Desierto


por Karen Simental


Anselmo despertó con un sabor a lagañas en la boca y con náuseas en los ojos. Eran las tres quince, eso decía la cara blanca del reloj que vigilaba su cama. Sentía las piernas lacias, las manos guangas, la cara sebácea y un tufo molesto que flotaba en el aire. Hacía calor, un condenado calor que se pegaba en las sábanas blancas y las humedecía. Se quedó con los ojos entornados un rato, queriendo adivinar el cómo, el cuándo, el dónde, pero sólo tenía hormigas en la cabeza: un cerebro apaleado y tumultuoso que no podía responderle.

La única enfermera de la clínica rural llegó silenciosamente: arisca le arregló el suero, le dio el termómetro, le revisó la presión. Agarró del carrito una libreta y con su lápiz mordisqueado anotó. Parcamente y como pudo, Anselmo le pidió a la mujer que le diera razón, a ver si ella podía.

La mujer, haciendo un mal gesto, miró al huesudo niño requemado que entornaba los ojos entre círculos morados. Le dijo que el doctor lo había dejado antier, que volvía a echar vuelta hasta el jueves.

Anselmo preguntó que en dónde estaban, pero el pueblo que la enfermera le mentó le sonó desconocido. Así que de algún modo, había acabado al otro lado del desierto: lo había cruzado él solo, un bicho le había picado, un doctor lo había curado. Y no se había muerto. Quién sabe por qué no. Hasta ahí.

Anselmo decidió quedarse. Así la enfermera se había borrado en el tiempo y aquel nombre desconocido había adquirido pueblo, como una mujer que entra en carnes. Se fue poblando de gente y lugares conocidos. Luego los días habían adquirido tiempo y entrado en años.

Ese día se fue dando tumbos en la arena. Siempre hacía lo mismo cuando se sentía así. Se iba caminando rumbo al desierto. ¿A dónde más se podía ir? Era como irse de viaje adentro de uno mismo. Estaba silencioso, solitario; había alucinaciones y espejismos esperándolo igual que en sus más retorcidos sueños, criaturas peligrosas aguardando, guarecidas de la insolación, cobijadas bajo la ardiente arena, esperando el momento oportuno para atacar.

Él también era un animal, pero no uno cualquiera. Cuando estaba furibundo se volvía una salvaje madeja de carne y alcohol y, siempre, siempre se iba rumbo al desierto. No había puerta o mujer que lo parara, sus pies ya sabían a dónde llevarlo cuando se le hinchaban las venas del cuello y de la cara. Desde la primera vez, cuando el doce de febrero su papá le partió la cara a su madre a puñetazos. Se fue a lo desconocido, como si fuera a lavarse de toda la mierda en un mar hecho de sol y arena; la insolación lo impelía, los espejismos del desierto lo convocaban. Menos mal que no tuvo que regresar. Se fue siguiendo el horizonte y días después despertó en la clínica.

Pasaron años. Caminaba desierto adentro cuando se ponía malo, pero nunca lo volvió a cruzar. Esa boca no se lo había vuelto a tragar. Sin embargo, cada vez iba más adentro. Con cada coraje se aventuraba más: se le ponían los ojos rojos, la voz se convertía en un resoplido, un eructo efervescente, se le formaba una bola ácida de bilis y licor en la barriga. Y la bola que le crecía era el combustible que lo impulsaba a buscar sosiego en el desierto.

Se metía en la arena y las matas secas, saboreaba la aridez, se dejaba regurgitar, flotar en el páramo donde no había nada ni nadie, más que calor.

Estaba seguro de que esta vez tenía que ir hasta el final. De seguro que la vieja ya estaría bien muerta. Su viejita. Hacía años que su padre debió matarla a golpes. En la otra orilla no encontraría más que huesos, tal vez la lacónica sonrisa de una calavera regocijándose al reconocer a su hijo. Un par de ojos de oscuridad sobre cal, que no volverían a llorar.

¿Esta vez también le picaría un bicho? ¿Sería que acabaría inyectado con los jugos venenosos de una criatura desconocida? Un alacrán, una víbora… ja, ja, ja… ¡Si el animal que tenía ponzoña dentro era él!

Nunca había ido tan lejos. Pero estaba seguro de que ahora sí iba a cruzar. Era doce de febrero y él acababa de romperle la cara a su mujer.



Karen Yuridia Simental Gallegos. Licenciada en Diseño Gráfico Publicitario por la Universidad José Vasconcelos, maestrante en Ciencias para el Aprendizaje por la Universidad Pedagógica de Durango. Escritora, esposa y madre de cuatro hijos, radicada en la ciudad de Durango, Dgo.

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