El gran sordo


por Rodolfo Ruiz Vázquez


I

La habitación de Joaquín se ubicaba en el segundo piso. Desde el reposet, su perspectiva del exterior era bloqueada parcialmente por un reproductor de música y una enciclopedia, situados ambos sobre un mueble de caoba. Sólo veía, del jardín, el olmo y la madreselva, y, allende la barda, fragmentos de nubes y de cielo, los eucaliptos que crecían en el parque y, cruzando la avenida, una bodega abandonada.

Joaquín era escritor freelance. Tenía un blog donde reseñaba estéreos. Vivía de contratos con empresas que se anunciaban en su página web. También ganaba algunos maravedíes publicando artículos en revistas para audiófilos.

La música era su pasión; al menos era lo que le decía a todo el mundo: en realidad no sabía casi nada sobre los aspectos teóricos y técnicos que la conformaban. A sus cuarenta y tres, estaba convencido de que la imitación era un rasgo esencial en el hombre. Por eso había estilos marcados para cada época. Por eso la música de un período sonaba más o menos igual. Alguien abría la brecha y los demás lo seguían.

La homogeneización se acentuaba con el paso del tiempo. Para un escucha del siglo XXI, era más fácil confundir dos obras del Barroco que una canción de los Beatles y una de los Rolling Stones. A sus contemporáneos, los Beatles y los Rolling Stones no les sonaban ni remotamente parecidos. Tal vez cuando pasen tres o cuatro milenios, pensaba Joaquín, nadie los distinguirá.

Había otra causa. En épocas pasadas los creadores se atenían con mayor fidelidad a las normas de su tiempo, y eso constreñía de cierto modo los rasgos personales. En cambio, desde el siglo XIX, la originalidad había tomado un rol preponderante en la creación, aunque ya después, por esa inclinación de mimetizar, lo novedoso se convirtiera en moneda corriente. Los movimientos de ruptura, en su momento insólitos, siempre terminaban generando obras que, por irónico que pareciera, poco tenían de originales. Al final las vanguardias se estancaban y eran destronadas por otras que, a su vez, pasaban la estafeta a artistas revolucionarios con ingenuas pretensiones de perpetuidad.  

No obstante, a pesar de que en el pasado el yo era refrenado dentro de los límites de la poética, en la música antigua había personalidades fuertes con una identidad más clara que la de sus coetáneos, figuras cuya esencia había trasminado el preservativo de la correción. Lo mismo ocurría en las otras artes. Los conocedores podían apreciar matices estilísticos de gran sutileza fijándose en la instrumentación, en el ritmo, en la cadencia.

Pero, en términos generales, el escucha promedio sólo reconocía a tal o cual compositor por las melodías, y a veces sólo las más famosas, aquéllas que se usaban con frecuencia en los filmes y en la publicidad y que las estaciones de radio incluían asiduamente en su programación: las partes tarareables que flotaban en el imaginario colectivo como pájaros hechos de algodón de azúcar, dulces y en ocasiones empalagosos. Fuera de esos pedacitos pertenecientes al mainstream, el Vivaldi menos difundido sonaba casi igual a Heinrich Ignaz Biber semejaba mucho a Telemann tenía un regusto a Scarlatti… a oídos de un lego como él, claro. 

Joaquín era gordo. Pasaba muchas horas en el reposet, inspeccionando la calidad de sonido de los aparatos que reseñaba. Su época más productiva era la temporada de lluvias, cuando los objetos dormitaban y una felpa gris amortiguaba su respiración. En esos momentos la habitación de Joaquín, en su bicromatismo oscuro, parecía un grabado antiguo. La llovizna despertaba olor a bosque proveniente del parque.

Para probar los estéreos, tenía un disco del opus 111 de Beethoven: por los contrastes entre bajos y agudos —esto sí era capaz de detectarlo— y por la calidad intrínseca de la grabación, era la piedra de toque para cualquier equipo de alta fidelidad que se jactara de serlo. Además de que era su pieza favorita. 

Sólo en el último mes había reseñado tres estéreos. El primero no tenía entrada para audífonos; en el segundo, un ruidillo de fondo sonaba durante la reproducción; el tercero y último hacía un corte entre pistas, lo cual volvía molesta la audición de los discos en que no había silencios entre los tracks. Las compañías ponían a su disposición los equipos por un período limitado, con la condición de que sobreadjetivase las virtudes y edulcorase los defectos o, como los agentes de marketing decían, le diera un spin positivo a lo no tan positivo. Si los sondeos revelaban un influjo de sus reseñas en los compradores, se los regalaban.

