Nocturna


por Karen Simental


Tengo miedo, por eso quiero arrancarme las uñas. Se que algo esta viniendo. Lo malo. Hace tres semanas que lo siento en la piel, en esta piel que por más que rasco no acaba de caerse.

El insomnio empezó cuando tenía treinta y cinco años. No podía por más que intentaba, sólo había pensamientos cruzando aleatoriamente por mi cabeza como ciervos sorprendidos en los haces luminosos de un auto que surca la carretera.

En agosto empezó el pánico. Tenía miedo, revisaba la puerta dos, tres veces. Cerrada. Cerrada. Cerrada. Desenchufaba los aparatos, colocaba el cuchillo debajo de la almohada: por si un incendio, por si un desconocido, por si acaso, la calamidad.

Pero no pasaba nada nunca, salvo que seguía sin poder dormir.  El sueño me evadía como si estuviera aterrorizado también. No se atrevía a entrar en mi cuarto. Entonces, en medio del fastidio, adquirí el mal hábito de dejar la televisión encendida toda la noche. Velas no podían ser (incendios, incendios, incendios). Por lo tanto, la luz añil y parpadeante era la mejor solución que se me ocurría para paliar mi situación.

De algún modo, tener visibilidad nocturna, no sentirme tan aislado me tranquilizaba, como si estuviera acompañado por un amigo imaginario y desconocido que se proyectaba ahí, enmarcado de manera remota.  Así fue como conseguí algunas horas de sueño durante los últimos meses. Claro que no siempre lo lograba, pero no fue como hasta octubre, cuando se volvió de verdad insostenible.

Primero de octubre. La luz apagada, la tele encendida. La misma luz y la música. Sintonicé canal once, era lo que conocía, me resultaba agradable ver los personajes de mi infancia ahí. En la pantalla un niño de felpa dormía (simulaba dormir) mientras una mano invisible (el titiritero) hacía que su pecho de peluche subiera y bajara acompasadamente. Unas notas de piano le hacían la nana y el muñeco descansaba en su camita de juguete.

Yo estaba listo para emularlo, para descansar. Me acosté.

“Ojalá que hoy sí. Estoy tan cansado”

De verdad estaba cansado.

Entonces empecé a dormir. Mi pecho subía y bajaba, mi respiración se tornó profunda y acogedora. El muñeco de peluche y yo ya íbamos en el mismo barco.

No se cuanto tiempo pasó, pero desperté y todo estaba oscuro.

La televisión seguí encendida, pero la oscuridad en mi cuarto era más densa, como si pudiera untarse en la piel y en los ojos. La noche podía cortarse de una mordida, gelatinosa y espesa. ¡Pero la televisión seguía encendida! Y, sin embargo…

El muñeco miraba hacia mi cuarto. Estaba sentado a la orilla de su propia cama, sin ayuda de las manos del titiritero. Sus ojos fijos y sintéticos miraban. Contemplaban. Estaban vueltos hacia mí. Sentía pánico él también. Mis manos torpes reaccionaron antes que yo: como pudieron tomaron el control remoto, tratando de cambiar el canal aunque todas las emisoras transmitían lo mismo: Uno, cinco, siete, once, doce, quince… Finalmente mi mano izquierda consiguió dejar de pasar los canales y apagar el televisor.

Esa primera noche no dormí más.

“Era un sueño. Soy un tonto, no tiene sentido. Los niños pequeños son más valientes que yo”.

Sentía un escozor en la nuca, una brisa fina que de repente me acariciaba el cuello. A veces me daba comezón.

Como sea, pensé que el día lo borraría. Fui y vine de la oficina.

“Eres un adulto, eres capaz de pagar las cuentas, puedes coordinar los proyectos, ¡tienes maldito permiso de conducir!”

Claro, yo era fuerte, eso debía calmarme.

Cuando regresé a casa aún no anochecía (menuda suerte). Era agradable, la última luz vespertina entraba por la sala; encendí las lámparas de la sala, el comedor, la cocina, mientras me preparaba la cena. Puse música, leí un poco. Albóndigas, me quedaron deliciosas. Subí a las 10, quería descansar.

Entonces el cuarto ya estaba iluminado: la luz mortecina y palpitante, el tono azul que inundaba todas las cosas, las notas tocadas por el piano.

El televisor estaba encendido ya, y el muñeco de peluche me miraba con sus ojos fijos, desde la pantalla, esperando que me atreviera a cruzar el cuarto y me acostara en la cama.

Bajé corriendo. ¡Claro que estaba asustado! Pero estaba sobrio, ¿qué demonios? ¿qué coño estaba pasando?

Todo estaba pasando, todo ya había pasado pero yo aún no lo entendía. ¿Sabes qué pasa? Que todos somos energía, puta energía. Pero pasamos la vida yendo viniendo, gastando en cosas que no valen la pena. Entonces resulta que tenemos esta, esta energía muy jodida, esta energía que va y viaja y alimenta cosas, cosas…

Ahora tengo comezón no sólo en la nuca, tengo mucha maldita comezón. Y, ¿sabes qué? Quiero arrancarme las uñas, sé que voy a estar mucho mejor.

No sé cuánto tiempo hace que no duermo.



Karen Yuridia Simental Gallegos. Licenciada en Diseño Gráfico Publicitario por la Universidad José Vasconcelos, maestrante en Ciencias para el Aprendizaje por la Universidad Pedagógica de Durango. Escritora, esposa y madre de cuatro hijos, radicada en la ciudad de Durango, Dgo.

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