Llegué tarde a Rayuela


 

Todo lector debe saber que va a morir. Es decir, debe saber que existen libros que no leerá. Debe saber que hay párrafos enteros que no podrá comprender aunque se tome toda la vida en ese propósito, que el mundo no está hecho para él, que es sólo un instante en el monstruo de la historia y el tiempo. Debe saber que hay lugares a los que ya sólo se puede llegar tarde. A los libros, por ejemplo.

Una parte importante de las historias surge de la necesidad de hallar sentido a los relatos. Esa literatura cree que hay un propósito. Nos dice que ha valido la pena, que esto ha sido un viaje y no un extravío, un descubrimiento y no una pérdida, que nos encontramos en el símbolo, que nos hallamos al hallar la literatura. Y entonces, ¿qué hallamos cuando sólo están la duda, la incomprensión, la soledad inmensa de dos que no hablan el mismo idioma? Porque hay páginas que más que regresar la mirada cierran los ojos, obras para las que no estamos listos, para las que nunca lo estaremos. Hemos llegado tarde a esa literatura. Yo he llegado tarde a Rayuela.

Una primera suposición llevaría a pensar en la ignorancia. Pero la ignorancia es remediable. Están los libros, las universidades, los viajes, los museos. Yo hablo de un fallo del alma, una disonancia en la experiencia vital ya incorregible, una imposibilidad que los años no pueden resolver. Volveré a leer Rayuela y volveré a fallar. Porque Rayuela no está hecha para mí, o está hecha para una parte de mí que ya no existe.

¿No es también la Maga irrecuperable? Y aunque Horacio la busque, aunque halle a su doble, sabe que no la encontrará otra vez. Rayuela es la tesis y la antítesis. Se le recuerda más como el libro sobre la búsqueda y el juego que como la obra sobre la imposibilidad del fin de la búsqueda y la falta de sentido o del sentido fallido, al que nos acercamos con tanteos, rodeándolo, y cuando por fin estiramos los dedos y nos parece que estamos a punto de tocar la realidad, nos damos cuenta de nuestra equivocación: que no era eso la realidad. O peor, descubrimos que esa experiencia se agota y que el camino que recorrimos para llegar hasta allí era de una sola vía, sin retorno: el extinto placer de unos párrafos que no volverán a ser tan gratificantes porque los hemos vaciado de toda emoción y novedad al leerlos.

Hay algo en mí que falta, me digo entonces. Algo más allá del mero gusto, superior a la antipatía o la afinidad. Lo que tengo, en cambio, es una certeza, sí, de que algo está demasiado lejos de mí y que no lo alcanzaré, no por indiferencia, sino por una incapacidad infranqueable. No se trata de no entender a Cortázar como autor, sino de no entenderlo como hombre.

Por supuesto, existe la empatía. ¿No es la literatura esa necesidad de comunicación, esa opción de ser algo más de lo que somos? Y, sin embargo, hay ocasiones en que, no obstante todos nuestros esfuerzos, y aunque la humanidad nos brote y seamos todo corazón, nos es imposible entender al otro. Por eso estamos solos a pesar de nuestras mejores intenciones.

El tiempo es dueño de los hombres. Somos lo suficientemente vanidosos como para ilusionarnos con la posibilidad de que absolutamente todo puede ocurrirnos aún. Pero hay experiencias que no volverán a ocurrir, que no ocurrirán nunca. No volverá la Maga. Solo entonces, cuando se ha perdido algo de manera irremediable, se es consciente de la finitud. Y me pregunto cuántos libros no me he arruinado por llegar tarde a ellos. ¿Llegaré tarde a Séneca, a Li Bai, a Elena Garro? También la edad puede ser una equivocación. Pero el anhelo dicta que no todas las puertas están cerradas. Queremos creer en esa esperanza: que siempre hay tiempo. Que en cualquier momento podemos acercarnos al arte (o a la ciencia, a la humanidad, al amor, al placer, a la vida). Queremos creer que la eternidad es nuestra aunque estemos hechos de segundos. Y sin embargo, debemos saber que cada instante es un sitio aplazado, una cita sin realizar, una forma del olvido. Debemos saber y elegir y esperar que no sea demasiado tarde. O condenarnos. Llegar tarde a los amores, a la vida. Llegar tarde a las entrevistas de trabajo, al futuro. Llegar tarde a los vuelos, a los libros. Llegar tarde a nosotros. Faltar a nuestra historia y no estar nunca.

“Cada vez iré sintiendo menos y recordando más (…)”.

Julio Cortázar. Rayuela. p. 234

“En realidad después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás”

Ibid. p. 229

“No había manera de hacerte comprender que así no llegarías nunca a nada, que había cosas que eran demasiado tarde y otras que eran demasiado pronto (…)”

Ibid. p. 344

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