El vago, mi maestro


por Francisco S. Contreras Mendoza


Todo esto empezó por ahí del año 1988, estaba en mi tierna mocedad, aún no cumplía el doble dígito y, como eran otros tiempos, mi madre me enviaba a hacer algunos mandados a la tienda de la esquina. Por ahora no recuerdo qué fui enviado a comprar esa tarde, pero sé que era sábado, no había urgencias escolares, pero sí culinarias y debía volver ipso facto a la cocina con ese menester que escapa a mi memoria. No es por presumir, pero era un mocoso algo osado, entonces, al no encontrar lo que buscaba en la tienda de la esquina me dirigí a la siguiente tienda más cercana como un Indiana Jones cualquiera. Para no hacer el cuento largo, me estaba dirigiendo a la tercera tienda cuando descubrí un pequeño local algo oscuro, lleno de curiosos y coloridos muebles con televisiones adentro; siendo yo un niño tarado al que le encantaba la televisión entré y por fin conocí las “maquinitas”. Tenía en casa un Atari, pero lo que veía era algo muy diferente: las gráficas eran mejores, los juegos eran más complejos y coloridos y había que pagar para jugar.

*

Pensando en absolutamente nada más que en experimentar con aquellos monolitos, intenté insertar una moneda en la maquinita pero esta no entraba…

―Le tienes que echar una ficha…

Quien hablaba era un sujeto de unos 17 años, moreno claro (déficit de vitamina D), bigote incipiente, peinado mullet, playera sin mangas y pantalones de mezclilla untados. A mis ojos era un adulto pues fumaba (sí, así eran los 80s), y me miraba con cierto interés.

―Las compras en la tienda― concluyó

Salí pues a la tienda, pedí un cuarto de queso panela (¡eureka!) y cuando me daban el cambio pregunté si me alcanzaba para una ficha, “te alcanza para cinco”, dijo el tendero como si estuviera enojado, yo simplemente accedí y con mucho desdén el tendero me extendió cinco piezas de metal ondulado como papa ruffle, corrí los dos metros que había de la entrada a la tienda a la entrada de las maquinitas e inserté una ficha en el único juego que creí entender cómo se jugaría: el de fórmula uno.

*

 5, 4, 3, 2, 1 GO! los carritos en la pantalla salían corriendo pero el mío se quedó estático en la línea de salida. Moví la palanquita, (que parecía flama), para un lado y para el otro, el carro giraba pero seguía sin avanzar, apreté el botón pero sólo se prendieron las luces rojas del vehículo, me alcanzaron otros carros y yo moví la palanca como para cerrarles el paso y de nada sirvió, entonces el sujeto se acercó y mágicamente mi carro comenzó a correr, ¡magia!:     

―Tienes que pisar el pedal aquí abajo.

Mientras veía dónde debía pisar el juego terminó. Algo confundido, derrotado y apresurado regresé a casa con cuatro fichas sin usar, un cuarto de queso panela y sin el cambio que mi madre esperaba hace tiempo ya.

Pese a las nalgadas, regaños y que era un niño al que casi no le daban dinero, mi impulso por ir a las maquinitas no mermó, atesoré aquellas fichas y las usé una por semana, los viernes, inmediatamente después de la comida, cuando el local tenía menos gente y con ello me sintiera menos avergonzado de fracasar. La primera semana volví a intentarlo con el Fórmula 1, conociendo el truco del pedal las cosas no fueron mal, es decir, tenía mucha experiencia gracias a Enduro del Atari, pero quedé en cuarto lugar y con eso apareció el fatídico game over, que al principio no entendía qué significaba, lo mismo me ocurría con insert coin

―Ya perdiste chavo, ahí dice que le pongas otra ficha.

No me atreví a decirle que ya no tenía otra ficha, simplemente accedí y salí de vuelta a casa, ni eufórico ni derrotado, simplemente con un nuevo aprendizaje y un nuevo maestro.

*

El siguiente viernes, intenté con otra cosa totalmente nueva para mí: Super Mario Bros. Vieran que ilusión me hacía no tener que pisar el pedal, con la pura palanca y un botón se movía y saltaba. El primer enemigo me mató. Ya me marchaba cabizbajo cuando la voz del maestro me llamó:

―Te quedan más vidas chavo.

Sorprendido y agradecido, volví a ponerme frente al monitor bajó supervisión del maestro.

―Caele encima al fantasmita…[1] Pegale a la interrogación… Ponte abajo y salta, agarra el hongo… ¡no, no! bajate y esperalo… ya vez, ya creciste.

¡Qué diferente era todo!, yo de natural hubiera huido del hongo…

―Pegate al tubo… espera que se meta la planta… salta, pásate al otro lado, quédate ahí, salta, agarra el hongo, ya tienes otra vida…

Y luego me caí en el primer precipicio.

―Lo tienes que saltar chavo…

Por alguna razón ese primer salto no me salía, y caí otras dos veces, me quedaba la vida cero y escuché por primera vez la frase más célebre de mi maestro:

―¿Te la paso, chavo?

Me hice a un lado y estupefacto ví como saltaba con toda facilidad el abismo, agarraba una flor y mientras se hacía a un lado para dejarme continuar me dijo.

―Aprieta el otro botón… ya viste, ya escupes fuego.

―¡Gracias! ―Dije volteando a verlo como niño al que ha rescatado Superman.

―Hijole, ya se te pausó.

No entendí lo que decía, y tardé dos segundos en darme cuenta que mi muñequito no se movía.

―Tienes que echarle otra ficha, correlé.

