Lalepra


por Joaquín Filio

Nunca hemos sido los guapos del barrio.
-D. Summers


Después de la merienda, decidimos que el exilio ya no sería una alternativa. Así que sometimos a votación huir de la isla en la que vivimos. Algunos desmembrados se rehusaron a viajar. De cualquier modo hicimos las maletas y procuramos no olvidar ni uno solo de los libros, que tan egoístamente hemos coleccionado con el paso de las primaveras. Ahora nos alejamos, lento, del sitio que nos vio mutar en otra cosa. Nos llaman leprosos y estamos hambrientos de cariño, fama y cordura.

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Como había sobrepeso en el barco, echamos al mar a quienes nos parecían más monstruosos. Debido a un mal cálculo perdimos a la mitad de la tripulación. Entonces volvimos con nostalgia para recoger a nuestros viejos amigos. Nunca recuperamos a las novias entrañables ni a los abogados en derecho penal. “Así es la vida” dijo un viejo manco que recitaba de memoria la obra de Charles Darwin. Luego sacó un revólver y se perforó el cráneo de un balazo.

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Creí que las luces eran parte de un espectáculo. Los chicos que me acompañan en la borda se encuentran igual de sorprendidos; algunos se toman fuerte de la mano. Lloran con lo que les queda de ojos y lágrimas, la libertad que se les concede. Yo trato de subestimar el momento. “Llegamos”, dice el capitán mientras arroja claveles en las aguas oscuras del océano. “Llegamos”, responden los imbéciles con la lengua por fuera, al tiempo que se despojan de sus camisas a cuadros y exhiben las llagas, que desde aquí, parecen tristes rompecabezas.

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Al pisar la tierra firme acudí directamente a un supermercado. Iba conmigo Mariana. A nuestras espaldas caían pedazos de piel morena y huesos. Hace mucho que no sangrábamos así. Después abrí un refrigerador y bebí con paciencia una Coca-cola fría. Mariana me pidió un trago, a lo cual yo me negué rotundamente. Un poco debido al sodio del refresco y también a causa de mi inexperiencia, terminé por dislocarme la mandíbula. Entonces no fue sólo la carne que dejaba rastro por las calles de la ciudad. Sino también un camino de saliva y dientes.

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Llenamos una solicitud de empleo. Los leprosos más jóvenes del grupo tomaron asiento y se ocuparon en realizar figuras de origami y tejer hamacas. Mariana, brillante de ternura, practicó, sin acierto, hacerle un nudo a mi corbata.

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A veces, cuando se nos cae el pelo gracias a las llagas, utilizamos nuestras calvas para dibujar paisajes. Los enfermos de mayor experiencia ilustran caricaturas que luego exhiben en las galerías pobres del barrio. Otros beben cerveza, sin alcohol por supuesto, y mal gastan la tertulia hablando del arte contemporáneo.

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La primera en alertarnos sobre la persecución fue la señora viuda que padecía inmunodeficiencia. Les llamaban burócratas. Eran un colectivo de hombres trajeados, que iban de puerta en puerta, rastreando a los de nuestra especie. Por supuesto sacamos las armas. Le hicimos el amor a Mariana, quien prometió bendecirnos con un hijo, y fuimos a la guerra. Nos doblaban en número y estaban mejor organizados. Pero nosotros, a pesar de los estragos de la enfermedad, teníamos de nuestro lado jeringas y antibióticos.

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En la recámara del capitán, nos reunimos cada sábado a leer cuentos de creación propia y contar la cantidad de ganglios inflamados en nuestro cuerpo. Nunca falta el leproso fanfarrón (tremendo imbécil) que presume con altanería las dos bolas que le brotan en el cuello o en las axilas. Luego, sumergido en un mar de analgésicos, llora infantilmente por la falta de empleo y sus escoriaciones nos salpican a todos, contaminando de materia oscura los daiquiris que con tanto amor preparó Mariana.

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Cuando los leprosos duermen, sedados por la química de sus conciencias, dejan de respirar. En lugar de soñar hacen metástasis. Y la habitación se ve invadida por el ejército mexicano, que a esas alturas, ha comenzado con sus cateos de rutina. Buscan entre los escombros del edificio a las víctimas de un ataque terrorista. Buscan entre los escombros a sus madres perdidas en el desierto. Buscan entre los escombros, a falta de leprosos despiertos, conejillos de indias, cortinas de humo, alfombras de pasto, automóviles vivientes, estudiantes furiosos, presidentes cibernéticos, niños, perros, gatos, sustantivos, argumentos. Se les ve fatigados. Se les ve suicidas. Pero continúan con su tarea, porque la noche es joven y el país está en llamas.

