Los pobres secan su ropa al sol


por Eduardo Arochi Tinajero


Al abrir la puerta supe de inmediato que el hombre que había tocado era pobre. El olor a ropa húmeda lo había delatado. Solo los pobres secan su ropa al sol, y el sol no se había asomado hace ya quién sabe cuántos meses. La mía olía igual. Las milpas estaban inundadas, las mazorcas tristes y podridas, no así los sabinos que gozaban estirando sus brazos ásperos para empaparse de las gotas gordas que tercas sepultaban bajo su pintura transparente a estas montañas y a este miserable pueblo enmohecido. Los ríos que bajaban por las calles las habían librado de sus parásitos plásticos y los empedrados de caliza rosada y blanco hueso habían quedado pulidos y resbalosos. Aunque el pueblo nunca había estado tan limpio, la gente no lo había visto, esperaban pacientes dentro de sus casas a que pasara la lluvia. Los postes de luz, donde se aglomeraban los zopilotes a escurrir sus alas, cansados de tener los pies mojados, se habían ladeado, y si no fuera por las rapaces y correosas enredaderas de chayote que se les habían trepado ya hubieran caído sobre las tejas.

No tenía el más mínimo interés en saber qué quería este hombre que, cuando le abrí, parecía desprevenido, como si no estuviera acostumbrado a que le abrieran la puerta. De un brinco bajó un escalón para alejar su cara de la mía. Nunca ningún extraño que se hubiera aparecido en mi puerta me había alegrado el día, pero por alguna razón esa vez decidí abrir después de no haberlo hecho en no sé cuánto tiempo. Puede ser que haya estado aburrido. Nos quedamos en silencio. Las trombas rutinarias habían concedido una tregua inusual y tan solo caían unas gotitas que picaban como agujas. Él fingía ver las cosas a su alrededor y solo por instantes me miraba de reojo. Yo le veía los cachetes y las cejas, no lo quería mirar a los ojos sin antes saber qué clase de persona tenía frente a mí. Su escaso bigote, que parecía un helecho chamuscado, se esponjó cuando entreabrió la boca como para decir algo, pero un pensamiento pareció descender sobre su cabeza y se quedó mirando a lo lejos con los ojos petrificados. Ya estaba a punto de cerrarle la puerta cuando por fin se destrabó y me volteó a ver. Yo opté por bajar la mirada. Puso sus manos frente a su pecho como si sostuviera un plato de sopa invisible, me pareció que estaba a punto a dar un discurso ensayado, pero un arroyo que sigilosamente se había escurrido por las gradas empinadas del callejón se coló en sus zapatos bien boleaditos. El agua fría lo hizo pegar un brinco y aterrizó de nuevo sobre el escalón que daba a mi puerta. Quedamos muy cerca uno del otro, tan cerca que pude oler las tortillas y los chiles que se había almorzado. Si hubiéramos suspirado nos hubiéramos rosado. Recargando el hombro contra el marco me quedé inmóvil con los brazos cruzados. Si le incomodaba estar tan pegado a mí, que se bajara a donde pasaba el arroyo, yo no me iba a echar para atrás —ya se había mojado, era un extraño y esa era mi casa. Pero su carita de roedor inocente y temeroso me dio lástima y di un paso hacia dentro de la casa dejándolo solo apenas afuera del umbral. Sonrió apenado y apuntó con su dedito regordete a la nube prieta que se retorcía sobre la iglesia erguida en la cima del cerro donde terminaba el angosto y recto callejón. Aunque la nube todavía no llegaba hasta nosotros, el río que había parido se movía más rápido que ella y, formando una cascada en cada grada, como si huyera de la rabia de su madre, bajaba despavorida por el callejón empinado. Por casualidad, nos miramos a los ojos por primera vez. Con expresión muda lo observé, era todo oídos, le quise hacer entender, qué quieres, pero no decía nada, solo asentía nervioso con la cabeza una y otra vez y se me quedaba viendo con una sonrisita tímida que de inmediato me empezó a fastidiar. Me arrepentí de haberle abierto. Para retarlo, decidí quedarme inmóvil y verlo fijamente a los ojos y no hacer nada hasta que él tomara la iniciativa, pero en lo que estuve esperando a que dijera algo, la nube se transportó hasta nosotros y comenzó a empapar al señorcito este. Aunque hubiera preferido que se largara, me resigné a ser amable con el extraño, di otro paso hacia atrás invitándolo a refugiarse bajo mi techo —solo en la puerta, no más adentro—, pero su respuesta a mi invitación fue simplemente seguir sonriendo, ahora con un poco más de dientes de por medio. Empezó a caer muchísima agua, la nube parecía, para faltarle al respeto —que seguramente se lo merecía—, estarle escupiendo al pueblo y en medio quedó la cabeza del señor que se estremecía como si lo estuvieran agarrando a zapes. Las gotas pesadas empaparon de inmediato su ropa y pude ver sus pezones cafés a través de su camisa transparentada. Pero, aunque temblaba de frío, se quedaba ahí parado.

