Teofagia


por Martín Fragoso

Eli, Eli, ¿lamma sabactani?
(Dios, Dios, ¿Por qué me has desamparado?)

Salmo 22, Mateo 27:46, Marcos 15:34


Las tinieblas engulleron la Tierra con ferocidad inquietante, evidenciando el origen divino del que agonizaba en la cruz.

Cualquier duda sobre su divinidad se disipó en ese instante y, con ella, la tranquilidad de aquellos hombres que momentos atrás se deleitaron humillándolo y burlándose de él. “Verdaderamente Hijo de Dios es este”, decían y gritaban con aflicción, sin saber cómo apaciguar el dolor que le estaban causado; pero las heridas estaban abiertas y la sangre manaba de ellas.

Algunos ángeles, con la intención de calmar el sufrimiento del hijo del hombre, comenzaron a lamer sus heridas. La lengua de los espíritus celestiales se posaba en cada llaga y en cada golpe del que brotaba sangre, buscando que cesara el tormento al que se ofrendaba el Rey de los Judíos. El tibio líquido que manaba del dios, al llenar sus bocas, actuó como el más poderoso alucinógeno. Cuanto más bebían más deseaban; aquel placer no podía compararse con ningún otro; cada ángel codició la sangre divina para sí; el dios se convirtió en su presa y ellos en hambrientos hematófagos.

Los hombres, atemorizados ante aquel terrible espectáculo, decidieron bajar al Nazareno para protegerlo de sus feroces depredadores. Al querer ayudarlo se convirtieron en feroces carniceros; al solo tacto la sangre les resultó placentera y, sin pensarlo dos veces, la probaron, provocando en sus mentes un efecto embriagador.

Ángeles y hombres comenzaron a luchar fieramente por su valiosa presa. Pronto las heridas se hicieron insuficientes para alimentar a aquellas bestias que, buscando más del líquido vital, mordían con desesperación la carne del Nazareno.

Su héroe, su salvador, no sólo se sacrificó por ellos sino que también se convirtió en su alimento. Ambos bandos buscaban comer y beber del cuerpo y de la sangre de su dios.

Abusaban del Nazareno, lo afligían y no se quejaba. Sin mencionar palabra, soportaba el tormento de recibir cruentas dentelladas en todo su cuerpo. El cruel abandono de su padre le hizo sentir frustración, desesperanza, temor, indignación e ira. “¡¿Por qué me abandonas?! ¡¿Por qué me dejas a mi suerte?!”, pensó con resentimiento, con odio.

Un par de ángeles compartieron el rostro del dios que, mordida a mordida, perdió toda forma hasta quedar irreconocible. El tormento no terminaba, pues el débil Yeshúa continuaba con vida. El mundo se le oscureció cuando sus ojos sirvieron de alimento a una mujer que, sin titubear, los tomó salvajemente para sí.

Le abrieron ferozmente las entrañas y, con un placer demencial, comenzaron a devorar sus órganos interiores. Hundían sus manos con desesperación, y con deleite recorrían por dentro el cuerpo del Hijo de Dios, vaciándolo poco a poco.

Un ángel, con ayuda de una piedra, sin ninguna compasión, comenzó a golpear brutalmente el cráneo del dios hasta que el cerebro estuvo a su disposición. Lo tomó con una brusquedad indigna de aquel órgano y a grandes mordidas lo devoró, llevándolo casi a la locura total. El corazón lo tomó una niña, quien, para evitar compartirlo o que se lo arrebataran, se alejó a gran velocidad.

El banquete llegó a su fin, no así el éxtasis que duró semanas hasta que recobraron totalmente la cordura. Se sentían y sabían culpables, aunque en su fuero interno estaban satisfechos y sabían que, de tener otra oportunidad, lo volverían a hacer. 

Para recordar aquel suculento banquete, decidieron desde entonces llevar a cabo en forma simbólica la comunión con su dios, representando con vino y pan, la sangre y el cuerpo de Cristo.



Arte: Francisco de Goya

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