Cielos bajos


por Iván René Méndez Meza

Y fui como el que muere en la epidemia,
sin identificar, y es arrojado
a la fosa común.
−−Desamor, Rosario Castellanos


Cuando la maestra Rosa María desapareció, una gruesa capa de neblina grisácea se apostó sobre las instalaciones y los terrenos de la primaria. Al principio era aterrador entrar a la escuela en tales circunstancias. Era como atravesar un portal hacía otro mundo. Recuerdo que me miraba los pies mientras caminaba esperando el momento en que el piso se terminara y me cayera directo a un abismo al que me acercaba. Era sobrecogedor estar ahí oyendo las voces de los demás niños y, sin embargo, no poder ver más allá de unos escasos metros. Cuando llegaba al pasillo donde estaba mi salón, me recargaba contra la pared antes de seguir caminando.

Empecé a recordar todo aquello hace unos días cuando regresaba del trabajo y una pared brumosa me hizo aminorar la velocidad. Fui entonces a buscar entre unas cajas que mis papás guardan en un cuartito al fondo de la casa. Me arrodille en el piso polvoriento y empecé a revolver entre las cajas que estaban apiladas contra la pared. En el fondo de una de ellas encontré mis libros de segundo año y el álbum que estaba buscando. Algunas de las imágenes se habían despegado, no obstante, por lo demás, el álbum grueso y desgastado continuaba con casi todas las fotografías intactas. Comencé a recorrer las páginas que crujían cuando las pasaba. Finalmente di con la que buscaba.

Me reconocí al instante entre todos los niños que posamos ese día ante la lente del fotógrafo. En un extremo de la imagen se leía con letras pequeñas y azules:

Grado: 2. Grupo: C. Maestro (a): Rosa María Ramones Vega. Marzo de 1999

Fijé la mirada sobre el rostro de la maestra. Era una mujer joven, debía tener más o menos mi edad actual. Llevaba el cabello ondulado, suelto y sobre los hombros. Vestía un ligero suéter café y un pantalón a juego. Posaba sería en medio de nuestro grupo con la cara ligeramente ladeada a la izquierda. Apenas el fantasma de una sonrisa alteraba sus labios. Casi tres semanas después de aquella tarde, a finales de abril, nadie volvió a ver a la maestra con vida.

La neblina que apareció entraba en los salones y llegaba hasta los techos de estos oscureciéndolo todo. Empañaba las ventanas y trajo consigo un frío que nos obligaba a todos a usar chamarras y guantes durante las cinco horas que duraban las clases. Dejaba el patio en una perpetua humedad. Empezamos a pasar los recreos en el salón; encaramados en las ventanas, dibujando gatitos y haciendo pequeños círculos en el vidrio para intentar ver los columpios que se mecían lejanos, apenas impulsados por una brisa invisible.

Recuerdo que durante esas semanas no se hablaba de otra cosa que no fuera la maestra Rosa María. De repente todo el segundo c nos habíamos convertido en el centro de atención. La gente parecía haber olvidado que éramos niños de siete años pues, alumnos mayores o incluso adultos, nos increpaban con preguntas a las que no sabíamos cómo responder. En casa era prácticamente lo mismo. Mis papás hablaban casi con presunción de aquello. Se detenían en las calles por horas conversando de eso con quien quisiera escucharlo.

−Sí, mi hijo es su alumno –decía mi mamá a la persona en turno, que la veía casi siempre con genuina atención. −Pobre mujer –continuaba−, nadie sabe nada, ni vio nada. Sus papás están desesperados. Usted cree, es de Charcas y hasta acá andaba. Dios me perdone. Al principio yo creía que había hecho san lunes. Pero resultó que no. Dios me perdone.

El maestro Castillo se veía muy abatido. Todo el mundo sabía que era amigo de la maestra Rosa María. Habían sido compañeros en la Normal del Estado durante su época estudiantil. Él iba con nosotros cuando el director no podía darnos clase. Fue en esas ocasiones en que, a pesar de mi edad, pude ver lo afectado que estaba. Mientras repetía las tablas de multiplicar con parsimonia y la neblina nos rodeaba, sus ojos se crispaban y su voz se cortaba si alguno de nosotros preguntaba por la maestra. Respondía a todas nuestras preguntas con paciencia, casi como un consuelo. Nos repetía que no tardaría en regresar y que, más valía, nos aprendiéramos las tablas antes de que ella volviera.

