Enríquez tenía razón


Anónimo

Tenía catorce años la primera vez que escribí un cuento. Debo confesar que comencé mal. Mi cuento, que me arrepiento de no haber guardado, trataba sobre una niña que era abandonada en la puerta de unos vecinos (en mi cabeza era una casa estadounidense típica: de madera, blanca, acogedora y limpia) y descubría, pasados unos años, que era una bruja. Antes de partir al colegio mágico al que asistiría, la niña tenía que comprar lo necesario en un bosque, material que incluía un guante blanco con unas pequeñas alas laterales. Ese fue mi inicio. No llegué a escribir lo que tenía en mente, que era el viaje hasta la escuela de magia a bordo de un barco.

No hace falta quebrarse la cabeza para entender de dónde venía la inspiración. Estaba totalmente obsesionada con Harry Potter. Para mí, no había nada más que esos libros. Eran una obra de arte tal que cualquiera que se negara a aceptarlo merecía las peores torturas.

De hecho, Harry Potter fue el primer libro que leí. Siempre me llamaron la atención físicamente los libros, pero creo que eso no tiene nada de eco en lo que después se convirtió mi vida. Me recuerdo viendo emocionada cómo el intendente de la primaria llegaba con las pesadas cajas llenas de libros de texto nuevos. Me hacía la promesa de leer todo el libro de Español lecturas. Jamás lo hice. Es algo que cargo hasta ahora. Las promesas que me hago son las que menos cumplo. Me decepciono a mí misma, pero logro convencerme de que cada día es una nueva oportunidad y todas esas tonterías que uno dice para consolarse.

Me puse a leerles el dichoso cuento a mis papás. Puede ser una tragedia lo que pasó después: su nula aprobación de mis escritos de brujería o el poco entusiasmo que demostraron al darse cuenta de que escribía terminaron por alejarme y hacerme olvidar eso de la escritura por mucho tiempo.

En casa no había nadie que me hablara de literatura. Yo les tenía miedo a los clásicos. Por algún motivo, por la misma razón que todos conocen ciertos datos de su cultura nacional sin saber bien cómo (pienso en Sor Juana, que todos conocen como la monja del billete de doscientos pesos), yo sabía que existía un libro llamado Cien años de soledad. Pero nadie me dijo que en realidad no es un libro difícil de leer. Es una obra maestra, pero no es un Faulkner del que sigo sintiendo mareos nada más recordar El ruido y la furia. No, la novela de García Márquez es un libro aparentemente sencillo en su prosa, pero profundamente complejo en su fondo.

Crecí con la idea de que tenía poco que hacer con esos clásicos. No los iba a entender y no había nada que pudiera hacer para resolverlo. Me dediqué a releer Harry Potter unas ocho veces cada libro y a intentar leer a uno que otro escritor famosillo cada cierto tiempo. Así me alejé de los libros y de paso de la escritura.

 

Los talleres literarios

Pasaron varios años hasta que me di cuenta que los talleres de escritura creativa existían en la vida real. No eran un invento de las películas gringas, existían en serio. Tenía esto en mente por allá del 2018 cuando, en un periodo entre la universidad y el desempleo, di con un taller de escritura creativa que, si bien no me cambió para nada, si me permitió conocer el poder de la disciplina en el ámbito de la creación.

Me he dado cuenta de que para que a mí, Inés, me den ganas de escribir, tengo que tener la certeza de que alguien me va a leer. Así sea una persona o diez, sólo eso me hace dedicarme a ello. No me funciona escribir sólo para mí. Esa idealización del escritor que escribe porque si no lo hace se muere para mí es basura. Yo escribo porque espero ser leída y gustada. Si no tengo en mí la más remota posibilidad de ser leída y rechazada, pero sólo después de haber sido leída, no escribo, así use la técnica Pomodoro, lea la biografía de las Brontë o intente con cualquier otro método cursi.

Después de estos años, y sobre todo después de descubrir que los cuentistas de hecho existen, que en los relatos cortos no tiene que haber un hada madrina, un dragón o un príncipe con muslos de futbolista, puedo decir que hay ciertos tipos o vicios de los talleres literarios de escritura creativa que, si no te pones buza, puedes creértelos y acabar fastidiando el mucho, poco o nulo potencial en ti.