Y corrí, corrí hasta mí casa, toqué desaforadamente la puerta, entré corriendo y busqué bajo mi cama la caja de zapatos con mis tesoros, dudé un poco, pero me decidí a solo agarrar una ficha, ante la perplejidad de mi madre volví a salir corriendo y cuando llegué a las maquinitas estaba de nuevo la pantalla de presentación. Mi maestro, muy quitado de la pena, jugaba al Street fighter (el primero), del que solamente se despegaba cuando lo terminaba y aparecía la pantalla de créditos. Sin más que hacer, inserté la moneda y con dos vidas pude pasar el mundo 1-1, pero se pausó la máquina iniciando el mundo 1-2. Estuve a punto de volver a correr por mi última ficha, pero pensé que ella merecía algo especial.

*

Como podrán imaginar, mi última ficha la reservé para Street fighter, llegué a las maquinitas e increíblemente estaban vacías. Para darle solemnidad al acto esperé que apareciera la pantalla principal y cuando el güero rompía la pared y se daba vuelta inserté la ficha, seleccioné Japón y con todos los nervios del mundo al estar frente a tantos botones, empecé a apretarlos para ver qué hacían mientras me mantenía lejos de Joe. Aún no terminaba de perder el primer round cuando alguien colocó una ficha en el cristal de la consola, era mi maestro, que gentilmente esperaba su turno. No dijo nada, es más, simplemente salió del local a prender su cigarro, y antes de la tercera fumada yo ya había sido derrotado. Él se puso a jugar y yo sin más que hacer me puse a mirarlo. Desde ese día, descubrí que los juegos de peleas no eran lo mío, pero me gustaba mucho ver jugar a otros.

*

Las maquinitas se convirtieron en un lugar más habitual y ya no esperaba ningún día en especial para ir a jugar; si mis padres me daban dinero y no lo gastaba en chetos los gastaba en las maquinitas. A mis amigos de la cuadra no les gustaban o sus mamás no los dejaban ir, así que las maquinitas se convirtieron en una especie de guarida, más aún cuando quedaban casi desiertas sólo conmigo y mi maestro, él jugando y yo observando. Por esas fechas a veces mi maestro me dejaba jugar los rounds de destreza: romper tablas, tabiques, o incluso…

―Dejalo agachado y dale una patada…

Para quienes no lo sepan eso es trabar a Eagle[2] y fue mi primer victoria del Street figther

―Dale una vuelta abajo de atrás a adelante y dale un puñetazo.

Así aprendí a sacar una bola (hadoken).

Por lo demás me hice (casi sin ayuda) un plataformero muy competente.

*

Una vez, por casualidad, mi padre al volver del trabajo se asomó al lugar y me sorprendió jugando al Mario Bros, era el mundo 5-3, lo recuerdo porque me había gastado dos fichas para despausarlo y me estaba gustando mucho ese mundo. No me sacó de la oreja, pero si estaba muy enojado “no me gusta que te metas a las maquinitas, ahí con ese vago”. La queja llegó a mi madre, pero como todo niño, encontraba la forma para escaparme de las prohibiciones. No pasó más de un año para que mi padre comprara una Famicon, y, ante el asombro del resto de mi familia, vieron lo bueno que era en Mario Bross. “Ya es bien vago” dijeron. Desde entonces ser vago, para mí, es algo positivo. Pero ahí no termina la historia.

*

Ya entrados los años 90s hubo una explosión de consolas de videojuegos, las había en todas partes, papelerías, farmacias, tiendas, paleterías… daba grandes recorridos en mi bicicleta buscando juegos desconocidos; me hice muy afecto al Contra, Splatter House, Toki, Mac and Joe, Cadillacs & dinosaurs, Xmen, Final fight, Capulinita y algunos más, el que había sido mi santuario tuvo sus primeras consolas de Street fighter 2, Mortal kombat y World heroes y se llenó de gente, había retas a cada rato y mi maestro (al que en verdad todos le decían “Vago”) seguía en su pedestal, hasta que un día desapareció. Escuché rumores de que se había ido al gabacho, donde hay más maquinitas y mejores cigarros. Yo ya era un mueble habitual de ese local (me decían “el gordito”), jugaba un poco y luego me ponía a ver las retas y como niños menores que yo se iniciaban con Mario 3. Esa ocasión un chiquillo estaba atorado sin poder pasar el mundo 1-4…

―¿Te la paso, chavo?

Dije intentando imitar el tono del que fue mi maestro. El niño, tímidamente me miró, y repitiendo lo que yo hice años atrás dio un paso a un lado; estaba saltando de una plataforma a otra sin problema, a pesar de que el crío me había dejado a Mario al natural, sin hongo, sin cola ni nada, estaba por llegar al final del mundo y pensaba al mismo tiempo en sacarle una estrella en la ruleta y con ello honrar a mi maestro, pero me distraje y la última tortuga me mató, era la vida cero.

―Ni modo, chavo…

Y salí del lugar, dejando una carrera de vago de las maquinitas en el cajón de los sueños que no realicé.


Notas

[1] goomba

[2] También funcionaba con Dhalsim del Street fighter 2.



Francisco S. Contreras Mendoza. Ermitaño de ciudad, anacoreta de azotea, profesor en ciernes de dejar de serlo y lector de vieja escuela (vive rodeado de libros en una torre). Le gusta mojarse en la lluvia y las piñas coladas. Tiene tatuajes en la piel, el último dice: “Ad astra per aspera. Fan de Moby Dick, se leyó completa La broma infinita (¡uff!).

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