Serial. Antología de minificciones del concurso Cuentober 2022



El 2022 fue un año particularmente interesante para los seguidores del infame, pero amado true crime: el caso de Gabby Petito se desarrolló en tiempo real por medio de las redes sociales, y fueron justamente creadores de contenido quienes aportaron las pistas más importantes; se capturó al presunto responsable de los asesinatos de Snapchat; Sherri Papini recibió sentencia por fingir su propio secuestro; y dos misterios de más de 60 años fueron parcialmente resueltos: la identidad de Taman Shud y la de “El niño en la caja”. 

En lo que respecta a series, películas y documentales, Netflix brilló en todos los frentes: habló de estafadores como Anna Delvey y Simon Leviev, pasó por ángeles de la muerte, y llegó incluso a Chile, con el caso de Viviana Haeger. Pero el estreno más esperado fue la miniserie Dhamer, con un Evan Peters poniendo en juego su salud mental de nuevo dando vida a un asesino serial especialmente recordado por comerse a sus víctimas o por pito, pito, cráneo, dependiendo de cuáles sean sus fuentes de confianza.  

¿Por qué nos fascinan tanto estos personajes a los que no se les debería llamar humanos? ¿Qué nos aporta escuchar sobre la vida de Ted Bundy en cuatro diferentes podcasts? ¿Cuántos documentales necesitamos sobre Richard Ramírez? En este punto, ¿importa ya quién fue Zodiaco? Tras más de 20 años de empaparme de estas historias, puedo decir que no tengo la menor idea: no me siento segura por conocer sus métodos, ni creo que todo lo que sé de ellos me vaya a salvar de un final atroz; sus pormenores me han dado mucho contexto social de determinadas épocas, pero tampoco era imprescindible saber la moda de 1970. Así, no me queda nada más que mirar al abismo y saber que éste me devuelve la mirada.

Sin más excusas para disimular el morbo, el Comité Intergaláctico Marabuntiano presenta esta antología llena de monstruos que vagaron a plena luz del día para llevar oscuridad. Y por si quieren creer que todo ello quedó en el pasado, o que ni siquiera le incumbe a Latinoamérica, recuerden que Luis Alfredo Garavito, asesino de por lo menos 172 menores de edad, podría ser liberado este 2023.

Jack el Destripador

“La luna de Londres”, por Verónica Itzel Calvario Sánchez

La luna tiene un velo extraño y lúgubre. Últimamente todos tienen miedo de salir por la noche. Solo los más temerarios caminan sin compañía… ellos y quienes se ven en la necesidad de hacerlo. Nunca se sabe cuándo atacará el mal, ese personaje que, después de apuñalar y degollar, termina desapareciendo como humo en el aire.

Toda la policía ha enloquecido con estos sucesos. El monstruo se burla de todos ellos. Han hecho planes para atraparlo, pero ninguno ha funcionado. Son incompetentes… pero yo no. Sé que puedo detenerlo. Yo sola. Puedo parecer débil, pero no lo soy. Mi padre, un detective retirado que trabajó años con la policía londinense, me enseñó casi todo lo que sé… lo demás lo aprendí por mi cuenta. Papá me enseño cómo defenderme… pero hoy seré carnada.

Hace mucho frío, pero mis brazos están desnudos. Mi piel blanca brilla como rayos de luna en la oscuridad. Me he asegurado de llamar la atención. Mi cabello negro hace un bonito contraste con mi vestido rojo brillante… y mis labios… ellos tienen un color a sangre fresca.

Tendrá que verme. No se podrá resistir. Tendrá que venir a mí. Escucho pasos que se van haciendo más cercanos. ¡Qué desilusión! ¡Es solo un oficial haciendo su ronda nocturna!

El oficial pasa, me ve con una mezcla de lujuria y desagrado y continúa su camino. ¡Vaya protección! ¡Con razón el monstruo hace lo que se le da la gana!