Mi primer tallerista era un tipo talentoso, aunque sepultado por la burocracia. Estaba ahí por mero compromiso y no se le notaba el menor entusiasmo si no leía un cuento, ensayo o lo que fuera medianamente bueno. Esto es lo que conozco como el punto del todo está bien.

¿Qué mayor tragedia que no darte cuenta de que eres un fracaso para aquello que te gusta? Los talleres están repletos de personas que se creen buenas escribiendo. No soy una crítica literaria; de hecho, me falta mucho por leer, pero algo que he notado es lo malos que pueden ser los buenos lectores. Sus cuentos son repetitivos, cansinos, predecibles y mal escritos. Debo admitir que yo participé de esto. Soy una hipócrita, sí. Alababa cuentos que no valían la pena. Cuentos que hablaban de perritos intercediendo por la vida humana, como si la suya nos importara demasiado.

Yo sabía los pésimos cuentos que llevaba cada sábado a la reunión, pero no me permitía nunca dejar pasar una semana sin llevar algo. Quería que me lo dijeran. Quería que me hicieran notar mis errores, más allá de una coma que me había faltado o el punto y seguido que no logro dominar. Pero casi nunca era así. Siempre estaban maravillosos, bien estructurados y con mucho futuro. Es por eso que no hay que creer en las falsas alabanzas. En esto de la escritura todos somos unos genios hasta que te das cuenta de lo contrario.

Después de ese taller cambié de institución, pero no quería dejar morir la rutina y no pasaron dos meses antes de que me inscribiera a otro taller. El maestro era aún peor. Se autonombraba el mejor escritor de relatos eróticos del estado. Era un tipo pequeño, con bigote de cincuentón y una imagen tan distorsionada de él mismo, que casi terminabas creyendo que eras tú la suertuda de haberte topado con tal eminencia. Me di cuenta después que esto es una constante: talleristas que intentan por todos los medios recalcar la experiencia y el talento, cuestionable, que dicen tener.

El principal eje de su enseñanza era la obligación del buen cuento. Según él, un buen cuento debía tocar la muerte o el amor. Siempre. Era así, no había que salirse de ello. Sin darme cuenta comencé a escribir según sus parámetros. Buscaba concienzudamente en las copias de los libros de texto que nos daba las instrucciones que había que seguir para escribir un buen cuento.

Por ese tiempo descubrí a Alice Munro y me di cuenta de que un cuento no siempre es una anécdota ni siempre hay un final sorprendente. No hay reglas en la forma en que manejas la lengua ni en cómo llevas un relato. Al final, si mantienes al lector atento a lo que escribes, vas por buen camino.

Estoy hablando como si hubiese descubierto la fórmula del cuento. No es así. Estoy lejos aún de ser una cuentista; no sé si algún día lo logre. Pero saber identificar los errores de enseñanza puede ser de gran ayuda. Está bien leer a los clásicos, pero me parece que es un error intentar imitar el estilo del siglo XIX en estos años.

El penúltimo taller al que fui es uno de los que más aprendí… lo que no se debe hacer. Mi gran maestro fue A.R. No hay mucho qué decir más allá de que los grandes escritores, excluyéndome de ese gremio, no se crean en las universidades. La teoría no da talento, ni el egocentrismo engendra respeto.  Era entretenido ir, pues me recordaba a Ignatius de la gran novela de John Kennedy Toole. Tan seguro de lo que dice. Tan absolutamente inflexible para aceptar nuevas ideas, diferentes opiniones.

En resumidas cuentas, creo que Mariana Enríquez tenía razón al decir que los talleres de escritura creativa poco pueden hacer con los escritores noveles. Yo no me iría tan lejos. A mí me sirven para obligarme a escribir, para ponerme frente a la pantalla y teclear incoherencias, como todo lo que acabo de escribir, y rogar a quien sea que tenga algo de sentido. Que lo que acabo de escribir no se convierta en una tontería infantil.

Los talleres, fuera de eso, sólo ayudan a llenar los bolsillos de los escritores que no han logrado consolidarse; si acaso, consiguen que diez o doce personas halaguen lo que escriben con una profunda falta de crítica real y consistente. La gran mentira de los talleres es vendernos la idea de que cualquiera puede ser escritor.

Solución: no hay, inténtelo más tarde.

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