Si alguno mis quejas oye


Por Yobaiìn Vaìzquez

Dedicado a los caídos en concursos literarios: robados, estafados, embaucados, engañados,
timados, trampeados, desilusionados, defraudados, decepcionados, engatusados.
A todos los que nos dieron atole con el dedo.

 

A mediados de marzo el joven Yo ganó un concurso de cuento en la provincia de Yu. En la ceremonia de premiación le dio la mano al jurado y al señor organizador del concurso. Subió a un estrado para ofrecer un mensaje de agradecimiento. La prensa lo entrevistó y le sacaron fotos. Recibió felicitaciones y aplausos de sus padres, amigos y desconocidos. “Ganar un premio te cambia la vida”, pensó el joven Yo mientras firmaba un montón de papeles.

Le dieron un cheque por diez mil pesos, pero le entusiasmaba más el otro premio: un diplomado de escritura creativa en la Universidad donde había vivido Sor Juana cuando era monja. Con eso podría codearse con los escritores de la ciudad de Mé y hacer amistad con las jóvenes promesas de la literatura. “Cuando salga del diplomado seré más grande que la Décima Musa”, se ilusionó el joven Yo, quien hasta se imaginaba envuelto en un hábito de Jerónima.

Después organizó su tiempo para que nada interviniera con su estancia en la gran ciudad. Sus amigos y conocidos preguntaban:

—¿Para cuándo te nos vas?

Él respondía con sonrisa poco disimulada:

—A finales de septiembre.

Así respondió en abril y mayo, en junio y julio. En agosto las preguntas se hicieron más recurrentes:

—¿Cuándo dijiste que te vas?

 Ante eso nada más podía mentir apretando los dientes:

—Ya mero, nomás que den los viáticos.

Pero su voz temblorosa lo delataba. No había fecha de ida y el señor organizador no daba señales de cumplir con lo estipulado en el premio.

Llegó septiembre, inició el diplomado y el joven Yo hizo intentos para agilizar su viaje a la ciudad de Mé. Envió correos electrónicos urgentes y realizó llamadas en tono diplomático. La respuesta del señor organizador no era la que esperaba:

—Ya estamos afinando los detalles, no te preocupes.

El joven Yo creía de corazón en las palabras del señor organizador, pero no podía dejar de sentirse defraudado. “Le di la mano al jurado y nos fotografiamos juntos”, se consolaba por las noches mientras sollozaba.

La madre del joven Yo dejó de insistir sobre el diplomado, pero también quitó del refrigerador la nota periodística del día de la premiación. El padre le dijo que si ya no iba a ninguna parte, era mejor desempacar las maletas. Dio esta recomendación  porque apenas el joven Yo se enteró que había ganado el concurso, empacó su ropa y así la tuvo durante los meses de espera. El comentario del padre acabó por desquiciarlo. Quemó las maletas con todo y ropa en señal de protesta y arrojó sus manuscritos al fuego. Quiso lanzar el cheque de diez mil pesos, pero no llegaba a tanto su indignación; sobre todo porque el dinero siempre es indispensable cuando alguien ha sido embaucado.

En octubre recibió una llamada del señor organizador. Le anunció que su viaje ya estaba arreglado. En la mañana salía su vuelo para la ciudad de Mé y debía esperarlo en el aeropuerto para que le diera los datos del lugar donde se iba a hospedar. Le dijo que mandara saludos de su parte a la directora del diplomado, porque era muy amiga suya; y por su puesto, que no sólo le diera sus saludos, sino que también hablara con ella sobre los vales de comida patrocinados por la Universidad donde se enclaustró Sor Juana. El joven Yo pasó de la emoción al pánico. No tenía maletas ni ropa adecuada para la ciudad.

Llegó temprano al aeropuerto. El joven Yo cargaba una caja de huevos donde había metido tres mudas de ropa. Encontró al señor organizador sentado en una banca de espera y sin darle la mano, aventó al joven Yo un papel con la dirección del lugar donde iban a darle alojamiento y sus boletos de avión de ida y vuelta. Después de eso se retiró sin despedirse. Extrañado por la actitud del señor organizador, el joven Yo documentó la caja de huevos y se trepó al avión. Pensaba que era mejor llegar a la ciudad como un aventurero y no como turista high class o becario mimado.

Aterrizó en la ciudad de Mé con los oídos zumbándole. Nadie fue a recibirlo. Tomó el metro aun cuando no conocía las líneas y las mañas de los usuarios. De suerte bajó en el zócalo de la ciudad intacto y virginal. Caminó una cuadra hasta dar con la dirección del papel que le dio el señor organizador: era un local de tacos. Al principio dudó de su capacidad para orientarse, pero después tuvo claro que lo habían vuelto a engañar. Estaba a punto de irse, pero el taquero le indicó que si buscaba un lugar para quedarse —dijo por la cara de provinciano del joven Yo y su caja de huevos apachurrada— había un hostal en el tercer piso.