El aire es sumamente pestilente en las calles de Whitechapel. La pobreza que encierran los prostíbulos impregna todo el lugar, como un perro que ha marcado su territorio. Siento un escalofrío al pensar en lo que viven esas pobres mujeres todos los días… y todas las noches. 

Recorro las calles sin éxito hasta que algo llama mi atención. Escucho gritos, vienen de un prostíbulo, me asomo por la ventana y veo a un borracho gritándole a una mujer. A mi derecha alcanzo a ver una sombra. Me agacho. He esquivado una mano que iba a sujetarme del cabello. Es un hombre o tal vez una bestia. Su cuerpo es enorme. Desenvaina una espada corta y yo saco la daga que escondía en mi vestido. Comenzamos a pelear… en silencio. Esta es una pelea únicamente entre los dos. No necesitamos espectadores. Él me hiere y yo lo hiero. La adrenalina sobrepasa el dolor y ataco con todas mis fuerzas. La sangre de mi enemigo brota y me cae en los ojos, cegándome momentáneamente. Para cuando logro ver, el sujeto ha desaparecido. 

Sangro, aunque mis heridas no son graves. Es momento de regresar a casa.

Han pasado meses y no se ha vuelto a hablar de Jack el Destripador. Tal vez me tenga miedo… o quizás ya no puede sostener espadas con los dedos cortados. Sus dedos son la parte favorita de mi colección de souvenirs de asesinos seriales. Quizás… tal vez algún día se los enseñe a papá.


“The Ripper”, por Jurieto

La luz de luna apenas lograba filtrarse entre los callejones de Whitechapel, mientras caminaba sentía que cada una de las casas se cerraba poco a poco sobre mí.

El único sonido perceptible era el de mis pasos sobre los adoquines, intentaba caminar los más rápido posible cuidando que mis tacones no se atascaran en los huecos de la descuidada calle, evitando los charcos formados por líquidos repugnantes. 

El frío de la noche londinense se colaba por mi viejo abrigo, mis medias gastadas tampoco ayudaban a protegerme de las inclemencias del tiempo, así que camine más rápido.

Mi respiración se hacía más agitada, la oscuridad me envolvía, sabía que era peligroso, sabía que tenía que salir de aquí, que no podía permanecer mucho tiempo más. Pero necesitaba volver.

A nadie le importaba lo que le pasaba a las personas que vivían aquí, las que no veían otra salida más que vender su cuerpo, los que se habían refugiado en el alcohol y habían olvidado quienes eran, la escoria de la curiosa sociedad de Londres.

De un momento a otro ya no me encontraba sola, mis pies no eran los únicos que recorrían estos caminos tenebrosos, había alguien más conmigo, alguien que se acercaba rápidamente, pero cuyos pasos se sentían inseguros. Aferre mis manos al abrigo intentando mantenerlo pegado a mi cuerpo, sabía que en cualquier momento aquella persona me alcanzaría. 

Así lo hizo, me detuve de pronto y pude sentir su aliento pútrido en la nuca, volteé lentamente y me encontré frente a frente con su rostro, sus ojos vidriosos, los labios resecos, la piel transparente, su mirada de súplica. 

Entonces tome la navaja que se encontraba en mi bolsillo y en un solo movimiento corte su garganta de un lado a otro, sin darle la oportunidad de hablar. Cayó de rodillas frente a mi llevándose las manos al cuello, intentando en vano detener la sangre, su rostro de confusión duro unos instantes, antes de perderse por completo, mi navaja se encontró su cuerpo varias veces más.

No lo había podido resistir, lo había hecho de nuevo, tenía que salir de aquí.

