Este año no deberían correr los cumpleaños


por Elena Ascencio


Me puse a regar las plantas. Me había tomado mucho esfuerzo revivir el basílico. Le prometí que cuidaría de ellas mientras estuviera de viaje visitando a la familia. Hacía dos años que no volvíamos a nuestro país, y por suerte un proyecto en el Observatorio de Padua la había llevado de regreso por un mes. Me gustaba mucho el olor que desprendía el laurel después de regarlo, o al cortarle un par de hojas para cocinar una pasta fresca. De su partida habían pasado ya 8 meses, a lo largo de los cuales finalmente comprendí porqué la pasta corta se cocina con ciertas salsas y porqué la larga con otras. Tanta soledad así tenía. Tanta, que dilucidé ese misterio de la cocina italiana, desarrollé habilidades de jardinería y cumplía con el trabajo de investigación astronómica que nos había traído a Padua. La cuarentena transcurría lentamente. Ignorándome. Como me ignoraría todo lo demás.

La hiedra iba bien. El vecino se acercó para felicitarme por lo bonitas que tenía las plantas, y agregó: tu novia estará muy contenta cuando pueda regresar a Italia. Sentí culpa. Las que ella dejó se murieron, no les puse atención. Había estado irresponsable. Por eso compré estas para tenerlas listas cuando regresara. Me había estresado porque eso sucedió apenas a las dos semanas de que partió, y no creí tener tanto tiempo para hacer crecer otras. Tuve toda la cuarentena para aprender cómo cuidarlas y hacerlas florecer. Se las mostraba siempre durante nuestra “video cita” semanal, donde yo preparaba mi cena y ella su almuerzo, y brindábamos. La primera fue muy triste, fue a los dos días de que cerrara fronteras Italia: no podía regresar. El primer vuelo cancelado, el primer intento frustrado de muchos otros desgastantes. Entre los seis habitantes del condominio nos turnábamos cada mes para cuidar el jardín común. Un par de ellos me pagaban con tal de evitarse el esfuerzo de hacerlo, y a mí me venía bien un dinero extra, aunque fuera poco. Las finanzas se me habían desquiciado desde que ella dejó Padua y me hacía cargo yo solo de los gastos de un departamento que habíamos planeado pagar en pareja. Y aunque los días eran todos iguales los unos a los otros, y me sentía en un limbo en el tiempo, lo único que me daba referencia de que avanzaba sin compasión, era el pago del alquiler. Fuera de eso todo era igual y eterno.

Las plantas carnívoras se habían reproducido rápidamente. Eran las más fuertes, las más adaptables. De vez en vez, cuando el hastío me invadía jugaba con ellas. Les movía sus pelos sensores con un lápiz, y se cerraban. Así monótonamente pasaba horas. Había quedado atrapado como los insectos que caen en las trampas de las carnívoras. Así me sentía en el encierro. Estos dos años habíamos dependido el uno del otro. No había hecho realmente amigos, ella me bastaba. Ni siquiera había logrado aprender bien italiano. Mientras tanto ella se encontraba con la familia, en casa. Yo estaba aislado no solo por la pandemia, si no por el idioma, la falta de afectos y el ladrido constante y exacerbante del perro del vecino. Las plantas carnívoras segregan un néctar dulce que atrae a sus víctimas, y luego los disuelven con las enzimas que producen sus glándulas digestivas. El departamento me parecía una dionaea que me había atrapado, sólo para disolverme de la memoria de ella.

Comencé a limpiar las hojas secas que colgaban de las petunias. Me gustaban sus colores violáceos y azulados. Cuando florecieron entrada la primavera, le envié una foto. No tan buena como las que ella tomaba, pero se veían lindas. Ella había envió fotos del jardín de casa de sus papás. Cuando recién se dio a conocer la situación de Italia, algunos de los vecinos de España fueron agresivos con ella. Estuve muy preocupado, hablando a la embajada, a migración, a la Questura, asociaciones, todo para traerla de regreso, pero no pude hacer nada. Al principio no se sabía que sería una pandemia mundial, se creía era algo regional y ya, pero pronto se extendió por todos los continentes. Cuidé de que no les cayera agua a las flores. Es uno de los cuidados esenciales de las petunias. Sólo a la tierra y el tallo, para que no se marchiten. Pero a veces ni los cuidados gentiles son suficientes. Pensaban que estaba infectada y que contagiaría a todo el pueblo. Cuando nuestro país estuvo invadido pero en su comunidad no había ningún caso, se disculparon. Y el hijo del ganadero del pueblo, el rico más rico del lugar, le llevó justamente petunias. Las rechazó por una cuestión de principios: es vegetariana. No podría aceptar cortesías de un carnicero. Su gesto nada tenía que ver con la pandemia ni conmigo. Nunca discutimos ni peleamos en ese periodo. No teníamos dramas. Eso a veces le molestaba porque según ella, yo no me expresaba. Pero lo que sucedía en realidad es que sólo me enfocaba en sobrevivir cada día lo menos miserablemente posible. Pensando que así llegaría más pronto su regreso.

El romero se secaba con el calor del verano, pero ahora se encontraba bien. Después del sexto vuelo cancelado dejé de ilusionarme con las fechas de reservación aéreas que hacíamos. Creo ella también. Tal vez ella ya estuviera cansada desde antes. De tanto ir y venir a la capital, para que al final, una noche antes de tomar el vuelo, o a medio camino en la carretera, le llegara la notificación de que no saldría el vuelo hacia Europa. En el aeropuerto le había dicho que no llorara, que un mes pasaría rápido. Me insistió en que cuidara bien de nuestras las plantas. Veíamos películas juntos a distancia. Nos llamábamos a diario. Pero mi verano y su invierno fueron duros. No podía concentrarme en la casa. El trabajo me abrumaba, la soledad más. Le eché más agua al romero y se recuperó sin problema. Ahora siempre le ponía más agua que a las demás plantas, por si acaso.

Fui perseverante cuidando las plantas. El hijo del ganadero también lo fue. La buscó insistentemente. Hace un rato le envíe sus cosas, antes de regar las plantas. Me pidió que no enviara nada que hubiéramos comprado entre los dos, ninguna foto juntos. Que era muy duro para ella tomar la decisión. Sin embargo, la tomó. No ahora. Desde antes, desde que aceptó esas flores. Poco antes de eso ella debió presentir el peligro, porque insistió en tomar un vuelo hacia España, hacer cuarentena ahí y entonces volar a Italia, para celebrar juntos mi cumpleaños. No quise. Celebraríamos cuando fuera seguro viajar para ella. Quería protegerla. Luego se volvió apática para hablar del retorno, y se le veía más bonita. Ya no tenía la mirada nublada de las primeras citas, y noté las flores a sus espaldas durante las videollamadas. Salí a regar el jardín del condominio. Ya no se escuchaban las chicharras que me aturdían durante el verano. La humedad paduana se había retirado y el calor se había extinguido. Todo era lento y monótono. Entré al departamento cuando terminé de regar. Me senté a la mesa. Tenía una cita. Tomé un lápiz, acerqué las carnívoras y comencé a tentar sus cilios, jugando a escapar de sus trampas. Nos quedaban horas, días, meses de aislamiento por delante.


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