Teresa


Por Eduardo Plaza

 

Fernanda es mi mujer. Teresa es su tía, la hermana menor de su padre. Se parecen mucho. Físicamente, quiero decir. Fernanda tiene treinta y dos. Teresa treinta y seis.

Con Teresa dormimos juntos una vez, en la casa en Tongoy. La casa de Fernanda.

Fernanda ya había vuelto a Santiago y yo, cesante y alérgico a los eneros calurosos de su departamento en Antonio Varas, había decidido quedarme unos días más en la costa. Llevé conmigo cuatro horas de grabación para transcribir y la Xbox 360. Quería terminar Assassin’s Creed 4. En eso apareció ella con una pareja de amigas. Teresa. Pasaban todo el día en la playa. Llegaban a casa cerca de la medianoche, siempre en silencio. Eran como niñas tímidas pidiendo perdón por el ruido de sus pisadas.

Las amigas de Teresa eran gemelas. Rubias. Tendrían quizá veinticinco, veintiséis. Su piel, blanca y opaca, como leche descremada. Podías ver el azul pálido de sus venas sobre sus cejas y en medio de la frente. También en el dorso de sus manos. Una de ellas estaba embarazada e iba a todos lados con una faja, incluso cuando bajaba en traje de baño a la playa. Sus extremidades eran delgadas como patas de zancudos. A veces murmuraban. Yo me levantaba al mediodía, encendía la consola y jugaba hasta que me daba hambre. Entonces bajaba al Negro El Cero, compraba empanadas de mariscos, recorría un rato el sector de la conchilla y volvía. Siempre las veía caminando por la orilla de la playa, dejando que el mar les pincelara los pies.

Por aquellos años Tongoy era el único lugar del mundo donde yo había elegido estar. Fernanda era periodista y escribía para una revista de viajes. La seguí por Recife, Cabo Polonio, Montañita. Por San Francisco y Phoenix. Yo quería ser escritor. Todo se presentó como una buena oportunidad para renunciar a mi trabajo de oficina, vender el auto, usar los ahorros del banco y terminar alguna vez los cincuenta cuentos olvidados en mi laptop. La seguí por el tren Transiberiano, por la cueva de Kungur y las noches blancas. Me di cuenta pronto de que no era tan sencillo. Despertaba tarde y cansado, mientras que ella lo hacía temprano y con energía. No disfrutaba estando con gente extraña. Me volví parco. Empecé a fumar. Ella lo odiaba. Mi dinero duró la mitad de lo que estimé al principio, así que pronto me convertí en un estorbo costoso. Peleábamos mucho. Éramos jóvenes. Cada vez que discutíamos yo tenía el temor de que se fuera y me dejara por ahí, perdido y miserable en algún país de catálogo cuché.

Cuando volvimos a Chile, había pasado un año y yo no había escrito ni dos párrafos decentes. Tuve que volver a suspender la idea de escribir porque había que pagar las cuentas. No fue fácil encontrar trabajo. A los pocos días, en cambio, a Fernanda le ofrecieron dictar clases en la universidad. No le pagaban mal. Yo comencé a hacer transcripciones para estudiantes, generalmente de Psicología o Antropología. Me despertaba al mediodía, jugaba en la Xbox hasta las cinco o seis de la tarde y transcribía hasta las tres o cuatro de la mañana. Me gustaba trabajar de noche, mientras ella dormía o salía con amigos. Con el tiempo esa nueva vida comenzó a asentarse: las cosas habían resultado de ese modo y si bien no era lo que habíamos esperado, tampoco era un martirio. Tolerábamos nuestras miserias y cuando el clima era bueno viajábamos a su casa en Tongoy.

Teresa no era Fernanda. No tenía su pasaporte lleno de timbres. No había pequeñas y encantadoras anécdotas. Su existencia era como la visita durante aquella semana en que dormimos juntos: anónima y silenciosa.

Llegó a Tongoy pensando que no habría nadie. Cuando se dio cuenta de mi presencia, llamó a Fernanda pidiéndole disculpas, pensando que ella estaba conmigo. Se quedó solo un par de días más, le dijo Fernanda, es que necesita tranquilidad para escribir.

Todos en la familia de Fernanda creían que terminaba un libro de cuentos. No era conveniente, según ella, que supieran que me dedicaba a tareas propias de un estudiante universitario. A mí no me molestaba mentir.

Esa tarde estuve viendo películas y tomando cervezas.