Aileen Wuornos

“Monstruo“, por María José Martínez Delfín

Soy la silueta de la mujer fumando junto a la gasolinera, encorvada y escondida en la luz oblicua de los zepelines; un alma perdida entre el kilómetro xX y el próximo motel. Soy la cola del cigarrillo que aplasta el tacón, manchas grises de ceniza en el concreto, con el brillo verde del anticongelante sangrante e insectos panza arriba. Imagino la llama que nacería de mi chispa si besara el nafta corriendo junto a mí. Entonces sería una llama que se alzaría al oscuro firmamento y mis largos brazos abrasarían el metal, el hule y la carne podrida de los transportes nocturnos, con su ruido ensordecedor, de jadeos como cerdos y aliento a cerveza con cebolla. Soy la sombra, el diablo al que invitas a subir, abriendo la puerta del auto a la par de tu cremallera. Soy la piel moreteada, la boca sangrante de la mujerzuela desgraciada cuyo nombre no preguntas durante tu parada. Soy la ira y el despecho de un arma humeante, el fuego automático que perfora tu carne hinchada, tu estómago goteante. Soy la risa de mi venganza, que regresa y regresa con cada tiro. Soy la herida que los desgarra —uno a uno— antes de volver a ser una silueta más en la carretera. Cuando creen que me tienen, me escabullo y me convierto en algo más. Y así, incluso en la muerte, continúo. Quizás, por eso no entienden lo que soy y me dicen “monstruo”, pero yo sé bien lo que soy. Y sólo por eso hacen bien en temer…


Sin título, por Alan Mujica

Crecer altera la memoria, mientras uno va envejeciendo pocas cosas se van recuperando con tanta lucidez, el primer beso, tu primera vez, un abrazo de papá y mamá, sin embargo, algunas otras continúan punzantes dentro de tu cerebro y quisiera que aquel día no hubiera pasado, poner cualquier pretexto para no ir, fiebre, un familiar grave, no lo sé, algo.

—Es tu turno. 

El jefe de redacción solo daba la orden y teníamos que acatarla, sin chistar, a mí me daba lo mismo, era mi trabajo; La regla era clara: no cámaras, no grabadoras, no lápices, la prisión estatal de florida quería primeras planas sin ceder al menos un permiso para fotos o una libreta. constantemente teníamos que asistir a ejecuciones, no era la primera vez, conocía los protocolos, los eternos módulos de inspección, entramos a aquel pequeño cuarto, una ventana enorme nos separaba, yo siempre omití a los familiares de las víctimas y a la familia del acusado, que por lo regular entraban primero, era doloroso verlos, pero está vez era diferente, eran pocas personas, tomamos asiento y frente al gran ventanal entraron dos guardias, un médico y detrás de ella una mujer muy extraña, de nariz chata, cabello cano, muy desalineado, y un mentón remarcado adornaban su rostro, sin embargo tenía unos ojos enormes muy expresivos, al sonreír echaba un poco la cabeza hacia atrás, mostraba aquellos dientes grandes y por un momento parecía que sus cejas desaparecían lo cual remarcaba las grandes cuencas delante de sus pómulos, mientras avanzaba se notaba la estatura y resaltaba entre los guardias y el doctor. sabía que venía a continuación, las últimas palabras que la mayoría de medios usaría para sus encabezados, nosotros también lo hacíamos, eso siempre me repugno, entonces habló y de aquellos labios delgados y manchados salieron las palabras: “Sí, solo me gustaría decir que estoy navegando con el Peñón y volveré. Como el Día de la Independencia con Jesús, el 6 de junio, como la película, gran nave nodriza y todo. Vuelvo enseguida” se recostó sobre la camilla, y venga la inyección, poco a poco ese rostro cansado y agresivo se fue apagando, poco a poco y luego todo se había acabado, después me contaron todo lo que hizo, su historia, cómo vivió y por qué se volvió lo que era, así como las injusticias en su sentencia, tantas vidas, tan poca justicia para nadie, renuncie poco tiempo después, eran demasiados crímenes legales que había visto, me absorbió cada centímetro de energía, pero día a día, veía esa sonrisa, esos ojos observando fijamente, en las sombras sus ojos resaltaban más, a veces despierto en la madrugada y ahí, en la orilla más oscura de mi habitación, la veo de pie, sonriendo y aunque ella no podía verme sé que lo hizo, sé que me juzga por haber estado ahí, en su último día, antes de su regreso…


“El espejo”, Verónica Itzel Calvario Sánchez

Es casi un ritual… despertar varias veces en la madrugada… dormir poco… dormir mal. El cuerpo le duele, en especial la cabeza. Se siente mareada. Le repugna el amargo sabor a cigarrillos y alcohol que tiene siempre en la boca. Ninguna postura es cómoda para dormir. 

