Vigilia


por Ilse Gámez


Uno siempre espera grandes aventuras, grandes intensidades existenciales, y cuando mira hacia atrás se da cuenta de que en realidad no pasó nada. La literatura es un modo de transformar esa nada en algo.

―César Aira


Sabes que son las dos por el reloj de pulsera que tienes a un lado de la cama, todas las noches lo dejas ahí antes de dormir, fue un regalo de tu abuelo y te da miedo perderlo. No sueles despertar durante la noche, pero un ruido de golpes salvajes te llegó a lo lejos. En la cama de al lado está tu hermano y cuando lo miras de reojo se te escapa una risa contenida, su imagen en la oscuridad te hizo recordar aquella vez en que la alarma del radio se encendió muy de mañana con el himno nacional y tu hermano, sin abrir los ojos, dormido todavía, se sentó derechito en la cama y saludó a la bandera todo el rato que estuvo sonando el himno para finalmente caer en un sueño profundo.

El piso tan frío te hace sentir bien, durante el verano incluso la noche es muy calurosa: solamente unas pocas horas antes de que salga el sol se siente fresco. No sabes de dónde viene el ruido, pero lo imaginas, así que te asomas directamente al cuarto de enfrente de la casa que desde hace años se usa como tienda de abarrotes. Ahí está. Te quedas quieta y no haces ruido, quieres ver cómo lo hace, no deseas interrumpirla, aunque sería complicado sacarla de esa especie de trance en el que se encuentra. Sus movimientos no son rápidos, pero sí precisos, sabe exactamente qué hacer, da la impresión de llevar segundos de ventaja sobre la máquina.

El volumen del videojuego ha sido omitido, no quiere despertarlos, aunque aquella sutileza no tiene sentido porque arrebatada por la emoción deja que corra por la casa el ruido de las palancas y los golpes a los botones. Tu hermano continúa dormido, su sueño es muy profundo, tu papá probablemente escucha el ruido, sabe de qué se trata. Es Super pang, las bolas aparecen por toda la pantalla y el pequeño protagonista dispara generando cada vez más burbujas. En el fondo, edificios con grandes letreros luminosos hacen contraste con las pelotas que obligan a la jugadora a apresurarse para no perder la partida, no se ha dado cuenta de tu presencia y su boca se tuerce a merced de las dificultades que encuentra en el juego.

Bostezas porque has dormido pocas horas y sabes que no tienes tiempo suficiente para descansar lo necesario antes de ir a la escuela, no obstante, la imagen te embelesa, a quien ves ahí no es a tu madre, sino a una jugadora cautivada por la diversión. El estante de papas se ilumina con el resplandor de la maquinita, distingues en una de las esquinas de la habitación casi en penumbra los cajones para la leche que tu papá apiló durante el día, dos de ellos le sirven como asiento a tu madre. Pasan algunos minutos y, a pesar de la pericia que demuestra, pierde el juego. Supones que se irá a dormir, así que por fin aprovecharás las horas que te quedan de sueño; para tu sorpresa, se levanta y de su bolsillo saca una llave, el candado le da un poco de problemas, pero cuando logra abrir la caja en la maquinita todo está resuelto: decenas de monedas de cincuenta centavos quedan a su disposición para continuar jugando.

Mientras la observas echar otra moneda para iniciar la partida, tienes en mente a tu papá diciéndole a Juanito que ya se vaya, que otros niños también deben jugar; no se puede acaparar toda la tarde el videojuego con una sola moneda. Los niños de la colonia pasan gran parte de la tarde en la tienda, van y vienen buscando algo de dinero para seguir jugando, con gusto hacen mandados que les permitan quedarse un rato a ser protagonistas de mundos de ficción, o cuando menos para ver cómo otros ganan los juegos en los que ellos siempre pierden su dinero.

Super pang es por mucho el videojuego más popular de la máquina y hasta este momento nadie ha logrado llegar al final. Sabes que tu mamá es quien tiene el mejor récord a pesar de que las iniciales en la marca no son las de ella. Nunca juega mientras la tienda está abierta, siempre espera a que todos se hayan ido. A decir verdad, casi no pasa tiempo en la tienda, trabaja fuera de casa todo el día. La última vez que estuvo más de diez minutos consecutivos en la tienda fue cuando tu padre te encargó sacar el dinero del futbolito y para hacerlo les pediste a los niños que estaban ahí que te ayudaran a levantar la pesada parte superior de la mesa. Supiste que era una mala idea desde que los viste cuchicheando, pero ya estaba abierto el futbolito y tenías que sacar el dinero antes de que alguien se acercara a llevárselo. Con las manos llenas de monedas te encaminaste a la caja registradora, fue entonces cuando un grito te detuvo y obligada por el terror regresaste a ver qué ocurría; Felipe se fue llorando de la tienda porque el resto de los niños habían dejado caer la mesa sobre sus dedos. Tardaste más en preguntarte cuáles serían las consecuencias de aquella terrible decisión, que la mamá de Felipe en entrar por la puerta vociferando contra todo el que estuviera cerca. Fue entonces cuando tu mamá estuvo ahí, intentando contener a aquella mujer y buscando los medios para convencerla de que todo había sido un accidente, de ninguna manera tu culpa. Nada de eso te salvó del regaño.

Ahora, en mitad de la noche, observas nuevamente la pantalla y a las coloridas burbujas que danzan frente a un paisaje de palmeras y arena. Te pesan los párpados, tienes que dormir. Sientes que sólo fueron algunos minutos de descanso, aunque ya son las cinco y media de la mañana; en poco tiempo tendrás que prepararte para salir de casa. No distingues ningún ruido, pero vas de nuevo al cuarto donde está la tienda y ahí sigue. La pantalla muestra nuevamente el paisaje con palmeras y burbujas por doquier, además del pequeño personaje que lanza una y otra vez el arpón. Te sudan las manos y tienes la necesidad de hablarle, decirle que va bien, que va a ganar, pero te dejas de payasadas y sólo miras el juego. Gana.

La pantalla se va a negro y luego el teclado parpadea: es el momento de gloria de cualquier jugador consumado. Ahora no hay seudónimos, no hay cubiertas: son sus iniciales las que quedarán como la mejor marca del juego, como la única persona que ha tocado esa máquina y ha logrado pasar el Super pang. Eleva ambos brazos al cielo en señal de cansancio, pero también de victoria, se levanta de donde estuvo durante tantas horas sentada; te apresuras a ir a tu habitación, en poco tiempo te hablará para que te alistes para la escuela. Cuando se despide de ti esa mañana, vuelve a ser tu madre. En tu recuerdo queda la imagen de esa mujer, que consume una noche en el privilegio de la diversión.



Ilse Gámez. Soy una licenciada en filosofía y docente del área de humanidades que disfruta de leer y escribir. Escribo sobre todo relatos cortos, algunos de ellos publicados en revistas en línea, pero sin trayectoria realmente en el ámbito de la literatura. También disfruto los videojuegos, sobre todo aquellos que jugué en mi infancia, son una tremenda dosis de nostalgia.


Entrada previa El rostro de Dios: el nuevo juego de la narrativa y su aparición en los videojuegos
Siguiente entrada Vivir sin futuro: los peligros de la nostalgia en Night in the Woods