, una más a su colección. Nunca antes había escuchado el nombre de ese muchacho y, solo con verlo escrito en el jersey empapado, supo que jamás aprendería a pronunciarlo.

Los demás muchachos comenzaron a hacer lo propio. Aunque algunos conocían medianamente a otros jugadores, no existía el reconocimiento pleno, el saber de quién era el número que tomaban. La Pulguita lo veía todo desde lejos, inmóvil, tirado sobre el área grande del equipo rival. No se atrevía a acercarse a los alemanes y al mismo tiempo les tenía rencor.

En su eterno escaneo del campo encontró la mirada de un muchacho que también se había tirado sobre el césped, un alemán todavía en la adolescencia, o recién salido de ella, que había entrado en la segunda mitad del partido, reemplazando a un defensa implacable, ya que el técnico alemán tenía por seguro que los delanteros mexicanos no presentaban ningún peligro para su meta. Se vieron y se reconocieron el uno al otro. El alemán fue el primero en ponerse de pie y caminó lentamente hacia la Pulguita. Cuando ya estaba a unos pasos, Toño se puso de pie, se sacudió con desgano los pantaloncillos. El alemán lo señaló con timidez y Toño asintió. Intercambiaron camisetas, se dieron la mano. El muchacho rubio dijo algo que la Pulguita no comprendió, pero que respondió con un “tú igual”, mientras asentía con la cabeza. Ambos partieron a sus respectivos vestidores.

*

“Vamos al bar del hotel”, le habían dicho sus compañeros a coro. Toño acababa de pasar media hora sentado, sin decir o hacer nada. Nadie había dicho gran cosa. Una broma por aquí y otra por allá. Osorio llegó a dar unas palabras de ánimo, a felicitarlos por haber dejado todo en la cancha (era cierto) y, de paso y medio en broma, a decir que no se excedieran porque todavía faltaba el partido de tercer lugar. La Pulguita les dijo que se quería dar un regaderazo, que los alcanzaba allá, “yo al rato agarro un taxi”.

Cuando salió de bañarse, tomó un taxi hacia el hotel en el que se hospedaban. No sabía nada de ruso y muy poco inglés, pero el taxista vio la maleta con el emblema de la selección nacional y supo a dónde llevarlo.

Cuando entró en el bar, vio que sus compañeros habían ocupado gran parte del salón. Una plebe de treinta hombres bebiendo cerveza, platicando y cabuleándose entre sí. El ambiente no era festivo, pero tampoco de derrota. Alguien, en su celular, había puesto el análisis A Fondo con Miguel Huicochea, Ramón Fernández y René de la Fuente. Se burlaban de los gestos y reían con cada balazo que el último tiraba a la selección, a ellos. Toño escudriñó la mirada de sus compañeros, el gesto, las sonrisas cansadas, para ver si les encontraba algo de tristeza, de derrota amarga. Pero no, lo único que se asomaba en sus rostros eran las miradas de hombres cansados después de un día de trabajo, tipos comunes y corrientes tomándose una cerveza en un jueves cualquiera. Más que coraje, le dio terror comprender que eso era todo. El equipo realmente no podía dar más y estaban condenados a vivir por debajo de las expectativas de su afición. Realmente, como dijo Osorio en las duchas, lo habían dejado todo en la cancha. Pero todo era tan poco. Una risa estruendosa de Rafa Márquez lo sacó del sopor. Se sentía más contento, más ligero después de haber comprendido aquello, después de desembarazarse de sus ambiciones. Se sirvió cerveza de una de las jarras que reposaban sobre la mesa y se unió a las risas, sin saber a qué obedecían, pero esperando comprenderlo mientras reía.



Óscar Schinca (México, 1992). Narrador mexiquense egresado de la Escuela de Escritores de SOGEM. Máster en Escritura Creativa por el Centro de Estudios Literarios Hotel Kafka. Resultó finalista del certamen Cosecha Eñe 2018 con el relato “Camino de San Bartolo”. Sus cuentos figuran en revistas de México y España como Visor y Punto de Partida, así como en la antología Arritmias (Relee, 2018). Actualmente cursa la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM.

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