Las pesadillas son su cruel acompañante nocturno. Casi siempre despierta con un grito y el corazón palpitante. Después, va al baño y se mira en el espejo. En su reflejo ve un monstruo con los ojos inyectados en sangre y la piel pálida. Es el monstruo de sus pesadillas. Sus ojos derraman lágrimas y siente un nudo en la garganta. Aileen Wuornos quiere escapar, borrar todo lo que ha hecho, empezar de cero… pero no puede.

Beberá más alcohol para olvidar, como si se tratara de un analgésico. Luego, la atrapará un sueño intranquilo y una vez más despertará. Arrastrará los pies hacia el baño y nuevamente se mirará en el espejo… con la esperanza ingenua de que esta vez el monstruo se haya ido para siempre.


“Placer y muerte”, por Guillermo Baños

La sensación de matarlos la llevaba al límite de sus sentidos, la necesidad de llevarlos al límite le provocaba adrenalina desbordada, su estilo era único, el placer de verlos sufrir la hacía sufrir placenteramente. Al último de ellos le quitó el aliento con un beso de muerte, mientras dormía dominado por el alcohol y el coñac, esa maldita estranguló su cuello hasta escuchar un chasquido tan fuerte que retumbó en sus manos como en sus tímpanos, temblorosa de manos, pero estoica de corazón, dejó su cuerpo inerte bajo las sábanas de aquel motel de cuarta con una muerte de primera. Esa vez fue la última, la policía ya la esperaba afuera, con más dudas que determinación, lo había hecho en repetidas ocasiones sin que nadie sospechara, al parecer salió todo a la perfección, casi todo, el vecino de al lado observó esos minutos finales de aquel hombre, vio aquella escena mortal, vio aquellos dedos incrustados en el cuello con tanta ira que parecían fijos al cuerpo inmóvil de la víctima en turno, pudo ser testigo de la furia en los ojos de Mercedes, furia desbocada en reprimidos gritos de la infancia, en miradas interminables que reclamaban, que añoraban.

Andréi Chikatilo

“El carnicero”, por Cema López

Jamás sentí odio y rencor hasta que lo conocí.

Pasé muchos años tratando de entender el porqué, de porque me lastimo, me humilló, me mato.

Que por alguna razón después de morir y ser devorada por este carnicero no pude separarme de él. Quizás signifique algo para él, o quizás por ser la primera que él consumió, cualquier razón que sea, fui condenada.

Tuve que observar hacerle lo mismo que me hizo a mí a mucho otros. Llevarlas al bosque tocarlas, hacerlas sangrar, matarlas y a algunas, devorarlas.

Siempre mirando con impotencia y una rabia desmedida, a veces podía mover ciertos objetos, hacer ruido y distraerlo. Pero siempre en vano.

Intenté ayudar al principio, pero me di por vencido por la imposibilidad.

Cuando al fin lo atraparon y lo ejecutaron sentí tanta dicha y tanto placer, que me sorprendió porqué últimamente ya no sentía nada.

Pero creo que ver su mirada fija en mí, y ver sus ojos llenarse de lágrimas me dio la paz que había añorado por mucho tiempo. Podía verme, y sé que, si entraba en mi dominio después de morir, el condenado será el.

Fin.


“El bosque de los secretos”, por Verónica Itzel Calvario Sánchez

No me gusta su aroma. Creo que soy el único al que le molesta. Huele a sangre vieja y carne podrida. El olor está en su ropa y en su aliento. No puedo evitar olerlo… sobre todo cuando se me acerca.