El joven Yo subió a un hostal sin nombre con tres cuartos que no ofrecían convivencia comunal, sino hacinamiento. Una mujer flaca que cargaba un bebé lo recibió con voz mecánica:

—Cincuenta pesos la noche. No visitas. No alcohol. No drogas. No armas blancas. No armas de fuego. Un casillero por persona. Sin candado. Baño compartido. No agua caliente. Prohibido duchas grupales.

El joven Yo salió corriendo de aquel sitio que olía a desodorante de pino y buscó toda la tarde un lugar decente para dormir. Halló el Hotel Zamorano, una ratonera económica y de apariencia segura. Consiguió una habitación estrecha donde sólo cabía una cama, un buró y un closet de fierro viejo. El cuarto apestaba, como todo el hotel, a diesel y pintura de aceite. Para darse ánimos, bautizó al hotel como el Cinco Estrellas y su habitación como la Suite Imperial.

Resuelta la necesidad básica de un techo para guarecerse, el joven Yo fue a presentarse a la Universidad donde vivió Sor Juana. Le abrumó ver la cantidad de seguridad privada rondando en las instalaciones. El joven Yo se anunció con el portero como el ganador del concurso de cuento de la provincia de Yu. El portero comunicó por radio lo que le había dicho, al mismo tiempo lo observaba con recelo. Finalmente anunció que podía entrar bajo custodia, porque allá adentro nadie sabía del tal concurso de cuento. El joven Yo temió que lo llevaran de manita de puerco, pero los guardias no eran tan brutos. Fue llevado a una oficinita atendida por un secretario malhumorado que de inmediato espetó:

—¿Dices ser el joven Yo? ¿De la provincia de Yu? ¿Ganador de un concurso de cuento? ¿Becado para un diplomado?

El joven Yo asintió a todo con la cabeza. El secretario hizo una mueca de cansancio y dirigió toda su atención a una computadora. Después de teclear, hacer varios clics y suspirar dos veces, el secretario habló con indiferencia:

—No me notificaron tu presencia. ¿Dices que vienes de la provincia de Yu sólo para tomar un diplomado de tres clases a la semana?

El secretario no esperó la respuesta. Dejó de ver la computadora y examinó al joven Yo con lástima. Le dijo despreocupadamente:

—Pues si quieres te matriculo. ¿Cómo dijiste que te llamas?

Después de algunos papeleos, el joven Yo estaba seguro que no habría inconveniente con los vales de comida.

—En el premio se mencionaba alimento para el ganador.

El secretario puso los ojos en blanco y sacó una lima para restregársela en las uñas.

—No sé, de eso no me encargo.

El joven Yo insistió:

—¿Será que pueda hablar con la directora del diplomado? Vengo recomendado por su amigo…

El secretario sonrió maliciosamente.

—Imposible, está de viaje.

El joven Yo preguntó como último recurso:

—¿Entonces cómo le voy a hacer para alimentarme?

El secretario se alzó de hombros:

—Habla con la rectora de la Universidad, a lo mejor ella te invita a comer a su casa.

El joven Yo, tan tonto como era, no captó el sarcasmo y se fue de la oficinita pensando que la comida era un caso resuelto.

Pasaron algunos días para que tomara sus primeras clases. Sobrevivió hasta entonces comiendo pan con agua, por eso se le veía desmejorado y ningún compañero se le acercó para saber quién era. El joven Yo se sentó en una butaca frente al escritorio del maestro. El profesor tampoco reparó en el nuevo alumno y comenzó la cátedra con voz de gran sabio:

—Hoy estudiaremos a los escritores que se esconden tras un narrador en tercera persona.

El joven Yo estaba inconforme, esa era una lección para principiantes. El maestro era un erudito de la narrativa, ¿por qué desperdiciaba su talento enseñando cosas tan básicas? Tuvo su respuesta nada más oír los ejercicios de sus compañeros. Todos eran novatos. “¿Y yo qué hago aquí?”, se preguntó el joven Yo, “gané un premio de cuento y exijo conocimientos acordes a mi nivel”. Después de la primera asignatura se limitó a conversar con las señoras que complementaban la materia de escritura creativa con las de macramé y fomi. Sor Juana se volvería a morir de saber que en su nombre se formaban escritores de medio pelo. El joven Yo continuó en el diplomado más por orgullo y no por aprender lo que ya había practicado en la humildad de su provincia.

Después de la decepción tuvo hambre. Fue a la cafetería y vio que los precios eran elevados. No podía comprarse nada sin sentirse un derrochador. Observó relamiéndose los labios a otros estudiantes que comían. Aquello incitó piedad en un mesero y le ofreció al joven Yo una barrita de grano.

