Rebobinar


por Eduardo Montero


Ella abrió los ojos. Fluido rojo sobre el concreto comenzó a absorberse por las heridas y contusiones de su cuerpo. Las cortadas se cerraron. Su brazo se enderezó. El hueso expuesto de su pierna se soldó. Fragmentos cristalinos flotaron hacia el barandal del tercer piso. Ella ascendió junto con ellos, expresando horror en su rostro. Los brazos le revoloteaban, haciéndola volar hasta el ventanal de una tienda de cosméticos. Astillas y cuchillas transparentes se reacomodaron, formando un muro de vidrio. Ya dentro del edificio, avanzó de espaldas dando tropezones.

Momentos antes, un revólver recorrió a rastras el camino hasta una mano inerte. El cuerpo de un hombre agujerado en cien levitó hasta ponerse de pie. Un proyectil de plomo saltó del suelo y le dio en el hueco. Manchas de sangre y sesos sobre los estantes le siguieron el paso, sellando la herida. La bala fue escupida del otro lado, adentrándose en su madriguera por el cañón. La mano, al fin revitalizada, descargo el gatillo y puso el seguro.

El hombre y la mujer se encontraron en un abrazo frenético, seguido de gestos y gritos iracundos. Caminaban hacia atrás. La discusión siguió hasta una mesa del centro comercial. Se sentaron. Los gritos cesaron cuando un celular estrellado recuperó la forma y se lanzó hacia la mano de la chica. La pantalla se encendió. Alguien más se recostaba desnuda junto al hombre del revólver. La indignación y sorpresa de ella fue descendiendo. Su corazón dejó de exaltarse. Él se puso de pie, marchando hacia los baños, sin dejar de verla asustado. Una vez fuera de peligro, se lavó las manos. El agua corrió por el desagüe cuesta arriba hasta la llave. Regresó el jabón en sus manos, depositándolo en la barra. Cerró la llave, avanzando al mingitorio.

En tanto, ella sonrió tras dejar el celular en la mesa. Una bola de helado regresó al cono que la sostenía. Con cada probada el postre se hacía más grande y su lengua devolvía el sabor vainilla a la mezcla. Él regresó del baño, mostrándole el dorso de su chamarra a su doncella. Avanzaron hasta la máquina de nieve tomados de la mano. Ella jaló de la palanca y la máquina comenzó a absorber el contenido del cono. Dejó la costra de harina junto a las demás. Entonces él pudo bajar la cortina, para cerrar el candado de una mordida, usando las pinzas que recogió del suelo.

El proceso se repitió a lo largo de toda la plaza, con los dos invitados nocturnos acurrucados, entrando a un local, devolviendo alimentos nuevos, vestidos marcados y productos sellados a los estantes que les correspondían, para posteriormente bajar la lona y sellar los candados con las pinzas.

Le dedicaron la mitad de la velada a dos sitios especiales. Al que arribaron con la noche más entrada, una mueblería, fue el primero. Fatigados, se desvistieron hasta quedar desnudos y empapados sobre el colchón más grande. Los espasmos iniciaron en un instante, dejando caricias de tanto en tanto, hasta que el calor entre ambos cuerpos se desvaneció lentamente. Las ropas tiradas flotaron hasta sus dueños, quienes se vistieron en medio de una tensión incontenible el uno al otro. Avanzaron a la entrada, para repetir el acto de la lona y el candado.

El segundo lugar fue el último en abrirse. Con los sentidos nublados, recogieron las botellas vacías de vinos, cervezas y alcoholes. Las alzaron de una en una sobre sus bocas. Inyectaron los mareos en los envases, para luego sellarlos con ayuda de un destapador. Una vez todas las bebidas se ubicaron en orden, salieron de ahí y cerraron.

La última parada fue el cuarto de empleados. El hombre arrastró una piedra decorativa que bloqueaba la entrada. Unas llaves saltaron de un arbusto artificial, cayendo en las manos de la mujer. Ambos recargaron sus manos en la puerta y abrieron. Un guardia de edad avanzada se lanzó hacia ellos, quienes lo atraparon y lo sostuvieron. Entre gritos y escándalos, las botas del hombre pisaron los restos de un radio. Una vez reparada, la devolvió al oficial, así como las llaves que sostenía la mujer. Los tres continuaron sujetándose hasta llegar a la fuente de la entrada principal. Un forcejeo se sostuvo unos minutos entre el guardia y el hombre. Ambos pelearon por el revólver, pero el hombre perdió. La pareja se alejó del velador y devolvió el arma a su funda. El vigilante reanudó su ronda mientras los enamorados avanzaron hasta una ventana rota. Ella fue la primera en salir, apoyándose en las manos del hombre para tocar el asfalto del estacionamiento. Una vez fuera, las pinzas repararon la ventana de un golpe. Libres de todo daño, avanzaron abrazados al único vehículo en el exterior. Él guardó la herramienta en su motocicleta, besando a su amada. La adrenalina dejó sus cuerpos, llevándolos sobre la moto en reversa hasta que las cámaras de la plaza los dejaron de captar.  

Con un par de atolondrados rodando en la carretera, el rebobinado de las cintas llegó a su fin y el detective forense procedió a dejar la cinta avanzar una vez más.



Eduardo Montero. De infancia nómada, recluido en los libros. 20 años. Nacido en San Luis Potosí. Estudiante de administración, carrera inversa a la de las letras. Me conté historias por las noches hasta que, llegado el momento, comencé a escribirlas.

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