Un collar isabelino


por Sebastián Medina Arias

 

Hace unos días le quité un periódico a una persona dormida en el Transmilenio sin que se diera cuenta, ya que se habían agotado afuera de la estación. Me llevé una gran desilusión cuando vi en la sección de noticias una ráfaga de acontecimientos que me hacían sentir desilusionado a causa del egoísmo de las personas. Robos, heridos a causa de los colores de las camisetas, riñas por un puesto en el transporte público, zonas del país olvidadas por el Estado, corrupción en la Policía, asesinatos a líderes sociales, ataques con ácido… Todo parecía indicar un problema en común: los colombianos son personas individualistas que no conciben el respeto hacia los demás.

Este problema, aunque ha sido evidente desde hace mucho tiempo, ha ocupado mis pensamientos desde que lo percibí tan latente. De hecho, llegué a compartir mi inquietud con un gran amigo, quien me recordó amablemente lo bueno que soy proponiendo soluciones brillantes y me dijo: «pues ya que está tan consternado, ¿por qué no hace algo al respecto, en vez de estar aquí jodiéndome la vida?» Y así lo hice, me propuse pensar en una solución definitiva y, sobre todo (aquí es donde radica mi genio, ya que este aspecto nunca se había tenido en cuenta), que mantuviera contentos a nuestros compatriotas con la cuestión de erradicar su falta de empatía.

No se trata de algún comercial cafetero, ni de estudios públicos sobre la importancia del diálogo en la construcción de una mejor comunidad, ni de hacer películas que, aunque bien hechas y que muestren los beneficios de ser conscientes de la existencia del otro o que simplemente se mofan de lo egoístas que son los colombianos, sean fácilmente ignoradas por quienes más necesitan verlas. Así mismo, no está entre mis planes proponer algún tipo de alternativa abstracta o que no apele directamente al problema, es claro que la solución se encuentra en la reorganización del territorio mismo, ya que en sus habitantes no hubo frutos.

Me asegura el profesor Gutiérrez Golman, graduado en la Universidad de California, quien me habló desde su oficina en Menlo Park, que el territorio colombiano comprende un área aproximada de 1’142.000 km2 en el cual habitan, más o menos, 49’720.000 personas. Antes de que se me acuse de castrochavista o guerrillero o de lo que sea, quisiera aclarar que mi intención no radica en la distribución equitativa del país, aunque esto sea un efecto colateral que, prometo, se irá desvaneciendo conforme avance mi iniciativa. Mi intención va más allá de las ideologías, comprende resultados en todos los aspectos imaginables que podría implicar la culminación del individualismo en Colombia, pues, para empezar, no existirá una única Colombia.

Así, anuncio el buen porvenir que traería una repartición equitativa de todo el territorio colombiano entre sus ciudadanos, no por un fin ideológico, como ya expliqué, sino con el único fin de dividir a Colombia en 49 millones de naciones independientes. Haciendo los cálculos, a cada ciudadano le correspondería un área de 23.000m2 aproximadamente. En el momento en el que ocurra esta división territorial, cada espacio, bastante generoso a mi parecer, se convertirá en un país totalmente independiente en el que solo habrá un habitante. Se trazarán fronteras imaginarias o físicas a gusto de cada quién y se cobrará una mínima suma turística si algún extranjero desea pasar por el pequeño país para hacerlo viable económicamente. Propongo que las banderas y los escudos permanezcan tal cual como son los de la actual Colombia, distinguiéndolos entre sí con el número correspondiente de la nación, pues, por fines prácticos, existiría la “Colombia Uno”, “Colombia Dos”, y así sucesivamente hasta la “Colombia Cuarenta y nueve millones setescientos veinte mil”. De igual forma, el gentilicio de cada nación, mucho más bellos que el original, sería “primerocolombiano”, “segundocolombiano”, etc., hasta “cuadragésimonovenomillonésimoseptuagésimovigésimomilésimocolombiano”, o algo así.  Respecto al himno y a los símbolos patrios, corresponderá a cada habitante singular de su nación definirlos a voluntad.