Por un instante un rayo azul restituyó las sombras que la nube viscosa había desvanecido. El señor se sobresaltó, pero de inmediato se recompuso y, tocándose el pecho, me sonrió apenado. Tensé la cara y enterré la cabeza entre los hombros esperando al trueno que camina unos pasos detrás del rayo, pero nunca escuché nada. Casi de inmediato, granizo del tamaño de ciruelas comenzó a caer y a rebotar de las gradas al interior de mi casa golpeándome las espinillas. Ya había tenido suficiente e iba a cerrar la puerta cuando vi con desconcierto que el hielo estaba vapuleando al señor. Un torrente de sangre diluida le escurría por la cara y cuello. Di otro paso hacia atrás para ver si ahora sí quería resguardarse, pero no parecían molestarle las piedras heladas que le cuarteaban la cabeza frente a mis ojos incrédulos, y como si estuviera escuchando una melodía alegre, se puso a columpiar despreocupadamente los brazos y a levantarse rítmicamente de puntitas. Sin mirar a ningún lado en particular, rebotaba la cabeza y alargaba los labios como si chiflara. Le escurría tanto líquido por la cara que creí que se iba a ahogar de pie.

Ya estaba cansado de este señor y mi casa se estaba llenando de charquitos de granizo derretido. Quería cerrar la puerta para seguir haciendo lo que fuera que hubiera estado haciendo antes de que me interrumpiera. Aunque de todos modos el señor no quería entrar, no pude evitar sentir pena por él y no quise cerrarle la puerta en la cara en medio de una tormenta, tampoco me quería ir a mi cuarto y dejar la puerta abierta, así que me quedé ahí parado viéndolo hacerse pedazos bajo el granizo. ¿Para qué había abierto? Sabía que nada bueno pasa cuando abro la puerta. Discretamente busqué una moneda en las bolsas de mi bata, pero no encontré nada.

Otro rayo que pareció rajar al cielo se dibujó justo por encima de nuestras cabezas y, aunque de inmediato sentí el piso temblar y el señor se contrajo como una tortuga espantada, no escuché nada —se me hizo muy raro. Luego una maraña de rayos que parecían las intermitentes raíces del cielo le quitó por unos segundos lo gris al barrio; con las manos rozándome las orejas, en vano me quedé esperando a que llegara su estruendo. Extrañado, aplaudí una vez y no escuché nada, volví a aplaudir más fuerte junto a mi oreja y nada. Inútilmente volteé a ver al hombrecillo ese para ver si a él también le parecía raro. Él no me miraba más que fugazmente de reojo, siempre sonriendo con los ojos y chiflando una melodía insonora desde abajo del agua. Temiendo parecerle un loco, me volteé y comencé a hacer sonidos con la boca; según yo grité, pero no me pude escuchar. Seguramente parecía un pollo nervioso mientras recorría todo el pasillo tratando de encontrar algún sonido cuando, de repente, como si hubiera despertado de una pesadilla, con gran alivio me di cuenta de que sí podía escuchar algo, había confundido el rugido incesante de la lluvia y los granizos que apedreaban sin piedad al techo de lámina de mi casa con el silencio. Para confirmar que en verdad no me había quedado sordo, me piqué los oídos con los dedos para tratar de destaparlos e insistí en aplaudir con mis manos congeladas. Aunque aplaudí hasta que sentí que estaban a punto de estrellarse, se quedaron completamente calladas. Golpeé una ventana y nada, pateé la puerta de metal, nada. Ahora sí espantado, agarré un búho de barro y lo hice pedazos contra el piso —no podía escuchar nada más que el ruido de la lluvia. Traté de recordar la última vez que había escuchado algo, pero no pude. Hacía demasiado tiempo que no había hablado con nadie y la música me resultaba insoportable. Antes me quejaba de las gritonizas y golpizas que a diario les metía mi vecina a sus hijas, pero no pude recordar cuándo había sido la última vez que la oí, la memoria del estruendo de las cachetadas me pareció tan lejana y sorda, las pude recordar más con los huesos que con los oídos, que pensé que seguramente las niñas ya serían unas señoritas. Y aunque los gallos y los perros del barrio nunca me dejaban dormir una noche de corrido, últimamente había dormido como un gato.