No sé por qué le agrado tanto. Hago mal mis tareas y no presto atención a clase, pero él sigue acercándoseme. Todos los días lo hace. Algunas veces me pide que me quede un momento cuando suena la campana del final de clases. Y entonces se acerca… muy, muy cerca.

No me agrada que me toque. Sus manos frías y ásperas recorren mis hombros y mi espalda mientras me invade un escalofrío.

Hoy, el maestro Andréi Chikatilo me ha invitado a su casa para tomar clases particulares. Bueno, no solo a mí, también a uno de mis compañeros: Nikolay. Nos dijo que vive en una bonita cabaña en el bosque y que la vamos a pasar muy bien. Yo de inmediato contesto que no puedo ir. En cambio, mi compañero, quien va pésimo en todas las materias, acepta.

Hace varias semanas que Nikolay dejó de venir a la escuela. Posiblemente las clases privadas llegaron demasiado tarde y sus padres decidieron sacarlo del colegio. Tenía muy malas calificaciones… casi tan malas como las mías. ¡Tengo miedo! ¡Me aterra que me pase a mí también! ¡No quiero ver a mamá y papá enojados!

Hoy, el maestro me ha pedido nuevamente que me quede. Esta vez me lo ha susurrado al oído, mientras yo me quebraba la cabeza intentando resolver los ejercicios de matemáticas que él acababa de escribir en el pizarrón. 

Cuando la campana suena, todos los alumnos huyen de su salón de clases. Todos menos yo.

Una vez solos, el maestro me entrega el examen que hice el día anterior. Al verlo, siento un hueco en el estómago. Ni siquiera tuve un acierto. 

–¿Y ahora? ¿Qué vamos a hacer, pequeño Iván? –me pregunta él mientras acaricia mis hombros, casi haciéndome daño. Su aliento es fétido, siento que me asfixia. Me parece que el olor a sangre vieja y carne pútrida que despide es más fuerte el día de hoy.

Su mirada me da miedo. Me siento incómodo, asqueado y quiero huir como lo han hecho los demás niños al sonar la campana, pero no puedo. No hay escapatoria. Estoy a punto de reprobar el año. 

No puedo decir una sola palabra. Siento mucha tristeza y apenas puedo evitar llorar. No quiero ir con él, pero sé que no tengo opción. Le doy la mano y él me sujeta con fuerza, como si temiera que fuera a escapar… pero ya me he resignado a mi destino… Partimos en silencio.

Antes de entrar al bosque, el profesor detiene el paso y me clava una mirada rara. Se moja los labios con la lengua y su estómago hace ruido. 

Sé bien lo que significa ese sonido. Andréi Chikatilo tiene hambre… mucha, muchísima hambre.


“El sabor de la muerte”, por Guillermo Baños

A lo largo de su vida siempre mostró esa sonrisa vacía y profundamente llena de dolor, aunque pareciera un contraste sería lo que al final dictaría el camino a la muerte de tantas personas a ser el plato fuerte de una mente descomunalmente enferma.

Hurgar en las articulaciones, en la sangre fresca y entre los huesos, se volvió un costumbre macabra y enferma a la vez, esa obsesión monumental de comer, rasgar y englutir todos los sueños, los gritos de auxilio y la ansiedad por seguir viviendo de sus víctimas.

¿Era placer? ¿Era obsesión? Tal vez aquellos gritos desesperados lo motivaban a seguir comiendo, a seguir viendo el sufrimiento a la vez que se extinguían las esperanzas, las respiraciones, los últimos parpadeos.

Esa misma mirada, ese mismo semblante, esa misma mente caníbal con tanta fuerza para derrumbar esperanzas de aquellos que nunca pudieron despertar y reclamarle por qué lo hizo, ¿Por qué ellos? ¿Por qué lo hizo? Todas las preguntas jamás serán respondidas con exactitud y todas las respuestas jamás llegarán.

