Mana, mana, eres mi hermana


Por Amanda R. Pérez

Para Paula

 

Llovía. A cántaros. Llovía a cántaros ceniza. Ceniza en Puebla. Yo no sabía qué hacer sino rascarme la cabeza y contar una y otra vez: uno… dos… tres… cuatro… Ella hacía “trururú” desesperadamente, como loca, como loca desequilibrada.  Luego se puso a barrer la entrada de la casa. Yo protestaba porque sabía que llovería. Sabía que en algún momento caería agua del cielo. Agua normal. No ceniza. Y el agua, el agua normal limpia todo – hasta el alma sucia que tienes – le decía. Luego salimos a comprar “chelas”. Y ella tomaba como camionera. Y yo le decía camionera. Y nos reíamos de los camioneros. Y teorizábamos sobre los camioneros. Hubo un momento que nos aburrimos de esa situación. De estar tomando tranquilamente. De escuchar un piano que sonaba por ahí.

Entonces fue muy fácil cambiar. Y comenzar a beber más rápido.

Prendimos la radio.

Las noticias de que un huracán destrozaba la capital de Uruguay no nos conmovió para nada. Más bien echamos los cigarros en una bolsa y nos fuimos para allá. Es más entretenido estar en medio de un huracán que quedarse en casa escuchando música, tomando cerveza barata y matándonos lentamente por la mezcla de aspirar humo de cigarro y ceniza de un volcán.

—Si uno se va a morir es preferible que ocurra rápido, en un conteo de a tres —comentaba mientras sentadas en una banca, veíamos cómo el huracán se crecía y destrozaba las casas de por alrededor.

—Anjá —sólo decía ella.

Es que dice que yo la atormento, que en algún punto deja de escucharme porque hablo demasiado. Y a ella le gusta meterse en su historia privada, íntima con la “chela”. Y desatar su comportamiento de camionera reprimida, amante de tuburios. Pero a mí me da igual lo que diga o lo que haga. Yo la amo igual, con sus ojos chinitos de mujer pervertida.

—¿Y si nos acercamos más?  —le dije.

—¿Y si nos acercamos más a qué cosa? ¿Al ojo del huracán? Pues como quieras…

Alzamos la banca y nos pusimos a caminar. Pero aunque las casas seguían desapareciendo, aunque el ruido de la tormenta nos fundía los oídos, a nosotras no nos pasaba nada.

—¿Y si le agregamos a esto que hayan hombres volando? ¿Gente muriéndose?

—Ay, ya cállate y disfruta, o haz lo que quieras.

Entonces hubo personas y vacas dando vueltas en medio del ojo del huracán. Un montón de uruguayos desesperados por salvarse. Nosotras seguíamos en las mismas, sin que nada nos ocurriera. Y de debajo de la banca aparecían más y más cervezas. Ella seguía tomando, en su rollo  camionero y yo hablaba de cualquier cosa: de los dinosaurios, del calentamiento global, de lo que implica tener hijos, todo con el fin de molestarla y sacarla de su estado. Es que a mí me da miedo la soledad. Hubo un momento en que comencé, nuevamente, a rascarme la cabeza. Y a contar uno… dos… tres… cuatro… Ella igual comenzó con el “trururú”. Entonces nos dimos cuenta de que andábamos aburridas. Aburridas nuevamente. Y como la otra vez, fue fácil moverse. Fue fácil cargar la banca e irnos a Quito, estremecida por un terremoto. Repetimos la misma acción. Mas esta vez con gafas de sol incluidas. Y vimos cómo la ciudad temblaba, cómo todo se iba abajo. Cómo la gente corría desenfrenada.

—No entiendo por qué corren.

—Yo tampoco, supongo que se quieren salvar, mana. La salvación es algo que uno busca desesperadamente. — Bebió un buche de cerveza.

—Pero sigo sin entender el por qué. Por mucho que corran no se van a salvar. Míranos a nosotras, no nos pasa nada y estamos estáticas. — grité yo para que ella me escuchara.

El terremoto provocaba que la tierra se abriera en dos. Y que el calor se acrecentara. No corría una gota de aire. Yo quería que ocurrieran más cosas. Pues el calor y las personas corriendo me estaban desesperando. Al menos en el ojo del huracán, el aire batía más. Batía con fuerza, las cosas se alzaban. Pero ya, alguna vez, ambas comprendimos que la vida va hacia abajo, no hacia arriba. Y tuve que aceptar que lo que estábamos viviendo era la mera consecuencia de esa vida que se va hacia abajo, que se derrumba, como el cuerpo de quien comienza a envejecer. Pero igual ya me aburría todo aquello. Y ella siempre me sigue en las decisiones. Creo que porque no me escucha bien y a todo me dice que sí.

Agarramos la banca y nos fuimos a Santiago de Chile, que se inundaba por cada segundo que pasaba. Yo quería visitar a mis amigas, que viven por allá. Pero la vagancia era más fuerte y como en las otras ocasiones, no hicimos más que posicionarnos en el centro del desastre y esperamos, a ver si algo nos ocurría. Llovía tanto que la tierra se volvía lodo, y los cerros, esos fantasmas que protegen Santiago, se veían aguados. Yo esperaba ansiosa que se movieran y se sacaran el agua de encima, como mismo hacen los perros. Pero aquellos cerros estaban tan quietos como nosotras, tan vagos como nosotras. Igual esperaban a que pasara algo. Ella  juntó las manos y se puso a recoger agua de lluvia. Con la misma la soltaba y repetía la acción. Yo la imité. Al rato, ya estábamos flotando. Nos quedamos así. Vigilamos la banca, que como chalupa flotaba cerca de nosotros y de vez en cuando estirábamos la mano para alcanzar una cerveza. El cielo estaba gris. Las nubes no permitían que pasara el sol libremente.

