Elikuis, o una historia de amor


por Moisés Ricárdez


La Tierra está a punto de ser destruida. Si alguien hubiera estado presenciado los sucesos ocurridos en los últimos días en la nave Elikuis, esa persona podría decir, a manera de resumen, algo así: “Josué Sotelo era nuestra última esperanza, pero es muy tarde ya.” Esa persona no erraría en el sentido general de la frase, pues el doctor Sotelo, o más bien su cuerpo, flota sin vida en la cámara B del ala frontal izquierda de la nave en cuestión, adornado por una trenza de sangre y tejido cerebral que se origina en su cabeza y se prolonga algunos metros en una trayectoria ondulante: ese doctor Sotelo, sin duda, no es ya esperanza para nadie. Lo que no sabría el espectador hipotético es que probablemente Josué Sotelo había dejado ya de representar la esperanza de salvación para la humanidad desde varias horas antes de morir.


Los últimos días (es decir, antes del momento presente, el retratado en el párrafo anterior)

Han sido bastante agitados si se comparan con los primeros 120 días de la misión. Esta estrepitosa etapa empezó el domingo 2 de octubre, alrededor de las 1:30 horas (hora de Houston), cuando el comandante de la misión, doctor Daniel Qingh, al correr el simulador de lanzamiento de la sonda solar Minnesota-39, se percató de que existía un error que impedía que sus comandos fueran obedecidos por el sistema de lanzamiento. 

Después de la desesperación brutal y el sentimiento de frustración, logró calmarse un poco. Volvió a correr la secuencia de simulación dos veces. Lo hizo también una cuarta vez, pero ya sin la esperanza de obtener un resultado diferente, sino más bien como para darse tiempo de pensar. El simulador había sido probado ya en la Tierra, antes del despegue, y otras dos veces con la nave en órbita. El error tenía que haberse originado en los últimos días, quizás por la interferencia en los códigos de programación durante la modificación de algún otro programa. No se arriesgaría a intentar solucionarlo solo, la sonda solar era el motivo que lo trajo aquí y se aseguraría de que fuera lanzada. Tocó el timbre de la habitación de la doctora Allamand. 

Motherfucking shit, pensó el comandante minutos después, cuando la doctora Allamand, habiendo analizado ya los códigos del simulador, le dijo por tercera vez que lo mejor sería bajar a ver la sonda para asegurarse que no hubiera una interrupción en la continuidad del circuito de lanzamiento de la “Minnesota”, como solían llamar de cariño a la sonda solar. 

Hubiera sido tan sencillo si se hubiera tratado de un simple error de software. Entonces el comandante no hubiera tenido que entrar en el siguiente dilema:

  1. Baja él mismo a la plataforma de lanzamiento, prende y apaga en orden los diferentes interruptores mientras la doctora corre las pruebas de comunicación del circuito. Al hacerlo, la doctora se percata de que los códigos de lanzamiento no corresponden a los de la sonda solar original. En esta opción se hace evidente la siguiente desventaja: él está abajo, y ella arriba.
  2. Ordena a la doctora que baje a mover los interruptores, mientras él corre las pruebas. 

La opción b presentaba la ventaja de invertir las posiciones relativas que los participantes hubieran tenido en la opción a, lo que le dio la posibilidad al comandante de asomarse tranquilamente por la rejilla de descenso y plantarle un disparo silencioso pero certero a la cabeza de la doctora Allamand —francesa de nacimiento, física nuclear de profesión, perfil que le facilitó darse cuenta de inmediato que el objeto que posaba sobre la plataforma y que sería lanzado en pocas horas parecía, más que una sonda solar, una bomba nuclear elegantemente cubierta con una armadura de reflectores y  plomo, lista para abrirse paso entre mareas de calor y radiación— mientras ésta trepaba rápidamente la escalerilla de ascenso para comentarle  al comandante lo peculiar de la situación. 

¿Decisión quizás precipitada? Para qué poner en riesgo la misión. El comandante no se preocupó en limpiar el cochinero. 