Su fotografía, la misma que encontré hace poco, comenzó a aparecer diariamente en los periódicos. Algún canal local retomaba la nota cada pocos días. Se hablaba de una fuga amorosa o de algún ajuste de cuentas. Mucha gente se organizó y, junto a los papás de la maestra, hicieron afiches que pegaron por todos los postes de la ciudad. Se plantaron muchos días afuera del palacio municipal gritando rimas de protesta y levantando las manos furiosas contra el edificio que se erguía indiferente.

La neblina seguía sobre la escuela. Algunas veces espesa, otros días, diáfana, como si fuera a desaparecer. Las mamás comenzaron a hacerse cargo del principal problema: el frío. Se volvió obligatorio usar chamarras antes de entrar a clase. Un grupito de mamás se apostaba en la entrada de la primaria cargando pequeños suéteres, bufandas y guantes de todos los tamaños para aquellos niños que no llevaban suficiente abrigo. Un día se decidió que podíamos salir al patio los últimos diez minutos del recreo. Corríamos por la explanada para calentarlos y hacíamos como que el vaho era humo de cigarro al que intentábamos darle distintas formas.

Los rayos de sol que llegaron con el verano de ese año no lograron penetrar ni despejar la neblina. A causa de los repentinos cambios de temperatura a los que nos veíamos expuestos dos veces al día, nos comenzamos a enfermar. No era raro entonces que medio grupo no asistiera a clases durante una semana. Ya en junio también se comenzó a olvidar a la maestra Rosa María. Los demás profesores se centraron en el fin de curso y el director, envuelto en bufandas, apenas se acordaba de mencionarla los lunes. Por otro lado, el canal local no volvió a dar noticia alguna. Los periódicos redujeron día a día la poca información que se daba y, así, su fotografía se dejó de publicar. Y para cuando llegaron las fiestas patrias, la plaza del palacio municipal se encontraba limpia y vacía.

Cuando encontraron los restos de la maestra, nadie se sorprendió. Fue varios meses después, en noviembre. La encontraron envuelta en una cobija sucia en el suelo de un edificio que llevaba varios años en obra negra. La reconocieron por la ropa que llevaba y por un anillo que nunca se quitaba. Para ese entonces yo ya estaba en tercero, tenía otro maestro y a todos, incluyéndome, nos parecía lejano lo que había pasado. Los periódicos volvieron a hablar de la desaparición, ahora muerte, de la maestra. Mostraron condolencias, enojo y, muy pronto, una resignación que todos aceptamos.

Miré otra vez la fotografía antes de cerrar el álbum y lo puse sobre el buró a un lado de mi cama. Me acerqué a la ventana que da hacia la calle. Es agosto y un vientecito agradable me acarició la cara. Siempre me gustó vivir aquí desde que era niño. Podía irme caminando a la escuela que está a tres cuadras de distancia. Me iba solo desde que cumplí diez años. Me sentía mayor haciéndolo, responsable de mi propia seguridad. Eché un vistazo hacia donde se encuentra la primaria. Unas casas altas tapan la mayor parte de la vista pero, aun así, sé exactamente el lugar en donde está.

La neblina sigue ahí, alzándose indolente sobre los demás edificios. Abraza los salones y entra en ellos. Pudre la madera y lastima los libros. Moja el patio y evita que florezcan las flores de los arriates que están afuera de los salones.

Me imaginé a los niños que irían el lunes. Ya nadie le teme a la oscuridad perenne que se abre por el portón principal y que los recibe cada mañana. Dicen que los alumnos han inventado juegos nuevos adaptándose a las condiciones. Cargan lamparitas que usan con indiferencia escrutando y abriéndose paso a través de la neblina como pequeñas golondrinas perdidas entre nubes grises.

−Ahí va a seguir estando −pensé, seguro de ello.

Después de casi veinte años, sé que la neblina no irá a ninguna parte. Que incluso cuando caigan las paredes y el viento sople llevándose la tierra y trayendo otra nueva, y la memoria sea un recuerdo del recuerdo, la neblina seguirá ahí, envolviéndolo todo.



Iván René Méndez Meza. Potosino. Estudió Mercadotecnia Internacional en la Universidad Politécnica de San Luis Potosí. Ha asistido a distintos talleres de creación literaria en el Instituto Potosino de Bellas Artes, la Biblioteca Central del Estado y en el Centro de las Artes de San Luis Potosí, impartido por el autor César Silva Márquez. Participó y publicó en una antología de cuentos de escritores potosinos en octubre de 2019.

Entrada previa Pişmiş, la patita estelar
Siguiente entrada Un acto privado