La puerta, pensé. Escuché que alguien tocó la puerta, por eso la abrí. ¿Pero por qué la había abierto si yo nunca abro la puerta? Estaba sentado en mi escritorio pintado de moho azul, tachoneando y rayando como siempre, me levanté, caminé hasta la puerta y la abrí. Pero ¿por qué me levanté? Traté de imaginarme el sonido que hace la puerta de metal cuando la golpean unos nudillos o una moneda, no pude, se me hizo muy extraño, es un sonido que había escuchado miles de veces antes. Aunque visualmente podía imaginarme claramente unos nudillos golpeando la puerta, la imagen no venía acompañada de ningún ruido. Traté de evocar algún sonido, el que fuera, pero el murmullo de la lluvia era lo único que podía escuchar.

Corrí hasta la puerta, quería que el señor me explicara, que gritara, que me ayudara a despertar a mis oídos, pero cuando me asomé ya estaba lejos. Apenas y lo alcancé a ver difuminado entre el enjambre de hielo que descendía sobre nosotros. Borroso subía hacia la iglesia por las gradas que ya más bien eran un caudaloso río de agua blanca. Aunque le gritaba y sentía como se me desgarraba la garganta, nada salía de mi boca. Seguí gritando hasta que sentí que el cuello se me hizo de piedra y me agarró una tos que me obscureció la vista.

Cuando recuperé el aliento fui tras el señor, pero la corriente que bajaba era demasiado poderosa y me tiró antes de que pudiera dar un solo paso. Mientras me arrastraba río abajo, sentía como las gradas de concreto me rasgaban la piel y el agua helada se me metía por las heridas. Logré agarrarme de un poste y, aunque los granizos insistían en prensarme contra el piso, me pude levantar. Sujetándome de una barda, regresé hasta mi casa temblando, completamente entumido y tosiendo agua helada. Me asomé una vez más para buscar al hombrecito, pero ya ni se alcanzaban a ver la iglesia que coronaba al cerro ni los campos que usaba de falda. La lluvia ya no era lluvia, el espacio entre las gotas había desaparecido, ahora era un mar que se había tumbado sobre el pueblo. Cuando por fin logré cerrar la puerta me di cuenta de que había sido en vano porque el mar ya estaba en mi sala. Nadé hasta mi escritorio hinchado y juré nunca volver a abrir la puerta.



Eduardo Arochi Tinajero nació en el desaparecido DF en los ochenta tardíos. Dirigió y escribió el cortometraje Sueño me tiene, que trata sobre la psique anestesiada. Además, dirigió varios videos experimentales que se hallan eternamente aprisionados dentro de un disco duro roto. Aporta ruido al colectivo de música experimental Pescado. Ahora construye casas de tierra y escribe acerca de sí mismo en tercera persona.

Arte: Kellyann Monaghan, Casa, cerca y tendedero inundados (2016)

Entrada previa Detrás de mis cosas [Diana Sánchez Rosas, pintura]
Siguiente entrada Desierto