Ed Gein

“Bajo la piel”, por Guillermo Baños

Unos años después comprendió lo que pasaba, el intruso lo volvía a hacer, volvía a penetrar en las entrañas del descanso eterno y se volvía un intenso va y ven que lastimaba la tranquilidad de los dormidos.

El repulsivo dolor de ser separado del cuerpo como se separan los gritos de la garganta, el impulsivo atrevimiento de aquella escena tan deplorable, asquerosa y ruin a la vez.

Uno a veces no comprende como aún después de muerto exista tanto mal, tantas ganas de salir y desenterrar historias que parecían conclusas, que parecían que tenían punto final y que al parecer se volvían puntos suspensivos…

En la vulnerabilidad de la muerte no se entiende como una mente puede llegar a tanto, como puede la imaginación llegar al punto de desconocer el sentido común de las cosas, como pueden unas manos estirar hasta romper y rasgar la paz y la tranquilidad del sueño eterno.

Ver todo en partes es indignante hasta para la mente más retorcida, ver partes cutáneas y huesos rotos sirviendo de utensilios es aberrante al máximo nivel, aunque para él, para él no significaba nada, sólo era la rutina diaria de su vida eterna.


Sin título, Irina Jagodzinskaya

“Qué ganas de estar bajo tu piel” le susurró suavemente al oído mientras besaba su cuello.

Ella sonrió.

No sabía que él no hablaba nunca en metáforas.

Goyo Cárdenas

“Manías”, por Guillermo Baños

A todas luces terminarías mal, con tanta maldad de la infancia, con tanta falta de atención, con genes tan distorsionados como notas musicales sin sincronía.

Las señales eran demasiadas obvias, eran tan evidentes que ninguna persona que haya estado involucrada tendría perdón, nadie podría excusarse por dejar seguir ese caudal.

Goyo Cárdenas tan evidentemente normal que pudo pasar desapercibido con tan graves acciones frente a las narices de los que presumen de sentido común, el necrófilo que llevó al límite sus ansias de poder, sus ansias de placer perverso, sus ganas de ver a la muerte de frente con tal excitación que la vida no le alcanzó para seguir saciando su sed de placer.

La infancia, sin duda, marca los límites del comportamiento, marca las pautas de la razón, sin embargo, ésta como muchas otras sigue siendo la excepción.


“Sueño de una noche”, por Verónica Itzel Calvario Sánchez

La contemplaba con adoración y sumergía su nariz entre sus cabellos una y otra vez. Le extasiaba el olor dulce y suave que encerraban esos bonitos bucles. ¡Qué bella era Graciela! Justo como le gustaban. Una joven estudiosa, limpia, una niña de familia. No como aquellas chamacas, las del jardín. Esas mujerzuelas nunca podrían compararse con ella.

—¿No que no, Gracielita? —le decía mientras le quitaba la ropa—. ¡Sé que te mueres de ganas! ¡Que no te dé pena, estamos en confianza! ¡Nadie te va a ver!

Las horas pasaron y Goyo se veía a sí mismo como el mejor amante, caballeroso y romántico como el Romeo de Shakespeare, e incluso repetía frases de la obra, fragmentos que habían quedado esculpidos en su perturbada mente de estudiante.

—¡Ay, Gracielita! ¡Lo sabía! ¡Tú eres mejor que ellas por donde se te mire! —decía Goyo tirado panza arriba, descansando después de la agotadora descarga de energía.

Goyo se levantó y miró a su Julieta de ojos secos, cabello alborotado y moretones espantosos.

—Aquí termina lo nuestro. Quiero que sepas que yo te quería en serio porque eres… eras una niña muy especial para mí. Nunca debiste negarte. Es tu culpa lo que hice y es tu culpa lo que nos está pasando a los dos. ¡Oh, destino cruel que haces que los amantes duerman abrazados bajo las estrellas para luego separarlos al amanecer!