 —¿Eres becado, verdad? Puedes recoger las sobras que dejan los alumnos.

El joven Yo aceptó la barra y la propuesta con los ojos llorosos.

—Pero ten cuidado —advirtió el mesero. —No eres el único en estas condiciones.

Esa vez llevó a la Suite Imperial un plato con albóndigas, ensalada y un vaso de café. La comida estaba helada porque en el hotel Cinco Estrellas no había microondas.

En sus días libres, el joven Yo recorría la ciudad de Mé. En todo lugar que visitaba algo le parecía podrido. Si era el Castillo de Chapultepec, su lago; si era el Palacio de Bellas Artes, su explanada; si era Tlatelolco, sus conjuntos habitacionales. De la Basílica tuvieron que sacarlo porque los feligreses sintieron que su nariz arrugada le hacía fuchi a la virgen morena; pero era más bien que olía a pies de peregrino y eso no lo ocultaba todo el incienso quemado. Se sentía a gusto en los mercados de Sonora, la Merced y la Lagunilla, porque lo trataban de “güero”, “mi niño” y otras linduras que no era, pero se las creía. Le incomodaba pasar por Zona Rosa, Polanco y la Condesa, porque lo trataban de “prieto”, “chusma” y otras cosas ingratas que sí era, pero evitaba que se las recordaran. No salía de la biblioteca Vasconcelos y de las librerías de viejo, porque de no visitarlas se volvería loco en esa ciudad donde lo más podrido era, según su experiencia, los habitantes chilangos.

Pasaron semanas y el joven Yo estaba en las mismas: papando moscas. Se sentía insulso y amodorrado. Pensó que no valía la pena agradar a los maestros que siempre lo ignoraban o caerle bien a sus compañeros, quienes apenas se dignaban a verlo. Y cuando llevó un cuento para que lo tallerearan, nadie se enteró porque no tuvo para sacar copias. El joven Yo empezó a descuidar su aspecto. Tenía los pantalones rotos y sucios. Jamás se cambió de calzoncillos. Los zapatos estaban deslustrados y sus calcetines rotos. No usaba desodorante y en la camisa había manchas de comida. Portaba el mismo sombrero negro para evitar que la caspa cayera a sus hombros. Con esa finta, el portero ponían trabas para que entrara a tomar clases.

Una ocasión vio llegar a la rectora de la Universidad con ocho guardaespaldas cubriéndola. El joven Yo corrió a su encuentro para ponerla al tanto de sus desgracias, pero no logró siquiera interceptar su mirada. Dos guardaespaldas lo tumbaron al suelo. Nada más lo dejaron libre cuando esculcaron en sus pertenencias y encontraron la credencial de estudiante del diplomado. “Hija de López Portillo tenías que ser”, dijo entre dientes, pensando que era un insulto ejemplar. Ya que la rectora de la Universidad era inalcanzable y la directora del diplomado se había tomado un viaje muy largo, el joven Yo decidió nunca más volver a mencionarlas. Prefirió ir a la cafetería porque los guardaespaldas le habían sacado el aire de la panza, único alimento que tenía entonces por esas horas. Esperó paciente hasta que una pareja dejó un perro caliente a la mitad y una dona mosqueada. El joven Yo fue directo a la comida, pero un hombre corpulento, peor de sucio y apestoso, se le adelantó. El hombre devoró la dona y el perro caliente de un bocado y gruñó:

—Sáquese a la verga. Es mi comida, pinche perro.

El joven Yo no tuvo miedo, supo que estaba de cara a un superviviente y dijo conciliador:

—Aquí hay comida de sobra para ambos.

El hombre lo vio con indecisión, luego extendió su mano para presentarse:

—Soy Fer de la Va, compa. De la provincia de Coa.

El joven Yo hizo lo suyo. Ambos tomaron de la cafetería un licuado verde, chuletas, arroz, galletas y papas fritas. Comieron donde nadie los veía.

—Hace un ayer gané el concurso de cuento de la provincia de Yu. Todo es un puto fraude —reveló Fer de la Va. —Si tienes dinero, no seas mamón y huye. Cuélale de este maldito claustro.

El joven Yo dejó de comer, las tripas se le habían abotargado por aquella confesión. Fer de la Va continuó comiendo y recordando:

—Dijeron que mandarían el boleto de vuelta y no lo hicieron. Valen verga. Me torcieron la espalda y ni modo, a vivir escondido en las bodegas, huir de los guardias y mendigar alimentos. Es el jale. No queda tiempo para escribir.

Vio en los ojos de Fer de la Va el enojo de quien se ha visto en aprietos por haber ganado un premio de cuento. Era un ejemplo claro del escritor arruinado por la literatura y por ese camino andaba el joven Yo. Mal paga las letras a quien bien le sirve. Le dio las gracias a su nuevo amigo por su triste revelación.

