Andy Warhol, 1947 White


para quienes buscan la salida y creen encontrarla arriba

 

I

 

Se dispara el tiempo

y quizás hay un grito

y la mujer cae como muy pocos

han tenido el tino de caer.

 

Evelyn McHale, 23 años,

amante desdichada que escribió una nota

asumiéndose indigna del amor

y luego la tachó,

asumiéndose indigna de siquiera eso.

 

Tal es la realidad.

¿Importa?

 

Como enganchadas al potro

nuestras entrañas se arrastran en direcciones distintas,

unas hacia el pantano rojo de la sangre

y su hedor agridulce a finitud

(la carne se consuela de ser sólo carne

pues así algun día, si hay suerte, podrá descansar),

y otras empecinadas en hurgar la tierra

para encontrar la plata y los zafiros

enlodados, el glamour, las trazas

de valía entre el cieno sofocante.

 

La mujer cae y nos regala las dos cosas:

podría ser una secretaria ejecutiva

pasada por las luces blancas y el liviano aire

del Hollywood simbólico de los cincuentas,

reposando tras un largo día en un sofá de cuero,

tobillos cruzados, desabotonada,

la imagen misma del confort y la belleza

articulada con la sofisticación del sueño americano

citadino, surgida entre el café y el whisky.

Mas, por supuesto, sabemos muy bien

que nos engañan. O nos engañamos.

Que las cabezas que notamos allá, al fondo,

no son admiradores simples o deseosos

de la esbelta y recostada Evelyn,

sino probablemente policías, fotógrafos

y demás aves de rapiña cotidianas;

que los tobillos relajados y los pies descalzos

son respectivamente azar y necesidad práctica

de quien busca saltar de un mirador,

y que el sillón de cuero figurado en nuestra mente

no es sino lámina metálica,

el toldo malogrado de algún Ford o Plymouth

en que la mujer cae.

 

 

II

 

Arriba comenzando en la definición

                        Y en medio borroneándose fantasmagórica

            Cuatro ocasiones repetida en cada hilera

Y cada vez un poco menos sustanciosa

            Un poco más borrada, más rasgada

                        Aquí y allá marmórea o como cincelada

                                      La imagen desbordándose, encimada

                        Como atrapada en loops de celuloide

            Que se han trabado en el cinematógrafo

Y se desmoronan en fibra polvosa

            O en virutas de muerte diamantina

 

La mujer cae y la mujer cae y la mujer cae y

la mujer cae y la mujer cae

y la mujer cae y la mujer

cae y la mujer cae y

la mujer cae y la

mujer cae y la

mujer cae y

la mujer

    cae.

Repetición aciaga conjurada por un hombre

criado por y nacido para la televisión,

para la imagen y la adoración de la celebridad.

Evelyn no era una celebridad,

pero en definitiva era una imagen

de postal o de llavero,

quizá el más bello y apropiable memento mori

jamás acaecido,

y por ello también el más absurdo.

 

Amante desdichada.

¿Es todo?

 

 

III

 

Unos años después, Warhol regresaría a la escena para filmar en una toma estática —¡cómo gustaba de inspirar desprecio, de exasperar el canon y el sentido!— ocho horas de corrido de la punta del Empire State, el piso ochenta y seis y todo.[1]

Ahora, sé muy bien que el Avant garde es Avant garde y que personas más dotadas que uno ya han fallado en la cruzada por hallar significado en obras cuyo regocijo está en la pura superficie de las cosas, pero aun así no puedo sacudirme la impresión, quizá el deseo, de que el registro casi inmóvil de la cámara de Warhol sea un intento de atraparte o encontrarte, Evelyn.

Que el filme, más que una simple representación del gigante de concreto de la calle 34, su carácter estoico y su frialdad de plata, sea en parte reflexión sobre la forma en que los vivos, hormigas confundidas en laberintos plásticos, se ocupan y preocupan en pulir metales, agrupar maderas, tallar materias y soldarlas y moldearlas y llevarlas hacia el cielo en formas placenteras, recreaciones sempiternas de la torre de Babel y de nuestra arrogancia; pero olvidamos que una torre es asimismo plataforma y que la inercia irremediable de las cosas nos combate a cada instante, pues va siempre hacia abajo, y que lo que es a todas luces una construcción loable, histórica, ya por sí misma parte de la idea de la belleza concretada en el espacio y de la civilización marchante, puede representar también —para una joven despechada— poco más que una salida de emergencia, un haz de luz de día que acaba su noche del alma; que una y la misma cosa puede ser estandarte del progreso y, para otros, nada más que el deseado final, y que cualquier tarima colocada a más de cien metros del suelo, así esté modelada con diamante y oro, será en algún momento un escalón hacia la nada, hacia el exterior frío y poluto en que la mujer cae, de donde el tiempo se dispara y quizás hay un grito y luego un golpe, donde la mujer cae y se sumerge, tibia y relajada, en una lámina metálica cuyos pliegues insólitos ensayan su contorno, la inmovilizan y la envuelven y la envuelven y la envuelven (cuatro veces repetida en cada hilera) como un manto de cosmos sin estrellas o un nado interminable en las aguas nocturnas de Aqueronte.

 

–julio, 2017

 

 

Notas

[1] Aquí un fragmento.

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