Y aunque en sus textos tuviese que ceder a los imperativos comerciales y vender la mierda como oro de catorce, y si bien de tiempo atrás ya había agotado los términos de lambisconería contenidos en el diccionario de sinónimos, en realidad jamás había encontrado un equipo hi-fi a la altura de sus exigencias. Desde que se graduara en leyes y comenzara a adentrarse en el mundo de la audiofilia, su meta había sido descubrir el reproductor perfecto. No sabía precisamente qué era lo que buscaba. Tenía una noción vaporosa: un sonido puro y diamantino, una vibración coclear deleitable, un eargasm que fuera el equivalente musical del éxtasis de los anacoretas.

Siempre había un impedimento: o no había entrada para audífonos, o las bocinas crepitaban, o el aparato hacía un corte entre los tracks. Sus amigos y familiares lo consideraban el hombre más afortunado de la Tierra. ¿Vives de escuchar música?, le preguntaban. ¡A todo dar! Pero no. Parar él podía convertirse en un verdadero suplicio. Le daba pánico imaginarse que él ya habría muerto para cuando la tecnología por fin desarrollase el aparato idóneo.

En esas largas tardes en que los cúmulos torcían remolinos, los truenos gruñían y la tormenta, con barrotes de plata, lo aprisionaba en su habitación, le hubiera encantado sentirse pleno. Le hubiera encantado poder decir: “Me gustan las tardes de lluvia, permanecer en casa, pasar el tiempo en el sillón escuchando a Beethoven con una taza de té cargado. La lluvia justifica mi aversión al mundo externo. Lejos de hartarme, el cariz monótono de la claustromanía es un bálsamo para mi espíritu”.

Y era lo que le decía a los demás, pero, habiendo realizado un examen de conciencia más profundo, detectaba una carencia, y culpaba a las compañías que, hasta el momento, no habían desarrollado un estéreo capaz de colmar sus estándares.    


II

Como otros días, Joaquín puso el opus 111 de Beethoven. La ciclotímica alternancia de nubosidad y sol de esa tarde de septiembre se ajustaba al vaivén emocional de la pieza. Después de haber brillado diez o quince minutos, el cielo era un dosel de lana sucia, y los eucaliptos lucían tonos mudos, como si los cubriese una estopa gris.

El estéreo que recién había reseñado estaba fatal: el sonido era bueno, podría haber dicho incluso que rozaba la perfección, pero la pantalla LED brillaba demasiado, una llama ardiente que le quemaba el cerebro y le impedía gozar la música. Realmente tuvo que exprimir ese manido diccionario de sinónimos para perfumar la mierda. Se tardó más de tres horas buscando adjetivos que no hubiera usado en miles de ocasiones. Al final, se sintió orgulloso a la par que desgraciado.

Oscurecía. Joaquín deseó que su cuarto despegase como un cohete y que la ventana le ofreciera una panorámica alterna: bosques, desiertos, mares y montañas. En cambio, siempre que desviaba los ojos se encontraba con la vista archiconocida: una parque, una bodega blanca y la pedacería de cielo que quedaba recortada en los huecos de la canopia. A pocos minutos de que el cielo se tornase oscuro, los árboles eran negras manchas de Rorschach contra una lámina albiazul que tendía al gris plomo. Las farolas de la calle se habían encendido; el follaje las velaba parcialmente, sacándoles intermitencias cada vez que el viento movía las ramas de un lado a otro. Pasaban los minutos y el cielo se negaba a oscurecer; los árboles se habían convertido en escorpiones peludos que parecían haber sido aplastados sobre un azulejo gris. Lo único bueno era que la lluvia tamborileaba sobre los domos de plexiglass —la oía incluso sobre el estruendo de los audífonos—, y el saber que se mojaría era una justificación para permanecer pegado al estéreo. Si es que hubiera tenido a donde ir.

Una y otra vez repitió el opus 111 en busca de un imperfecto sonoro. Nada. Mejor aparato no podía haber. Y, sin embargo, ¿dónde estaba el éxtasis? Seguramente era esa pantalla horrible. Tenía ganas de arrancarla con un taladro, como si se tratase de una costra purulenta. Las horas pasaban y seguía sin hallar un elemento decepcionante en el sonido.