Faltaban sólo dos horas para que la nave se encontrara en la posición desde donde se tenía planeado llevar a cabo el lanzamiento de la Minnesota, lo cual estaba aún lejano del margen de error permitido para la sonda solar original. Qué mejor: el propulsor adicional que se había colocado en la bomba por orden suya, dos días antes de la instalación del aparato en la nave, le daban a aquella un margen de error parecido al calculado para la sonda solar. 

Todo habría sido tan fácil sin ese contratiempo, pensaba el comandante mientras se sentaba en la estación de control de la nave. Volvió a correr el simulador de lanzamiento. Todo en orden. No había por qué esperar más y arriesgarse. Dio la orden final a la computadora. La sonda solar Minnesota no se movió, sino que permaneció intacta en una bodega comercial en la calle Silverstone, en un pequeño pueblo al suroeste de Luisiana, envuelta en un estuche gastado de madera, rodeada de equipos médicos obsoletos. La bomba nuclear equipada con un generador térmico ultrapotente, en cambio, abandonó de inmediato la nave espacial Elikuis y comenzó su camino de 5 días hacia el Sol. 


Los primeros días (es decir, el inicio de los tiempos)

Hay algo en esa maraña de materia y energía que, por decirlo de alguna forma, está despierto. Todo lo que será ya es, solo le falta transformarse. La conciencia está ya ahí, como la superficie inquebrantable de un mar tranquilo: su potencial disfrazado de calma y equilibrio. La conciencia no esperará a que aparezca la vida, sino que sólo se transformará para adaptarse a ella. 

Hay una conciencia, sí, de nombre Knhgh, pero cómo darse cuenta ella misma de que es tal cosa. Pasan miles de milenios sin que la conciencia sepa que existe, hasta que las cosas empiezan a ser diferentes unas de otras. Todo está conectado, pero un análisis detenido puede distinguir ya una agrupación de materia de otra. ¿Y los millares de milenios? No son nada, sólo un decir, pues cómo medirlos si el cambio aún no es cambio, si todo simplemente es.  

Y con la distinción de las diferentes partículas, la conciencia se da cuenta por primera vez de que hay algo más que no es ella misma, y su nombre es Shrda. De hecho, se da cuenta de la existencia de Shrda antes de darse cuenta de su propia existencia. Sólo al darse cuenta que hay algo más, se da cuenta de que ella misma es, porque ella misma no es Shrda, sino todo lo contrario. Ella es todo lo que Shrda no es. 

Desde el principio, Knhgh se percata del dilema primordial: si se dio cuenta de su propia existencia sólo después de darse cuenta de la existencia de Shrda… ¿Cómo saber quién creó a quién?, ¿Se preguntará lo mismo la hermosa Shrda? 

Claro que no existe la vista como un sentido de percepción, pero la frase “solían pasar milenios enteros contemplándose el uno al otro, rodeados por y al mismo tiempo parte de las revoluciones de materia y movimiento que expandían el universo poco a poco, y que les brindaban a cada momento una nueva oportunidad de descubrirse como parte y fundamento de la realidad”, es bastante acertada. 

El dilema primordial: no está seguro de quién creó a quién. Pero algo está claro: el goce con el que Knhgh contempla la existencia de Shrda es más grande, o al menos más notorio, que el que ella muestra hacia Knhgh: primer ingrediente para la tragedia. 

Y sin darse cuenta ha inventado el amor, porque cuando Knhgh la sabe siendo luz viajante, él es espacio; y cuando ella es tiempo, él es la materia en decadencia que la ejemplifica.  

Y entonces Knhgh tiene una idea que no podía no haber tenido. Es natural, pues cómo no va a desear ser algo más para poder amar a Shrda de una forma distinta, experimentar ese amor de todas las formas posibles, aun cuando convertirse en eso implica dejar de ser lo que es, y ser sólo algo: dejar de ser todo. 