Encontré la forma de conectarme a Netflix usando la Xbox. En la sala había parlantes. Los llevé al cuarto y los instalé en el televisor. Era lo más cercano a un cine que habría podido conseguir. Vi El vengador anónimo. Bebí dos o tres latas. Luego vi Enemigo público. Will Smith. Más tarde Top Gun y Ronin. Solo salí de allí cuando se acabaron las cervezas y bajé al pueblo a comprar.

Mientras caminaba, cerca del muelle vi a tres niños molestando a un gato. Le habían pegado trozos de cinta adhesiva por todo el cuerpo. Metros de cinta, miles de vueltas sobre su lomo y la panza. El gato intentaba moverse, caminaba un paso y caía hacia los lados. Parecía borracho. Los niños lo tiraban de la cola, dándole vueltas por el piso. Reían. El animal no emitía sonido. Tal vez estaba sofocado. El más pequeño, de unos diez u once años, lo miraba y jugaba con una tijera. Desde una ventana una mujer les gritó. ¡Suelten a ese animal! Voy a llamar a tu papá. Deja esa tijera. Los niños lo tomaron y se fueron hacia los botes. Me acordé del puerto cuando niños, en Coquimbo, quemando muñecos en año nuevo y huyendo de los papás. Desinflando neumáticos. Robando las insignias de los autos. Muchos de mis amigos de esos años terminaron en Tongoy, con sus hijos presos del Liceo Marítimo que, en vez de educarlos, los convirtió en rehenes sumisos de la industria del ostión. Con el tiempo dejamos de vernos. Y con el tiempo, además, el pueblo empezó a perder sus colores y a secarse. El Niño cambió la temperatura del mar y los hombres tuvieron que subir a sus botes y salir en busca de la jibia y el jurelillo. El ostión, que prometió sacarlos de la pobreza, que pintó sus casas y compró a sus hijos zapatillas nuevas, se marchó dejando las balsas vacías y al pueblo juntando huiros.

En el Negro El Cero me encontré con Teresa y sus invitadas. Las tres comían empanadas y dos de ellas bebían cerveza. Me hizo un gesto con la mano y me saludó amistosamente. El alcohol dormía con gracia su lengua. Sonreía con soltura. Me senté frente a ella.

—¿Nos acompañas?

—No puedo, estoy trabajando en unos textos —mentí. —¿De qué escribes? —Por esos días, transcribía focus groups para estudiantes de magíster. —Reviso cosas viejas, las edito.

Las gemelas estaban sentadas una frente a la otra, de modo que su costado de la mesa era casi perfectamente simétrico.

Teresa entonces seguía casada, al menos en los papeles. Huyó de su matrimonio como huyen los perros atropellados. Una noche cualquiera tomó su cartera y salió del departamento, del edificio y de la vida que estaba construyendo. No volvió más. Anduvo semanas escondida en casa de amigos. El marido llamó a todo el mundo exigiendo saber su paradero. Después de un tiempo la frecuencia de las llamadas disminuyó. Un día solo dejó de hacerlo. Teresa salió delgada y tiesa de su escondite como un colgador de sombreros. Nunca contó nada. Gracias a la habilidad familiar de suponer que las cosas desaparecen cuando dejan de verbalizarse, pronto el tema dejó de ser tema. Renunció formalmente a su trabajo y se fue a Tirúa. Allí, su hermano, el padre de Fernanda, tiene una cabaña. Perdimos su rastro muchos meses. Volvió del sur con las gemelas.

Yo pedí tres empanadas de camarón para llevar. —¿Hasta cuándo se quedan? —pregunté.

—Tres o cuatro días más. Queremos ir a Mamalluca, el observatorio. Nos quedamos en el Valle de Elqui y luego un poco más al norte. ¡No voy al Valle hace más de diez años! Y es uno de mis lugares favoritos. Quiero llevar a las chicas. Casi no conocen Chile. ¿Por qué no te comes eso con nosotras? —me dijo finalmente. Acepté y pedí una cerveza de litro.

Un tono anaranjado comenzó a avanzar sobre los techos del pueblo con la misma velocidad con que sube la marea. Algo se durmió y murió a la vez. Una suspensión. La gente empezó a ordenar sus cosas y a marcharse. Los autos salieron, casi sincronizados, por el mismo camino por donde habían llegado temprano, como una fila de hormigas dejando surcos sobre la tierra, llevados por un impulso aprendido por generaciones. El silencio se instaló en todo, traspasando cada hendidura, cada resquicio, llegando donde solo llega la arena. De pronto se oyó el sonido del mar.

Nos fuimos de vuelta por el muelle. Las gemelas iban detrás. Una de ellas se detuvo en seco y apretó la mano de su hermana. Gritó apuntando hacia el malecón. Nos giramos y seguimos su dedo: los tres niños estaban metiendo al gato en una bolsa y ensayaban lanzarlo al mar. El animal seguía envuelto en cinta y no parecía oponer resistencia. Cerraron la bolsa.