Al comentarle mi astuto plan a un compañero del trabajo, estalló en risa, seguro por la incontenible felicidad de poder proyectar su propia nación. Cuando acabó su carcajada, me preguntó que cómo se manejarían los conflictos entre las personas, pues sería inevitable que los hubiera, debido a la cercanía de sus patrias. A fin de cuentas, no se habría solucionado nada. Pues bien, estos conflictos ya serían considerados bélicos; habría guerras, sí, pero entre países. En cada Colombia solo estará su mejor ciudadano, incapaz en cualquier sentido de hacerle daño a alguien de su propia nación (sin sufrir una fuerte represalia de forma instantánea), erradicando el individualismo entre compatriotas. Los conflictos internacionales no competen a mi propuesta. Preguntó también, luego de mirarme con incredulidad, que qué pasaría con las personas que nacieran o murieran. Este será un problema autorregulado: si bien las relaciones sentimentales entre personas serían consideradas alianzas diplomáticas, tanto el destino de los recién nacidos como de los tristemente fallecidos deberían solucionarse entre sí, ya que en Colombia tanto la natalidad como la mortalidad están disparada a ritmos alarmantes, y si bien la natalidad puede llegar a ser ligeramente mayor, será controlada de forma preventiva por lo extenuante que resultaría para cada ciudadano el hecho de ser el responsable del papeleo que conlleva la paternidad, pues, como únicos habitantes de su país, tendrían que hacer tanto de notarios como de quien sufre las desventuras de la burocracia.

Retomando las bondades de mi plan, como ya lo insinué, es claro que el ciudadano de su nación tendría nuevas responsabilidades: cada persona de su respectivo país, al no existir más habitantes, haría las veces de presidente, diplomático, jefe de la Policía nacional, general de las Fuerzas armadas, etc. Esto, como efecto secundario, eliminaría por completo la falta de empleo y, además, serían cargos importantes a los que aspiraría cualquier colombiano que tenga la certeza de que su buena persona merece tales prestigios.

Por otro lado, como ya mencioné anteriormente, cada persona contaría con 23.000m2 para hacer lo que, como jefe de Estado, senador, congresista, etc., considere mejor para su nación y los intereses que le competan para fortalecerla. Esto con el fin de que cada persona pueda preocuparse por su propio bienestar y el de su nación a cargo, sin la necesidad engorrosa de tener que considerar a otras personas dentro de sus aspiraciones.

Sin ánimos de hablar mal del Estado, considérese que su tarea, la cual no se realiza a cabalidad, es la de brindar al individuo las condiciones necesarias para el desarrollo de su libertad. De igual manera, la tarea del individuo, tampoco realizada a cabalidad, es responder positivamente a lo que estas condiciones implican. Como en mi proyecto “Estado” y “pueblo” son uno solo, dependerá de cada nación e individuo las garantías de su propia libertad individual.

Estoy realmente cansado de escuchar planes como estimular el trabajo en equipo desde las primeras edades, ese cuento de que por medio de la educación se puede mostrar la importancia del uso de la razón y la compresión del otro como un individuo igual que uno no ha funcionado. Es realmente inútil hablar de estrategias para fomentar el diálogo entre ciudadanos, con el fin de mostrarles los beneficios de actuar en comunidad, ya que en cualquier momento en el que se encuentren sin vigilancia, los colombianos siempre tratan de buscarle la trampa a todo para beneficio propio. La gente pierde su tiempo al proponer sistemas educativos que, en vez de alentar la competencia, fomenten la ayuda mutua, enseñando a proyectarse colectivamente para que, en consecuencia, cada individuo pueda realizarse. Eso, lastimosamente, solo pasa en Noruega y países de esa calaña. Colombia necesita dividirse en 49 millones de países independientes para que los colombianos por fin puedan aplicar su concepción de individualidad: no como una forma de crecimiento colectivo, sino como una forma de enaltecimiento personal. Hay que evitar que Colombia siga siendo ese lobo solitario que se muerde la pata por hambre y que morirá desangrado con la convicción de estar lleno. Porque el problema no es que no haya unidad, al contrario, los colombianos se aprovechan de esta unidad, de la confianza de ser todos “compatriotas” para pensar que las aspiraciones de uno hay que cumplirlas, así haya que pisotear a todos en el camino. Por ello, no veo otro camino viable aparte del que acabo de proponer.

Como autor de este plan, considero entre mis privilegios escoger la Colombia Uno, y que esté situada en Caño cristales o Playa blanca, o tal vez en La isla de los micos o, como me aconseja la experta en el tema de movilidad, Molly Gastropody, podría situar mi nación a lo largo y ancho de la autopista norte en Bogotá para hacerme millonario todas las mañanas a punta de peajes.

 

 

Sebastián Medina Arias ha colaborado en algunas revistas literarias como La Caída, Alapalabra y, por último, pero no por ello menos importante, Marabunta, la más linda de todas. No es lambón en absoluto. Como pueden notar, es un fastidio y espera poder vivir de ello algún día. Compensa sus chistes malos con su belleza descomunal, su increíble fuerza, su inteligencia sobrehumana y, sobre todo, su humildad inquebrantable.

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