Goyo caminaba muy erguido hacia el hospital psiquiátrico después de enterrar a Graciela en el jardín, junto con las otras. En la mano llevaba uno de esos perfumados bucles que tanto le gustaban y lo olía repetidamente, sobre todo en los momentos en que se cuestionaba si en verdad encerrarse en un psiquiátrico era la única salida.

Ya de mañana, Goyo se detuvo frente al hospital psiquiátrico y aspiró con mucha fuerza, una vez más, el delicioso perfume de su amor perdido. Luego, tiró el bucle dentro de un bote de basura. No fuera a ser que alguien lo viera con eso tan raro y creyera que estaba loco.

Carlos Robledo Puch

“Sabor a pólvora”, por Guillermo Baños

Los impactos eran cada vez más comunes, más anunciados, más rencorosos y llenos de odio, aquellas vidas reclamaban ser devueltas, aunque nunca lograrían su cometido ante tales disparos de fuego.

Un brindis a la vida o a la muerta de su víctima, fue el sello característico, acabar con la vida a mano armada se había convertido en una costumbre malévola y rencorosa, rencor que nunca vio un mejor camino que la muerte.

Aquel insaciable hombre de muerte, en complicidad con lo impune y funesto, los gritos de dolor y justicia nunca significaron nada para sus oídos, nunca escuchó a nadie, a las voces que pedían auxilio, que pedían parar y solo lograron añadir más trofeos al ego de un alma condenada a los violentos desenlaces.

Rosemary & Fred West

“La residencia West”, por Guillermo Baños

Paredes llenas de voces, ansiosas de gritar la verdad, frustradas de justicia, de vanidad, de llanto y lágrimas. La triste fijación de casi infantes, la desastrosa realidad de aquella pareja de mentes inmunes al dolor, inmunes a los límites, inmunes a ver a la muerte de cuerpo completo. ¿Por qué tan rápido acabar con todas esas historias? ¿Acaso arruinar vidas le vendría mejor a su currículum? Lo cierto es que aquellos gritos atrapados entre los muros de la residencia WEST, se convirtieron en un eco profundo en la mente de su asesino. Los reclamos eran tan fuertes que no soportó más y bajo el argumento de la cobardía, acabó con su deplorable vida, acabó de tal manera, que ni siquiera tuvo el valor civil de enfrentar a la vida consecuente y prefirió la muerte como pretexto perfecto. Al final, la vida no regresa, no resucita, simplemente nos condena, con años perpetuos de sombras, con sombras perpetuas de voces, voces incesantes que no paran de sonar, que simplemente no se conforman con años de prisión, porque el encierro de la mente será el mejor castigo para una mente sin límites.

Libre

“Luz de noche 🔦💀”, por Carlos Trapala

Había llegado la noche y el pequeño Dany corría a su habitación, buscaba un refugio seguro, encendió su lámpara de mano que estaba cerca de su cama y empezó con su ritual de todas las noches. Iluminaba su cuarto por todas partes, debes ser un niño grande le decía su madre desde el otro lado de la puerta. El pequeño Dany no dejaba de repasar su cuarto con la luz intensa de su lámpara, se enrolló con su cobija, pero sin cubrir su cabeza, la poca luz que entraba por su ventana le hacía ver extrañas sombras que parecían avanzar hacia él, recorrían su cuarto lentamente, pero Dany rápidamente las iluminaba para hacerlas desaparecer, debes ser un niño grande Dany, volvía a repetir sus padre desde la puerta, su miedo aumentaba, tenía escalofríos y una extraña sensación de que algo sucedería muy pronto.