—Vamos a intentar ahogarnos- le dije.

—Anjá — respondió, y tras un buche sumergimos la cabeza y nos quedamos así, viéndonos bajo del agua. Las burbujas empezaron a salir de nuestras bocas.

Comenzamos a tragar agua y a tragar agua. Yo sentía que los pulmones se me iban a reventar. Ella se hinchaba y se hinchaba de tanto líquido dentro de su cuerpo. Pero el ahogo no llegaba. Ni la mera sensación. Y cuando vimos que la banca se alejaba, nadamos hacia ella, la agarramos y nos largamos a otro lugar: al DF, donde todo estaba paralizado por la contaminación.

No había autos. No había personas. La ciudad estaba desierta. Como post-apocalíptica. Buscamos el lugar donde todo se veía más sucio, más amarillo sucio. Asentamos la banca y comenzamos a fumar. Aún andábamos empapadas. Su cabello chorreaba. El mío igual. Yo estaba contenta porque sentía que no debía lavármelo en una semana. Ella sólo sabía decirme cochina. Tomamos un poco más de cerveza. Y como siempre, esperamos a ver qué nos pasaba.

—Hace unos días me llegó la menstruación y me sentí relajada. Pero luego, cuando se fue, pues vino de nuevo la pesadez esta que no se quita.

—¿Quieres tener la menstruación ahora? ¿Crees que te sentirás mejor? — pregunté.

—No, da igual. Eso nada más me ocurre cuando me llega naturalmente. Creo que tiene que ver también con la regularidad. Mejor continúo como estoy- me dijo.

Y seguimos, sintiendo cómo el polvo se nos pegaba en la ropa y en el cabello mojado. Eso no me gustó. Ya tendría que lavármelo de nuevo. Por muy sucia que ya andábamos, nada ocurría. Solo polvo, polvo y polvo. El polvo por todas partes. Yo entonces bebí más rápido aún. Bebí como si la cerveza fuera el agua que había tragado en Chile. Ella me siguió, intentando igual buscar que algo pasara. Pero las cosas seguían igual.

—Yo creo que no vamos a lograrlo- me miró con sus ojitos chinos.

—Sí, me parece que hemos salido en vano de casa. Todo este viaje por gusto. Al final, la lluvia de ceniza no estaba tan mal. No sé. Digo que quizás, la muerte lleva su tiempo. Es lenta. Debe dar deseos de contar, de rascarte la cabeza y no sé… lo que venga después.

—Ay mana, tú lo que estás es muy loca.

—O muy aburrida.

—Sí. Yo también. ¿Pero cómo salimos del aburrimiento?

Recogimos la banca y regresamos a casa. Ya no llovía ceniza, sino que caía agua normal. Agua del cielo.

—Viste? Te lo dije. Barriste por gusto. Yo sabía que en algún momento algo iba a limpiar por mí.

—¡Ay, ya mero! ¡Mira, que la entrada de tu casa no está tan limpia como la mía! Seguirás tragando ceniza.

—Sí. Mejor. Tal vez de esa forma ya me ocurre algo.

—Tal vez. Pero entonces te pasaría solo a ti y no a mí. ¿Y qué haría yo con el aburrimiento? ¿Qué haría para soportarlo?

—Sí… mejor barro bien y echo más agua. Porque tampoco me quiero morir sola.

Entré a mi casa y saqué la escoba. Me puse a limpiar.

—¿Y si hacemos un pacto de sangre?

—¿Así, como adolescentes?- preguntó

—¡Como lo que somos! Mira que la gente adulta no se aburre tan rápido como nosotras.

—Ay mana, mana, estás loquilla — rió, aún con la chela en la mano.

Entonces fue a la cocina. Trajo un cuchillo. Cada una se cortó la yema del dedo índice y los unimos. Unas goticas de sangre cayeron en la entrada de la casa. Vimos cómo se expandía y se expandía hasta formar un charco. Y vimos luego cómo se diluían por la lluvia.

—Bueno, ya hicimos el pacto. Somos hermanas. ¿Ahora qué?

—Bueno, ahora esperemos a ver qué ocurre mañana — dije yo. Nos reímos. — Después de todo, no está tan mal vivir aburridas. Vivir en el desánimo. Porque al menos en el desánimo, hay la posibilidad, la esperanza, de que en algún momento te animes. Y es mejor ir de algo “malo” a algo “bueno”, que viceversa.

—Sí, también cabe la posibilidad de que en algún momento comencemos a preocuparnos por asuntos coherentes, profundos.

—Pero entonces, sería sinónimo de que comenzamos a envejecer y que nuestro cuerpo comenzará a ir hacia abajo, como en Quito. ¡Y yo no quiero eso! No. No. ¡Y no!

Ella se rió y volvió a decir que estaba loca. A mí no me interesa. Yo la dejo porque amo sus ojos chinos.

—Bueno, me voy a mi casa- dijo.

—Sí, yo también ya entraré a la mía. A ver si nos ocurre algo mañana.

—Sí. A ver. Si nos ocurre. Algo.

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Ilustrado por Diego Maqueda. Conoce más de su trabajo en su perfil de Instagram.

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