Cienguerras


por Alan Hidalgo


Aquella lastimosa tarde en San Juan de Ulúa, el teniente Roberto Cienguerras declaró: “A la patria que la salve su chingada madre, yo ya me cansé”.

Después de la brutal derrota contra el ejército francés, Cienguerras consideró seriamente abandonar la milicia, sin importar las consecuencias que ello pudiera traer. Había pasado toda una vida siguiendo a otros hombres; primero fue Morelos, después Guerrero, luego Iturbide, incluso había seguido al general Santa Anna en San Jacinto.

En sus años de servicio había aprendido una sola cosa: “A todos se los carga la chingada tarde o temprano”.

El olor de la pólvora continuaba en su memoria cuándo recibió la carta del capitán Castillo, en que le contaba sobre el funeral. “Será una ceremonia enorme, oficiada por el obispo mismo. El presidente quiere que todos sus oficiales estén presentes para el homenaje. Debes ir a presentar tus respetos”. La carta no especificaba para quién era la ceremonia. “Seguramente algún político”, pensó el teniente.

Decidió asistir por el simple hecho de que en toda su carrera militar nunca había presenciado un funeral de tal magnitud. Recordaba la campaña independentista y cómo era necesario cubrir los cuerpos con piedras para que los coyotes no los devorasen. Recordaba también que las piedras no eran suficientes y, al final del día, los animales también tienen derecho a comer.

Jamás esperó encontrarse con un centenar de féretros, pues conocía el funcionamiento de la guerra: sólo los altos mandos alcanzaban un sepulcro digno (en ocasiones). Aún así, se sorprendió al observar un único ataúd salir de la iglesia de Zempoala. La caja era de caoba, finamente tallada con el águila nacional quien sostenía un sable entre sus garras, a los costados estaba garigoleada y cubierta en las orillas de pan de oro. Pero lo más impactante de la caja era su tamaño, demasiado pequeña para albergar a una persona en su interior.

Se preguntó quién podría ser tan importante como para ameritar un féretro semejante. Por un momento pensó que podría tratarse del ataúd de un niño; no sería la primera vez que viera uno, ya había visto demasiados en su infancia. Claro que aquellos niños no habían fallecido por la guerra, no al menos la guerra de las armas y los héroes, sino una más silenciosa: la guerra de castas de la Nueva España, el hambre, la injusticia. El teniente recordaba la caja de su hermano, otro desafortunado castizo nacido en una familia miserable. Por supuesto que su ataúd (si es que así podía llamársele) no era tan elegante.

Fue por la miseria que decidió unirse al ejército de José María Morelos a la edad de 15 años. “Que la esclavitud se proscriba para siempre y lo mismo la distinción de castas. Quedando todos iguales”, había sido el sueño al cuál decidió entregar su vida.

Cuando Morelos murió, el sueño murió con él. Cienguerras pensó en dejar de luchar, sin embargo, el 23 de Diciembre de 1815, nació su primer y único hijo.

Fue así como se unió a Vicente Guerrero, y con el abrazo de Acatempan también a Iturbide. Cuándo éste se volvió loco de poder, se unió a Santa Anna.

Nunca fue un seguidor apasionado del general Santa Anna, sin embargo su hijo sí. Carlos Cienguerras, soldado raso, quién se enlistó en el momento preciso para marchar rumbo a Texas.

Veintiún disparos de cañón resonaron en los oídos del teniente, en honor a un miembro caído de las fuerzas armadas. Ni siquiera los zanates se atrevieron a interrumpir el minuto de silencio.

El ahora dictador Antonio López de Santa Anna se acercó trabajosamente al ataúd. Con la voz cortada y lágrimas en los ojos dijo nunca haber conocido a nadie más heroico. También, dijo, le debía la vida.

Altos mandos militares, políticos, y uno que otro poeta dedicaron apasionadas palabras en el funeral. Hablaban de la patria, del coraje, de la pérdida, mientras secaban sus lágrimas con pañuelos de seda.

Finalmente Roberto Cienguerras se dirigió al féretro. Escondió muy bien su sorpresa al encontrarse con la pierna amputada del dictador. Una pierna vestida con sus mejores galas, maquillada, embalsamada pero podrida, rota, grotesca, cuajada. Era el miembro cercenado más feo que jamás había visto, y en su vida no había visto pocos. Recordó entonces el último miembro cercenado que vio antes de ese día, perteneciente a su hijo.

Carlos Cienguerras había fallecido en la batalla de San Juan de Ulúa, salvando al general del cañonazo que le arrancó la pierna. No quedó cuerpo alguno el cuál velar, solamente un brazo, aferrado aún a su fusil. Ningún cañón resonó en su honor.

El teniente observó aquella heroica pierna asquerosa y, sin hacer intento alguno por contenerse, vomitó.



Alan Ivan Hidalgo Bahena (CDMX, 2001). Participó en el número 21 de la revista “periódico poético”, a su vez, forma parte de la antología de cuento “liminales: antología de cuento fantástico, terror y ciencia ficción” de Casa Futura ediciones

Entrada previa Comentario editorial [Aguas locas de historia mexicana, Año 7, Núm. 20]
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