Que los elementos vitales primordiales estén ya listos en los mares arcaicos de un planeta joven no es mera coincidencia. Se ha dicho ya que lo que está sucediendo no pudo no haber sido. Él tiene una idea que ya está hecha, pero en todo lo que se ha hecho él participó.  

La vida en el planeta Tierra empieza, entonces, como parte de un sacrificio de amor.


De vuelta a los últimos días (el comandante acaba de lanzar la bomba)

El paso siguiente era obvio. La nueva situación exigía eliminar al resto de los tripulantes y así eliminar toda probabilidad de que alguien alterara el rumbo de la bomba (aunque quien lo intentara se encontraría con formidables dificultades técnicas cuya solución le tomaría probablemente el doble de tiempo de lo que haría el artefacto en su recorrido). Tomó con su mano derecha la pistola antigravedad, desabrochó su cinturón de seguridad y salió flotando de la cámara de control de la nave, de vuelta al pasillo central, en cuyo tercio medio se encontraban los dormitorios de los astronautas. 

El doctor Lucius Percival, astrofísico gringo, excomandante de las misiones Centauro-SF y Centauro-S32, quien fungía como especialista de misión y responsable del lanzamiento de las sondas atmosféricas a Mercurio, fue el primero de los que aún dormían en ese momento en recibir un balazo en la cabeza. El doctor McAllister fue el siguiente en la fila, y en menos de cinco minutos la doctora Bobadini y el doctor Montgomery eran ya también parte de la masacre espacial. 


Un encuentro (no) inesperado

Cuando Diego Reyes se enlistó en uno de los navíos que partirían a la península de Yucatán, lo hizo con convicción, incluso con esperanza. Bueno, la mayoría de los que habían ido a Cuba desde España lo hizo así, en búsqueda de nuevas oportunidades. Muchos de los que vinieron con él hacía unos meses se habían asentado ya en la isla y parecían bastante cómodos con su nueva vida. Diego, de apenas 19 años, había tenido también la oportunidad de hacerse de unas buenas tierras, pero decidió no aceptar la oferta: su curiosidad lo inclinaba hacia el poniente, hacia donde las espigas se doblaban en los atardeceres tranquilos de ese invierno latiente. También había una especie de viento que lo doblaba a él, pero que lo golpeaba por dentro. La decisión de ser parte de la misión al nuevo mundo fue, de hecho, fácil. 

La flota partió a inicios de febrero de 1517. El día era soleado y Diego pensó que eso anunciaba un viaje agradable, sin tragedias. Era muy supersticioso, además de ingenuo y poco acertado. No sabía, por ejemplo, que las tormentas los azotarían desde los primeros días después de haber perdido de vista la isla de Cuba, haciendo creer a más de uno que el fin había llegado, que acabarían olvidados en las profundidades de ese mar indeciso; no sabía que el corazón del capitán Francisco Hernández se dividía, cuando no temblaba abatido en las noches de relámpagos y confusión, entre un deseo de exploración y conquista y un deber más oscuro, deuda para quien le había hecho posible la empresa que en ese momento dirigía. 

Diego Reyes no sabía muchas cosas, pero otras las sabía muy bien. Sabía que no era normal ese sentimiento aberrante que se hacía cada vez más frecuente en él, como si entendiera por qué el día y la noche, por qué la calma y la tormenta, por qué el azul del mar. Era un sentimiento de tranquilidad, pero también de incertidumbre. Sabía que las tardes de lluvia mansa eran ideales para dejar aflorar esa sensación extraña, que sacada a flote culminaba siempre en lágrimas sinceras, las cuales no quería mostrar a sus compañeros. Ahí sentado en la toldilla del barco, donde solía pasar esos momentos de algo muy parecido a la felicidad, pero cargado de melancolía, pudo presenciar el avistamiento de Yucatán después de casi un mes de viaje, una tarde de marzo, nublada pero sin lluvia: por suerte no estaba llorando. 