Teresa gritó desesperada y salió corriendo hacia donde estaban. Todos la seguimos. Los niños la vieron. El mayor tomó la bolsa y la tiró con fuerza sobre las cabezas de los otros dos. La bolsa se perdió en el mar. El tono anaranjado dio paso a un suave azul grisáceo. Las luminarias del pueblo se encendieron, titilando. Los niños huyeron en dirección a los botes del embarcadero y se escurrieron como lagartijas.

En el mar no había nada. Teresa empezó a perder el control. Gritaba, se tomaba la cara con ambas manos y oteaba el agua buscando la bolsa. Una de las gemelas empezó a llorar con una mano en la boca y la otra en el vientre hinchado. Su hermana intentó pedirme que hiciera algo. Demoré ocho o diez segundos antes de meterme las manos en los bolsillos, sacar mi billetera y quitarme la chaqueta. Me lancé al agua con zapatillas. Estaba fría. Busca la bolsa, me suplicaba Teresa, por favor, busca la bolsa. La tiraron por ahí. Conté hasta cinco, tomé una larga bocanada y me sumergí, me hundí dos o tres metros, dejándome caer en la misma posición, moviendo las manos a tientas.

Segundos después subí en busca de aire. Teresa lloraba desconsolada y las gemelas habían retrocedido. Esperé unos cuantos segundos. Volví a hundirme. De pronto, sumergido en esa oscuridad, rodeado por lo que no conocía, comencé a sentir el susurro del terror, a lo lejos, acercándose del modo en que solo las tormentas lo hacen. Anunciándose. Estoy buscando un gato muerto, pensé. A ciegas buscando un gato muerto.

Entonces lo sentí. Sus garras, como agujas, rasguñándome el brazo izquierdo. El animal me atacaba. Entré en pánico. Luchaba y me agitaba. Enterró sus uñas como una trampa para osos. No quería dejarme ir. Con mi mano derecha golpeaba y en vano rompía trozos de la bolsa sin lograr dar con su cuerpo. Eran sus garras. Pataleé con violencia, intentando alejarme del gato que, aún aferra-do a mi carne, empezó a sacudirse. Cesó. Me volteé para salir y lo sentí flotando entre mis piernas ya vacío, en la calma de la muerte. Subí desesperado. Cuando llegué arriba inflé los pulmones y lancé un grito angustioso. Teresa seguía llorando. Me pidió que saliera. Me rogó que saliera. Una de las gemelas sollozaba y la otra se tapaba los ojos como para no estar allí. Me impulsé hacia arriba y me monté en el malecón. Dos mujeres miraban desde el embarcadero. Vámonos, vámonos, repetía Teresa. Lo siento, perdóname. Vamos, por favor. Girls, come on, let’s go home. I’m sorry. Let’s just go, okay?, les dijo a las chicas.

En casa, al no encontrar algodón ni vendas, Teresa rompió en jirones unos paños de cocina, los empapó en alcohol y cubrió mis heridas con un par de nudos. Sus ojos y su nariz seguían enrojecidos. Le pedí que estuviera tranquila y me dijo que estaba todo bien, sonriendo a medias. Ya está. La chica embarazada había ido a acostarse y su hermana, ya repuesta, le preparaba un té en la cocina. Eran quizá las dos o tres de la mañana cuando apagué el televisor. No pude terminar Assassin’s Creed, como tenía planeado. No lo terminaría en Tongoy, sino en Antonio Varas, cuatro días después.

Estaba quedándome dormido cuando sentí el crujido de la puerta. Teresa se acostó delicadamente casi rozándome la espalda y, tras cinco o diez minutos, comenzó un silencioso pero hondo llanto ahogado en la almohada. Tuve intenciones de voltearme y abrazarla, consolarla, decirle que podía contarme, pero me detuvo el pudor. El mío y, pienso, quizá también el suyo. No supe cómo. Fue una hora de llanto y vigilia. Tras eso, sentí que finalmente descansaba. No me dormí hasta que ella lo hizo.

Cuando desperté ya no estaba. Junto a la mesa de la cocina había una tarjeta de agradecimiento firmada por las tres. Partieron a La Serena al mediodía y no quisieron despertarme. Luego de hacer un café, tomé mis zapatillas y salí a caminar por Tongoy. Quería ver el mar.

 

Ilustrado por María Camargo Mtz. Conoce más de su trabajo en su perfil de Instagram.

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