Confesión


por Daniela Perlín


Mi housemate es un asesino serial. Me lo confesó hace poco, aunque creo que yo me di cuenta desde mucho antes, ya que había ciertas señales. No es que sea un experto, nunca he tocado un libro de psicología en mi vida, sin embargo, algo sé gracias a las películas, series y documentales que he visto y que explotan este aspecto del crimen. Honestamente, quise pasar por alto la sangre en las uñas que le llegué a notar, su fascinación por observar a los transeúntes desde la ventana, su obstinación por no permitirme abrir su estudio para inspeccionar que no tuviéramos más animales corriendo por ahí, luego de que encontráramos una rata en el baño. Apagué mis propias sospechas porque eso de los asesinos seriales me parecía cosa de los estadounidenses y porque me era imposible creer que un demente y yo estuviéramos compartiendo el mismo techo.

Ha sido bastante abierto en cuanto a su “condición”, por llamarlo de alguna manera, y me ha explicado varias cosas sin alterarse. Me refiero a que no se le ha movido ni uno de sus cabellos negros, ni una lágrima en sus ojos verdosos, ni una arruga de más en su frente ancha, ni un temblor en sus finísimos labios o en sus manos callosas.  Me ha contado acerca de su niñez, los detalles de su crianza que él piensa influyeron en sus futuras obsesiones, sus primeras víctimas, sobre las que siguieron, su metodología, esto último a grandes rasgos pues, “no deseaba asustarme”, entre otros asuntos.

Con riesgo a sonar igual que un loco, y aclarando que jamás justificaría la violencia, siempre me ha sorprendido el contenido simbólico de los crímenes cometidos por los llamados asesinos seriales, cómo a cada uno de sus actos le dan un significado retorcido, que tiene que ver con sus propias experiencias traumáticas. Los verdaderos poetas malditos, ruines e imperdonables, que usan a los seres humanos como los escritores a las palabras, poniéndolas al servicio de sus compulsiones más enfermizas y secretas. Ni siquiera he tenido que hacerle demasiadas preguntas, todo lo ha ido hilando él mismo como una serie de causas y consecuencias, trazando un camino en un laberinto de terror. Tímidamente, con pánico para ser exacto, quise saber si planeaba aplicar sus prácticas conmigo, pero me ha dicho que simplemente ya no puede.

Nuestra convivencia no ha cambiado demasiado después de aquella conversación. Por las mañanas nos damos los buenos días, le leo algunos tweets en tendencia, hacemos bromas al respecto o abrimos algún debate sobre la sociedad, me voy a mi estudio a escribir. Por la tarde, salgo de mi encierro, me sirvo de comer, le cuento la trama de alguna de las historias que estoy desarrollando. Él asiente con tranquilidad, a pesar de que estoy consciente de su incapacidad para empatizar conmigo o mis personajes, de cierta forma es bueno escuchando. Luego, vuelvo al trabajo o me voy a dormir.

No voy a negar que hay ocasiones en las que casi me muero de miedo, en que tengo que resistir el impulso de cambiarme de casa inmediatamente. Una vez lo encontré observando el cuchillo con el que corto la verdura, estático, ensimismado. Sé que, en el fondo, no me ve diferente que a aquellas personas a quienes les hizo tanto daño. Una noche, mientras yo estaba tratando de dormir en mi habitación, lo escuché salir de la suya y dar los pasos precisos que se necesitan para llegar a mi puerta. Sudé en frío y aunque no hizo nada, ni tocar ni intentar entrar por la fuerza, no pude pegar el ojo casi por una semana completa.

Si sigo ahí es porque no creo encontrar otro sitio donde el pago del alquiler sea tan accesible para mis bolsillos y porque, quitando las excepciones anteriores, vivo con cierta paz. La posibilidad que tengo de ver a la gente fallecida me ha sacado de varios departamentos y casas, puesto que no soporto cuando las personas continúan sufriendo incluso después de la muerte, menos cuando se trataba de personas agradables, decentes. En cambio, aquí, por primera vez, he conseguido ser un médium sin compasión, sin necesidad de ayudar, porque la única alma en pena que habita esta casa, conmigo, es nada más y nada menos que un asesino serial. Era, mejor dicho; a veces olvido que los verbos se conjugan dependiendo de la vida y de la muerte. Ya no puede. Era. Y quizá, ese sea, justamente, su infierno.



Daniela Perlín Vega (Ciudad de México, 15 de mayo de 1997). Licenciada en Filosofía por la Universidad Autónoma de Querétaro. Ha colaborado con diferentes escritos en las revistas Palabrerías, Punto en Línea UNAM, Herederos del Kaos, la Gaceta de la Universidad Autónoma de Querétaro, entre otras. Obtuvo mención honorífica en el III Concurso Nacional de Cuento “Cuéntame uno de muertos” del Canal 22 en el 2017.

Entrada previa No importaba hacia dónde giráramos
Siguiente entrada <strong>Serial. Antología de minificciones del concurso Cuentober 2022</strong>