Si el joven Yo no estaba decidido a irse, la situación del hotel Cinco Estrellas lo convenció. Apenas llegó le avisaron que por motivos de mantenimiento no había luz ni agua. Se encerró en la Suite Imperial en total penumbras. No pudo hacer otra cosa sino dormir, ignorando que su organismo batallaba contra una intoxicación estomacal. Tuvo fiebre, pero no se enteró porque el sueño todo, en fin, lo poseía. Allí platicaba con la mismísima Sor Juana. Qué hermosa se le figuraba la monja sentada al borde de la cama y qué sabia e ininteligible discurría sobre laberintos endecasílabos y versos decasílabos esdrújulos. El joven Yo tomó la palabra, pero fue más vulgar y mitotero, le habló de sus penas y porfías. Arguyó de inconsecuente al señor organizador y se lamentó:

—Ya no soporto esta diuturna desgracia, Sor Juanita.

La poetisa le acarició la frente mientras cantaba:

Si alguno mis quejas oye, / más a decirlas me obliga / porque me las contradiga, / que no porque las apoye.

Y dicho eso, Sor Juana comenzó a darle golpes en la barriga, quizá porque los versos con sangre entran. O era que el cuerpo reclamaba cuidados. El joven Yo se levantó a medianoche con retortijones, que él consideraba un amoroso tormento de la Fénix de América. A oscuras se condujo al baño y estuvo allí hasta que desechó el revoltijo de comida descompuesta. De lo demás que pasó es imposible referir sin provocar asco, pues como no había agua, la evidencia de la enfermedad no se pudo ir a la coladera y terminó por derramarse a borbotones.

Débil y confundido, creyéndose morir de tifus o fiebre pestilencial, el joven Yo abandonó la ciudad de Mé sin empacar o poder ducharse. En el avión no le importó las muecas y comentarios de desaprobación que le hicieron azafatas y pasajeros de vuelo. Iba directo a casa y era lo único que importaba. En la provincia de Yu lo recibieron con trova.  Su madre y padre lo abrazaron por compasión y no por nostalgia. Volvía el hijo pródigo hecho un espantapájaros. Sus amigos casi no lo reconocieron, pero le palmearon la espalda y le preguntaron que si ya era un escritor de a deveras. Su padre fue el único que hizo una pregunta práctica:

—¿Y ahora qué piensas hacer?

Supo muy bien lo que pensaba hacer. Se alejó de amigos y familiares para tomar un taxi.  No iba a pasar por olvido lo descuidado.

El señor organizador del concurso hizo pasar al joven Yo a su oficina. Lo vio con dureza, como si fuera un disparate las visitas cuando se está en condición de mendicidad. El joven Yo fue al grano:

—Todas las porquerías que me han hecho deben ser compensadas o juro por Sor Juana que les saco un periodicazo.

El señor organizador extrajo de los cajones de su escritorio una pila de documentos. Los puso a la vista y explicó:

—Aquí está tu firma y aquí otra. Puedes ver que hay firmas en todas partes. Prácticamente me vendiste tu alma y una de las cláusulas es que no puedes hacer ninguna queja o reclamo.

El joven Yo examinó los documentos que no había leído en la ceremonia de premiación. Eran ridículos comprobantes de una estancia opulenta en la ciudad de Mé: comidas en restaurantes caros, transportes de primera y una televisión de plasma. ¿Quién podía creer tanta desmesura en un ganador de concurso de cuento? Le quedó claro que una palabra suya no bastaría para defenderse. El señor organizador le aventó un billete de doscientos pesos como único reembolso, sonrió triunfal y preguntó disfrutando cada una de sus palabras:

—¿Qué piensas hacer?

El joven Yo quiso responder que no estaba dispuesto a hacer nada. Pero al ver el billete de doscientos pesos —una sorjuana— entendió los versos que había escuchado durante su delirio. No podía dejar que la cara del organizador hecha toda felicidad fuera lo último que viera de ese viaje. Debía quejarse con la misma fuerza que el hedor de su ropa. El señor organizador estaba obligado a negar acusaciones como un criminal, pero el cuerpo del joven Yo sería la prueba del delito. No había diplomado de escritura creativa que dejara a un alumno tantum pellis et ossa fuit; o sea, sólo piel y huesos. “Qué pienso hacer?”, repitió el joven Yo furiosamente en sus adentros, “vas a saber lo que pienso hacer”. Tomó un lápiz del escritorio y amenazó con clavárselo en el cuello al señor organizador. Cuando vio su cara de terror, proclamó:

—Yo, el peor de los ganadores, voy a escribir un cuento.

Ilustrado por Eduardo Meléndez. Conoce más de su trabajo en su perfil de Instagram.

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