No era el primer avistamiento de la península por parte del hombre blanco, pero sí uno de los más significativos y el que sería más recordado en el futuro. Sería narrado en los primeros capítulos de una obra escrita más de cincuenta años después por uno de los tripulantes de la misión, un tal Díaz: cómo fueron recibidos con aparente cordialidad por los salvajes del pueblo de Catoche, invitados a tierra y a sus casas al siguiente día, y emboscados en el acto de pisar la arena; cuál ventaja ofreció a los españoles el fulgor de sus escopetas, maravillando y asustando al indio que bien se hacía el valiente y moría en el intento, o bien huía despavorido de vuelta a sus refugios; cómo los españoles capturaron a dos nativos, pero dejaron atrás a dos españoles mientras subían de nuevo en sus bateles de vuelta a los navíos. El balance fue neutro en esa tarde de traición. 

Diego Reyes sintió miedo mientras veía alejarse a sus compatriotas, quedando rodeado de salvajes en frenesí, enfurecidos y asustados a la vez. También sintió dolor, pues en su muslo derecho irrumpía una flecha, atravesando su carne de lado a lado. 

Extrañamente, mientras lo llevaban cargando en una especie de camilla hecha con ramas largas e irregulares, lo invadió de nuevo ese sentimiento astral y envolvente, y los árboles de la selva ya no eran malditos sino hermosos, y el cielo invernal y lejano no era soledad sino misterio y paz. Y su destino, que sabía fatal, quedaba aceptado con calma en su corazón. 

Horas más tarde todo cobró sentido. Escuchó su nombre antes de ver su cuerpo mortal, y en un instante se reveló la verdad oculta en su memoria eterna: Xardé, Xardé, gritó el indio que cuidaba de Diego en una casucha de cal y canto. Había que cuidar al prisionero sobreviviente para ofrecérselo a los dioses al día siguiente. Incluso lo habían alimentado y habían echado agua tibia y remedios en su herida. 

Yacía Diego en una cama de ramillas y plantas, casi al ras de la tierra, en una sala amplia con techo y tres paredes, cuando la vio aparecer en la oscuridad de la noche, obedeciendo al llamado que le hacía el indio de guardia. Pero no fue sorpresa para Diego, él ya la esperaba, pues ese nombre lanzado al aire y llegado a sus oídos fue suficiente para que entendiera el sentido de su decisión de embarcarse en la misión, para que entendiera sus ganas de dejar España y para que entendiera, en fin, todas las pequeñas y grandes cosas que lo habían llevado hasta ese lugar en ese preciso momento. 

Ella, por el contrario, para recordar quién era, sí necesitó verlo a través del único portal que permite al espectador invadir con su vista el alma, la cual es única e individual, pero también es solo una, colectiva, dividida cada vez más desde que aparece la vida en la Tierra, miles de millones de años atrás, y aún más fuertemente dividida con la aparición del ser humano y su conciencia de estar consciente, lo cual le dificulta cada vez más a Knhgh recordar quién es y para qué bajó a la Tierra: para poder amarla de una forma más pura. Y a veces pasa vidas enteras sin acordarse de todo esto, hasta que ella se decide a bajar de nuevo y se reencuentran. 

Él espera a que ella se acerque. Ella ha traído un recipiente de barro con un ungüento para su herida, se acerca tímidamente y se hinca a su lado. Parece que no se atreverá a verlo a los ojos, así que él levanta un poco su cabeza, flexionando su cuello. Ella lo ve, y cuando dos pares de ojos se ven no se dan cuenta, pero son sólo fachadas, pues es el alma la que se asoma por detrás de esas ventanas, el alma que, generalmente, sólo es una, pues todos los seres vivos son lo mismo: la voluntad de Knhgh que quiso ser vida para amarla. Pero esas almas que se ven en ese momento, segundos antes de besarse con sus cuerpos mortales, sí son dos. 

Pero la separación es ya inevitable. En unas horas lo llevarán al templo, lo sacrificarán. Está bien, le dice él, quiero morir, puedo hacerlo después de haberte visto otra vez. Ya no quiero regresar, le responde ella, no me gusta el dolor de perderte. Y sin palabras, hacen un pacto, un plan, para volver a ser quienes eran, dejar de ser alguien. 