Dieron las tres de la madrugada. Iba a desistir cuando escuchó algo. Su corazón se aceleró; su boca salivó profusamente. Conque este aparato, además de poseer una pantalla brillosa en demasía, cojeaba en el aspecto preponderante: el sonoro. ¿Estaba excitado o molesto? Molesto, claro está. Era una nueva derrota en ese largo e infructuoso periplo hacia el componente perfecto. ¿Cuándo podría disfrutar a plenitud una sesión de música? ¿Moriría sin antes haber probado el éxtasis melómano? Todo parecía indicar que sí.

Qué ruido singular aquél. No se trataba de una crepitación, ni de un tracatraca mecánico correspondiente a la charola giratoria. Era más bien como un delay, como si dos versiones idénticas del opus 111 estuviesen sonando casi al mismo tiempo, una un poco más adelantada que la otra, de modo que en los audífonos quedaba flotando una especie de reverberación.

¿O acaso…? Joaquín los retiró de sus orejas. Y entonces lo comprendió: alguien estaba escuchando la misma sonata que él, a un volumen muy alto. Levantándose del reposet, fijó la vista en el exterior. Las ventanas rotas de la bodega estaban iluminadas.

Volvió a sentarse. Se puso los audífonos y reanudó la inspección del estéreo. Pero la música de fuera era un sacacorchos en sus cócleas. Respiró hondo, luego farfulló maldiciones. Ya desesperado, se arrancó los audífonos y salió a la calle con el objetivo de confrontar al sujeto desconsiderado que violentaba la paz de la madrugada poniendo música estruendosa.

La noche olía a sudor de tierra. La luna admiraba su rostro blanco y redondo en el espejo de un charco; de pronto algún jirón de nube la ocultaba para luego deshebrarse a manos de la brisa y, habiendo desaparecido, dejarla contemplarse nuevamente. Las babosas habían salido de la tierra y reptaban tallo arriba, ávidas de nutrimento foliáceo. Sus cuerpos blandos y viscosos brillaban relucientes a la luz de las farolas: parecían gemas incrustadas en el tejido vegetal. De algún lugar del cerro el aire acarreaba un aroma a leña.

Joaquín cruzó la avenida y se quedó de pie en el bordillo. Un perro comenzó a ladrar desde una azotea vecina, y los ladridos duraron tanto que, paulatinamente, se fueron encendiendo las ventanas de la colonia, y la calle se llenó de gritos que pedían la muerte del animal. Tras cinco minutos de lo mismo, el silencio regresó. Sólo se escuchaba el opus 111.

Se acercó a la bodega. Se asomó por una ventana rota. El piso de cemento estaba lleno de polvo. Cajas de cartón se apilaban en desorden por doquier. Las llamas de una estufa portátil lengüeteaban en la oscuridad; el fuego azulado proyectaba un tinte enfermizo sobre la tez de un hombre en harapos. Su tarareo reverberaba debajo de la techumbre de lámina. El vaho del pocillo subía a su nariz. Penetrando un tragaluz, la luna lanzaba un rayo sobre la anforita de aguardiente. A sus pies había un radio de baterías. Era una baratija de plástico naranja chirriante. La pésima calidad con que reproducía la sonata treinta y dos de Beethoven hacía pensar en un origen chino. Más que la propia potencia del aparato, lo que magnificaba el sonido era el eco de la bodega.

—Buenas noches —lo llamó Joaquín.

El hombre volteó con una sonrisa a la que le faltaban varios dientes.

—Buenas —respondió con una voz granulosa—. Pásele —y le indicó una puerta entornada. Joaquín entró y se detuvo a unos pasos de la estufa—. Siéntese. No muerdo —y, cuando Joaquín, de modo titubeante, se hubo sentado junto al hombre, éste le ofreció la botella—. Un traguito para el frío —le sugirió.

—No bebo, gracias.

El hombre prendió un cigarro.

—La hospitalidad, pues.

Joaquín se rascó el occipucio. Se entregó a cavilaciones internas, durante las cuales el rostro del extraño le pareció más misterioso todavía por el doble fulgor de la estufa y de la brasa del sin filtro.

Al final extendió la mano. Dio un sorbo y apretó las mandíbulas ante el culatazo del alcohol. Ambos guardaron silencio.

El hombre dio un golpe al cigarro y cerró los ojos. La lluvia había aclarado el aire, el cielo estaba despejado, y el humo, ascendiendo al tragaluz, se enredaba en las estrellas, incrustaciones de diamante en el domo de basalto que era el cielo.