La puerta crujió un poco, la perilla de la puerta se movía y una pequeña abertura se empezaba a ver, Dany ilumino rápidamente la puerta, sus ojos se abrieron a tope y sus manos empezaban a temblar, Apaga esa luz Dany, ya es muy tarde, le decían sus padres desde aquella abertura, tú no eres mi mamá, no eres mi papá, contestó Dany tratando de sonar normal, pero su voz era temblorosa. La puerta se abrió de golpe, una sombra entró directamente bajo la cama de Dany, el pequeño trataba de iluminar todo su cuarto, su cama empezaba a levantarse, sus cobijas eran jaladas bajo la cama hasta dejarlo desprotegido, Hola Dany, dijo aquella cosa desde la cabecera de la cama, Dany giró rápidamente y lo pudo ver muy claramente, unos ojos con brillo platinado y una dentadura amarillezca en forma de una sonrisa mórbida se acercaban rápidamente hacia él, envolviéndolo en una oscuridad absoluta.

A la mañana siguiente sus padres lo encontraron enrollado entre las sábanas, estaba en estado de shock, con los ojos muy abiertos, demacrado y con ojeras muy marcadas, no podía hablar ni moverse, lo único que pensaba era en esas últimas palabras que habían salido de aquel horrible rostro…Nos vemos en la noche Dany, siempre estaré contigo.


“La charla”, por Verónica Itzel Calvario Sánchez 

Era un bonito día de primavera. Los pájaros cantaban, el sol brillaba y una suave brisa refrescaba el alma. ¡Un día perfecto para conversar en el parque disfrutando del frondoso paisaje!

—Creo que deberías parar -comentó Esteban dando un sorbo a su capuchino.

—¿Por qué lo haría? -preguntó Mario entre risas y dio un sorbo a su chocolate.

—¡Porque ya estoy harto de esto! ¡Ya no puedo soportar esos horribles gritos! Y esos ojos… no los puedo olvidar. He visto tantos… ¡Los recuerdo todos!

—No me vayas a decir que tienes remordimiento. Es muy tarde para eso. ¡Tus manos están tan manchadas de sangre como las mías!

—No es remordimiento. ¡Es cansancio! ¡Ya no quiero seguir!

—Tú no eres así, Esteban. Yo sé que te gusta tanto como a mí. Te conozco prácticamente de toda la vida.

—Ya no me gusta. He cambiado. Si sigues con eso, te voy a delatar. ¡Te lo prometo! 

—¡Inténtalo! ¡Sé que nunca lo harás, eres un cobarde!

—¡Ya lo verás, idiota!

Mario estaba tan furioso que le temblaban las manos. Era algo inaudito que Esteban, su mejor amigo desde la infancia, su cómplice del mal, su sombra fiel, ahora dijera tales sandeces. Simplemente no podía creer lo que acababa de escuchar.

Sin dejar de temblar por la furia, Mario se levantó bruscamente de la banca en la que había permanecido sentada su solitaria figura durante gran parte del día. Recogió los vasos del capuchino y el chocolate, aún sin terminar, que se habían enfriado hacía horas, y los echó al bote de basura que estaba a un costado.

Sentía un horrible sabor amargo en la boca. No sabía si era por la discusión o por la mezcla del chocolate y el capuchino que inundaba su boca.

Fuera como fuera, sabía que esa noche se sentiría más solo que nunca cuando apuñalara su nueva víctima. 

Sin embargo, no había marcha atrás, Esteban… su querido Esteban había perdido la cabeza y ya nunca más podría confiar en él. 

El corazón le dolía y se sentía traicionado. Tal vez, tal vez también habría que eliminarlo. 


Sin título, por Lazar LlavRan

—¿Porque tanto silencio?, si siempre te ha gustado hablar mucho, ¿en verdad no me hablaras?

Ya te había dicho que quería verte y hablar contigo, pero me ignoraste, ¿por qué no dices nada?

¿Acaso te parezco muy poca cosa para dirigirme la palabra? ¿Ni siquiera eso merezco?

—Muy bien, tu silencio ha dicho todo— grito, al tiempo que hacía deslizar un plato con comida hacia dentro de la habitación, en donde ella estaba acurrucada y llorando en silencio.

—Siempre he sido tu mayor ᗩᗪᗰIᖇᗩᗪOᖇ, debes entenderlo— dijo mientras cerraba la puerta…



Arte: Duane Morales

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