Harían falta casi seiscientos años para que coincidieran los elementos necesarios para llevar a cabo la tarea: convertirse en astronauta; darse cuenta, una noche tranquila al acostarse en una playa y voltear a ver las estrellas, de quién era realmente, gracias a la revelación que vida tras vida se le presentaba súbitamente; y, no menos importante, haber sido enviado a inicios de su vida científica-militar a una estancia de investigación en una base militar alemana, donde se enteró de los rumores —que en ese entonces creyó poco relevantes— de una investigación clandestina que intentaba crear una bomba nuclear capaz de incrementar el proceso solar de fusión de hidrógeno, y acelerar así la decadencia natural del Sol, hacerlo estallar. Es cierto, tenía una familia, pero su deseo por volver a ser lo que era, de volver al lado de ella, era inhumano.


El final de los últimos días

¿Dónde chingados está este hijo de puta?, murmuró el comandante en su idioma natal al entrar al cuarto vacío del doctor Josué Sotelo, microbiólogo mexicano, médico del equipo y responsable de los experimentos de bacteriostasis y de las pruebas de fisiopatología cardiovascular espacial que formaban parte de los estudios planeados en la misión. 

La respuesta vino de atrás, en la forma de un largo metal que, aprovechando la falta de gravedad, avanzó flotando rápidamente hacia el comandante, cuya cara frenó involuntariamente el recorrido del objeto. 

Desorientación. 

Sangre. 

Dolor. 

Y el doctor Sotelo avanzando por el aire hacia el comandante, tomando la pistola que éste soltó sin querer, y arremetiendo con ésta contra su cara, de nuevo su cara. 


Tan solo otro ejemplo de amor

No parece ser necesario a estas alturas aclarar uno o más de los siguientes puntos: si la barra de metal con la que el doctor Sotelo atacó a su comandante fue tomada del cuarto del doctor Montgomery o del de la doctora Bobadini, cuando el médico mexicano volvía de haberse encontrado con el cuerpo sin vida de la doctora Allamand, con quien había quedado de verse a escondidas una vez más esa “noche”: las relaciones sentimentales no están permitidas entre los tripulantes de las misiones espaciales; si al suicidarse reinaba en el doctor Sotelo un sentimiento de impotencia, al reconocer que el final era inminente, o si las palabras sinceras de su comandante (palabras de una historia milenaria y compleja de amor y adoración), quien yace adolorido y  atado fuertemente a uno de los asientos laterales de la cámara de control, habían logrado sustraer de su confusión si acaso un retazo de esperanza o aceptación de la catástrofe como lo que realmente era: un nuevo comienzo y un reencuentro con lo universalmente añorado; si el comandante alcanzará a ver desde la nave el destello final, creciente e imparable, o si quizás recibirá la marea radiante en el planeta del que ha sido prisionero los últimos cientos de millones de años, siendo apenas un retoño de vida en el vientre de alguna mujer cuya conciencia es parte de su misma conciencia, pero que seguro no es Srhda, porque ella no ha vuelto a bajar a la Tierra desde aquel encuentro trágico en tierras mesoamericanas. 

No, ella espera en todo lo demás que no es vida. 

Particularmente, en ese día apocalíptico en el que el Sol lo consumirá todo, Srhda será muerte, y Knhgh el medio de expresión para ella, la Vida que llega a su fin.



Moisés Ricárdez (seudónimo) es médico de profesión y actualmente estudia un doctorado en epidemiología. Es aficionado a la escritura, principalmente de cuentos fantásticos, y a la composición musical. Participó en un taller de cuento fantástico impartido por Efraím Blanco en Cuernavaca, en 2017.

Arte: Eric Esparza, Corrientes de un suspiro dilatado (2021). Síguelo en instagram: https://www.instagram.com/eeesparzan/

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