La sonata continuaba, y el hombre aún no abría los ojos. Joaquín tomó la botella y dio un nuevo trago. Y otro. Y otro más. Comenzó a sentir un mareo agradable. La luna se posaba sobre un tejado como una antena parabólica de plata. Las estrellas azules palpitaban tímidamente, debilitadas por un periplo incomensurable a través de despeñaderos cósmicos y torbellinos de cometas. Sus mensajes intergalácticos llegaban con un retraso de millones de años luz: noticias de ultratumba, palabras de espectro.

 Joaquín cerró los ojos y, apretando las palmas contra los párpados, se deleitó en la fantasmagoría de manchas púrpuras que bailaban en la oscuridad de su cabeza. Los abrió como una persona normal que confía en el continuo de la existencia allende el vacío negro de unos ojos velados, como quien sabe que la vida sigue al margen de un momento de penumbra personal. 

Pero, contrario a todas sus expectativas, cuando los abrió la bodega se había transformado en una sala de conciertos. Joaquín estaba en la primera fila. ¿Qué hacía ahí? ¿Cómo había llegado? Lo insólito de la visión no le permitía pensar correctamente.

En el escenario el hombre andrajoso, ahora vestido en un smoking negro, estaba sentado a un Bösendorfer. Estaba sentado, porque no tocaba nada. Los dedos se movían sobre el teclado, y al parecer lo percutían, pero de manera inexplicable el piano no producía sonidos. Tal vez no tiene cuerdas, pensó Joaquín.

O quizá los asistentes estuvieran conectados a una nueva clase de microaudífonos y él, que carecía de ellos, no podía escuchar la interpretación. Pero el que no gesticularan y el que ni siquiera parpadeasen no era un signo propio de un público sensible. Tocó la mano de la mujer del asiento de junto. No respondió. Simplemente babeaba, los ojos bien abiertos, como una muñeca de cera. Luego, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, confirmó el mismo semblante en el resto de los asistentes.

Iba a recorrer la sala, pero en ese momento el vagabundo vestido en frac bajó del escenario y, dirigiéndose a Joaquín, le entregó un tríptico. Joaquín lo desplegó y leyó:

EL SONIDO PERFECTO QUE BUSCA EL AUDIÓFILO ES LA SORDERA TOTAL

El hombre rio, pero sin producir sonido alguno. Joaquín sólo vio los movimientos de la quijada. Su corazón latía con velocidad, pero los bombeos eran inaudibles. Gritó y no se oyó.

Se había quedado dormido en el reposet. Clareaba. Al principio los árboles eran bultos indefinibles. Destacaban negros contra un horizonte níveo que la aurora marcaba con una veta aguamarina. Pero, conforme se elevaba, el sol definía las hojas con cortes milimétricos, en sus más minúsculos detalles, a la manera de un buril. La individualización foliácea se hizo poco a poco. Al grabado meticuloso lo siguió una inyección cromática: las sombras negras se convirtieron en hojas verdes y amarillas, ramas blanquiocres y pequeños frutos rojos. A pesar de que ya eran pasadas las ocho, los pájaros aún no iniciaban su sinfonía de gorjeos.

Dio play al reproductor. En la pantalla LED el segundero se movió, pero sin que él escuchara las consabidas notas iniciales del opus 111. Giró la perilla del volumen a todo, pero siguió sin percibir sonidos. Brincó fuera del sillón, arrojó los audífonos contra la pared y se puso a aplaudir a un lado de sus orejas: un silencio desquiciante. Tomó el estéreo que la compañía le había prestado y lo azotó contra el piso. El ecualizador se hizo trizas, y, sin embargo, fue una destrucción sorda. Bajó a la calle dando traspiés. El tráfico era el de siempre, con la excepción de que esta mañana era mudo. Mesándose los cabellos, cruzó el parque y se dirigió a la bodega en busca del vagabundo de la víspera. Sus oídos no captaron el chirrido de los frenos.



Rodolfo Ruiz Vázquez (1987, Ciudad de México). Narrador. Estudió algunos semestres de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. En 2011 ganó el segundo lugar en la categoría de crónica en el Concurso 42 organizado por la revista Punto de Partida. Ha publicado en las revistas digitales Punto en línea, Narrativas y Nocturnario.  

Arte: Chuck Baird.

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