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No tenemos miedo, tenemos asco. No tenemos rabia, ya nos vacunaron con tres o cuatro dosis, según quienes nos recetan el carnet del seguro social. Pero aun así estamos escondidos en las paradas de autobuses, debajo de los puentes y, si bien nos va, en los basureros municipales. No tenemos pertenencias, nos quedan algunas latas de atún y una revista de espectáculos. Vamos a seguir contando los días para la rebelión. Ya habrá un futuro país de los desmembrados. Una república oriental de las amputaciones.

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Somos hombres mediocres. Dejamos que la fruta del cesto se pudra sin dar bocado. Cuando llega el momento de untarnos las medicinas, lloriqueamos por la falta de televisión y el ardor y la soledad. Aspiramos todos los días a que la ansiedad nos devuelva a nuestros viejos amores. Le decimos, en secreto, que estamos hartos, que nos viene bien el miedo, que el Hezbollah. El capitán recoge del suelo las lágrimas de los leprosos más jóvenes. Las acomoda en frascos de mayonesa y después va al centro para empeñarlas. Las lágrimas de leproso se cotizan a buen precio, sobre todo los días de profundo calor, cuando el trópico está que arde y el llanto nuestro parece una llovizna de octubre. Escuché que alguien regaba con ellas los jardines; escuché también, que las lágrimas de leproso curan la lepra. Y antes de desmayarme por la deshidratación, oí decir al capitán que la lepra era un estado de ánimo.

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Debido al aburrimiento y por un ataque de ansiedad, decidí quitarme la piel. La extraje con el rizador de pestañas que olvidó Mariana en el tocador antes de su partida. Según los tutoriales, lo correcto era comenzar por la parte inferior derecha, apretando con el aparato el dedo gordo del pie. Sin embargo, mi falta de destreza con las manos me obligó a iniciar por la cabeza. Fallé, pero con la frente en alto. Ahora tengo en la mesa del comedor unos jirones ridículos de piel morena; las cicatrices se revuelven entre los libros y a los lunares se los llevó el viento. No me queda otro remedio que aprender el arte de la costura y la confección o meterme de lleno a un espectáculo circense. Entender que ir por el mundo descarnado lo convierte a uno en presa fácil.

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Todo comenzó con una rasquera en la mano. Luego llegaron los dedos a cumplir con la labor del ir y venir, desde la muñeca hasta las falanges, completando la ecuación del salpullido. Después la infección alcanzó un pie, más tarde el otro. Al cabo de unas horas ya se hablaba del torso y la espalda. Qué si los glóbulos blancos fallaron, que si los retrovirales no trabajaron a tiempo. Y entonces se salió de control. De un antebrazo caluroso en la multitud del metro brincó hacia un hombro anciano que más tarde encontraría refugio en un abrazo de despedida. Fueron los encuentros de la saliva en la precisión de un beso, de una penetración no lubricada y de alto riesgo que llegó a una inesperada fecundación, nueve meses más tarde, viajando hacia las luminosas ciudades asiáticas. Nadie lo vio venir. Sortearon aduanas de terminales perdidas en la Patagonia. Cruzaron con la caravana de migrantes centroamericanos, a través del río bravo y fueron recibidos, en cuerpos sobrevivientes, por paisanos al otro lado de la frontera. Llegaron convertidos en horda, entre pantanosas camisas a cuadros y vestidos de terciopelo y sandalias de henequén, a las franquicias de supermercados de todo el trópico. Acabaron con los suministros de alimentos y terminaron por detenerse en el cobre de las monedas latinoamericanas, que avanzado el problema, terminarían por perder plusvalía. El mundo se contagió de misterio. De la cara de los ministros y presidentes se caían los discursos, inexplicables, acompañados de retazos de lengua. Los niños de medio oriente nacieron sin orejas, con mutaciones cancerígenas, y en la soledad de una ceguera que no pudo ser diagnosticada. “Muerte y destrucción” confirmó un medio en el espectacular encabezado del año nuevo. Entonces los automóviles de la ciudad de México se detuvieron a falta de conductores en las avenidas. Los aviones, oxidados, perecieron en el olvido. Un celular vibró en el rincón de un callejón oscuro. Una mano con rasquera intentó contestar y luego ya no hubo comunicación.



Arte: fotograma de The House is Black (1963, dir. Forough Farrokhzad)

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