Un acto privado


por Juan Keller


Hamburgo, noviembre de 1978.

Jarek Luski entra en la sala llevando dos tazas de café que acaba de preparar. Es un anciano alto y vigoroso. La vajilla tiembla en sus manos hasta que la deposita sobre la mesa. Después, acerca la taza de la derecha hasta el invitado.

—Gracias —dice Rainer. Tiene treinta y ocho años. Es delgado y frágil. Parece más un personaje de Schiller que un hombre real de la pujante Alemania que resucita de las ruinas. Es periodista y escritor. Desde hace un año está entrevistando a sobrevivientes del holocausto para su primer libro.

El anciano entrega la azucarera a Rainer que agradece nuevamente y comienza a endulzar el café. Entonces su cuchara se rompe. El metal se separa del mango de porcelana, se hunde en el líquido y desaparece de la vista. El viejo se sobresalta durante un instante. Observa las torpes manos del joven que se disculpa. Después la calma vuelve a sus ojos cansados.

—La vida es una continua sorpresa —dice con tono resignado.

Jarek intercambia las tazas sin atender las tímidas objeciones del invitado. Rainer deja sin endulzar el nuevo café, saca una libreta e inicia la entrevista.

—Señor Luski, cuando me llamó por teléfono dijo que nunca había hablado de lo que vivió en la guerra. ¿Por qué decidió hacerlo ahora?

—Estaba buscando a la persona adecuada.

—¿Cree que yo soy esa persona?

—Lo es.

—Señor Luski, usted es polaco. ¿Por qué decidió emigrar precisamente a Alemania?

—Por mis pecados.

—Pero…  ¿no fue usted fue una víctima más del nazismo? ¿Cuáles fueron sus pecados?

—No vine a expiar las faltas de mi pasado. Vine al lugar de mis faltas futuras.

Confundido, el joven deja de tomar notas y toma un sorbo de café. Contempla a su entrevistado. Tiene más de ochenta años.

—¿Usted qué busca, Rainer? —pregunta el viejo repentinamente.

—Lo mismo que todos. Entender.

—Quizá el mal absoluto esté más allá de nuestra comprensión. Ante su inmensidad solo nos queda unirnos a él o combatirlo.

—Es posible. ¿Estuvo en la Resistencia?

—Casi cinco años. Desde el comienzo de la invasión. Durante ese tiempo maté a varias personas. No sentí culpa ni odio. Podría haber seguido combatiendo, pero en junio de 1944 me entregué cerca de Lodz.

—¿Por qué lo hizo?

—Los alemanes habían matado a mi mujer y capturado a Elka, mi hija de trece años. Me enviaron al campo de concentración de Chelmno. Elka también estaba ahí, pero en otra barraca. Apenas pude verla desde lejos algunas veces. La mataron en la cámara de gas. Poco después llegó el ejército inglés. ¿Sabe que Hans Bothmann estaba al mando del campo?

—Sí.

—Su padre.

—Apenas lo recuerdo.

Rainer bebe otro sorbo del café amargo, observa que la taza del viejo sigue intacta. Hace calor en la sala. Es el viejo quien interroga:

—Los católicos creen que la culpa es hereditaria. ¿Usted siente culpa por los crímenes de su padre?

—No —responde el joven—. Siento… siento una enorme vergüenza. Tengo alucinaciones constantes. Es… insoportable. Desearía morir.

—¿Y qué le impide morir? ¿Razones morales o prácticas?

—Es mi carácter. No tengo el valor suficiente. He intentado matarme cientos, miles de veces, pero algo me detiene siempre.

Dicho esto, saca de su abrigo una pistola y la deposita sobre la mesa.

—Siempre la llevo conmigo. Por si aparece el coraje —sonríe tristemente.

El viejo toma el arma y la acaricia como una posibilidad.

— Parabellum P08. ¿Era de su padre?

—Sí.

El anciano comprueba el cargador. Está lleno. Amartilla el arma y la deja en el centro de la mesa, apuntando a Rainer. A través de las ventanas, los hombres ven como comienza a nevar.

—En el campo la llegada de la nieve significaba que habría más muertes.

Nervioso, el joven bebe otro poco de café. Piensa desesperadamente en la manera de continuar la entrevista. Pero Jarek habla antes.

—Su padre sí se quitó la vida.

—Sí. Se ahorcó antes de ser capturado por los aliados.

—¿Su madre aún vive?

—No. Ella murió con mi hermana mayor cuando yo tenía tres años. Durante un bombardeo en Berlín. Desde ese día estoy solo.

El viejo toma el arma y le quita el seguro. La coloca de nuevo sobre la mesa, en la misma posición. El joven traga saliva y termina su café.

—La única persona que odié en mi vida fue su padre. Un kapo me contó que la pequeña Elka era su favorita. Parece que no temía contaminarse porque la violaba todas las noches. Cuando descubrió que la había dejado embarazada, la tomó de la mano y la llevó a las cámaras. Se quedó a verla morir —Jarek apenas puede contener las lágrimas—. Yo también morí ese día. ¿Ve?, iba a dejar de ser hijo único, Rainer.

El anciano agacha la cabeza. Parece aliviado por haberse desprendido de palabras tanto tiempo contenidas.

—Nunca conseguí acercarme a su padre, pero ahora puedo vengarme con usted. No crea que lo que voy a hacerle es un símbolo. Es estrictamente personal. Sé que es abominable, pero no puedo evitarlo.

El escritor se aprieta contra el respaldo de la silla. Recuerda que, al hacerlo entrar en la casa, el viejo cerró con una llave que se guardó en el bolsillo. Su vista salta inconexa por la casa. Fotos viejas, libros, el techo con manchas de humedad, las ventanas con rejas… Jarek lo mira fijo y toma el café helado de un solo trago. Al asentar con fuerza la taza sobre la mesa, los restos de la cuchara emiten un ruido disonante que obliga a Rainer a taparse los oídos.

—Lo invité para matarlo —súbitamente el viejo toma el arma de la mesa y se pone de pie—. Pero una casualidad lo salvó y me mostró una mejor opción: condenarlo a seguir viviendo —se acerca a la ventana y la abre de par en par—. Voy a meterlo en la piel de su padre.

Un viento helado inunda la habitación. El joven siente un ruido extraño. Es su propia respiración agitada. Jarek, saca las balas del arma y las arroja sobre la nieve que empieza a juntarse. Cierra la ventana, vuelve a la mesa y le entrega la pistola a Rainer.

—El café que acabo de tomar, el suyo, tenía cianuro. En pocos minutos hará efecto. Voy a morir en medio de dolores espantosos. Usted se quedará sentado ahí y contemplará mi agonía. Como Hans Bothmann hacía con sus víctimas.



Juan Keller (Argentina, 1970). Músico, escritor, nihilista. Líder de la banda Las Flores del Mal con la cual grabó los discos Plasma (2002), Orgánico (2011) y Bi (2014). Otros proyectos: Nihilism Forever, Fleshvision y una serie de EPs titulados Híbridos. Administra el sitio www.sondarecords.com. Textos publicados en los diarios Los Andes, El Otro, Revista Extrañas Noches y la antología de ciencia ficción Paisajes Perturbadores.

Arte: Charles Cashwell

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