La imposibilidad de ser tú mismo


Todas las palabras que siguen podrían ser reemplazadas por estos versos de Píndaro: “Somos apenas sueño de una sombra”. Y, sin embargo, me gusta insistir en mis problemas que también son, para mi maldición y mi suerte, los de la literatura.

Hace más de medio año que pensé en este artículo, y si lo realizo hasta ahora es porque soy un adicto a la postergación y al fracaso. En ese periodo han surgido otros que han dicho lo que quiero decir, e incluso hay quienes hablaron del tema antes de que yo fuera concebido. Pero me gusta repetir. También esto se trata de repeticiones. Hablemos de algunas de ellas.

El 10 de agosto de 2016 Ben Malik escribe para Mula blanca el artículo “El problema de ser tú mismo”. Para entonces yo ya había decidido el título del ensayo, aunque lo único que soporta esta declaración es mi palabra. Con todo, esta coincidencia es necesaria para la discusión de la autenticidad y el yo. Malik abre su texto con estas palabras: “Todo lo que sabes de ti está precedido por eventos en tu sistema nervioso de los que no sabes casi nada y de los cuales no fuiste autor”. Una frase que la autoayuda suele repetir y que está emparentada con la de ser tú mismo es aquella que asegura que somos los autores del libro que es nuestra vida. Y aquí estoy yo, usando un título ligeramente distinto de otro, viviendo una vida ya escrita, repitiendo frases y conceptos. Pero no soy el único.

En 1931, muchos años antes de que yo naciera, muchos años antes de que Ben Malik naciera, décadas antes de que existiera Mula Blanca, Giovanni Papini publicó una de sus obras más reconocidas, Gog, que incluye un alegato sobre la imposibilidad de ser originales y al que llamó “Nada es mío”. “En mi espíritu y en mi carne está presente la herencia de los muertos; mi pensamiento es deudor de los difuntos y de los vivientes; mi conducta está guiada, aún contra mi voluntad, por seres que no conozco o que desprecio”, escribe el furioso Goggins, protagonista del libro y encarnación de todo lo que está mal con Occidente, aunque siempre se muestre sensato.

El 9 de junio de 2016, meses antes del texto de Malik, varios años después del libro de Papini, aparece en el New York Times la traducción de un artículo de Adam Grant titulado “«Sé tú mismo» es un pésimo consejo”. Grant no habla de la literatura, pero es certero, práctico. Las siguientes líneas me parecen el centro de su crítica: “Tal como la psicóloga Carol Dweck ha demostrado desde hace tiempo: el simple hecho de creer que existe un yo inamovible puede interferir con el crecimiento”. En favor de los cambios, de las extranjerías, de las mutaciones, las falsificaciones, el histrionismo, en favor de la farsa y de la mitificación Rimbaud da esta máxima: “Yo es otro”. Todos lo somos.

La historia de la literatura, ese gran viaje a lo más recóndito de nuestro espíritu, es la historia del desconcierto. Podría hablar de relatos de travestismo, de un viejo loco que se vuelve caballero y que luego desea ser pastor, de un rey griego que le responde a un brutal cíclope que su nombre es “Nadie”, de dos prisioneros argentinos que se enamoran hasta confundirse y que uno de ellos contesta al amor con esta frase: “O que yo no era yo. Que ahora yo… eras vos”.

Esta angustia, la de no encontrarnos, la de creer que debemos encontrarnos, vive dolorosamente en la búsqueda de un estilo, de un lenguaje que sea nuevo, revelador, original; que ahí en las palabras seamos, con toda la honestidad que podemos permitirnos, el verdadero yo capaz de hacer que otro nos escuche, pues la escritura es una lucha con la soledad. Y pienso en Quevedo. Ahora tomo un volumen de su poesía, que en mi biblioteca está entre John Donne y Antonio Machado. Abro el libro en cualquier página. Aparece este título: “Enseña cómo no es rico el que tiene mucho caudal”. Es uno de sus sonetos morales. El primero verso dice: “Quitar codicia, no añadir dinero”. Hay una nota al pie de página que descubre el verdadero origen: “El primer verso es de Epicuro. (…). El primer terceto de San Pedro Crisólogo, sermón 22. El postrer verso, de Séneca”. Quevedo es, como lo dijo Borges, más una literatura que un hombre. Esto también quiere decir reproducción y robo, antología de otras identidades. Y pienso en sus sonetos amorosos, que imitan a Petrarca, cuando no lo traducen, apropiándose de los amores y de la retórica; ajeno al engaño de que sólo se puede ser de una manera.

Lo que llamamos tradición es la sobrescritura de la copia de la copia de la copia. “Cada idea es un eco, cada acto un plagio”, declara Papini, y sigue en su rabia con esta confesión: “Me veo obligado a hablar una lengua que no he inventado yo mismo (…)”. En este instante, en nuestras palabras, nos hemos vuelto extranjeros.

Si nada nos pertenece, si nada ha sido hecho por nosotros desde la raíz, si venimos a tomar prestadas ideas, a repetir destinos, a vivir muchas veces en un anonimato infranqueable y a morir, con suerte, en un calmo y silencioso olvido, ¿para qué insistimos tanto en encontrar algo supuestamente irremplazable, inalterable, según verdadero? ¿Por qué nos han reiterado hasta volverlo un axioma que “tenemos que ser nosotros mismos”? Detrás de este consejo palpita la idea de que hay una única identidad verdadera (aunque Papini haya sido, por ejemplo, un joven blasfemo y luego un devoto cristiano, sin que se intuya algún falseamiento en ninguna de estas dos personalidades), y aún una idea más ilusoria: que somos únicos. Si perseguimos la  revelación de un yo absoluto es porque el pensamiento de ser comunes, de tener que lidiar con la soledad y el olvido y el hastío, aparece como un riesgo mayor y más difícil de aceptar.

Debe haber una respuesta para nuestra vida. Pero en la literatura todo es crisis, todo ruina. “Espero ahora en calma a que la catástrofe de mi personalidad/aparezca de nuevo hermosa/interesante y moderna”, dicen los versos de la última parte del poema “Mayakovsky”, de Frank O’Hara. Y esperamos esa catástrofe, deseando que sea la última, que ya por fin encontremos las respuestas a un enigma que creemos que hay que resolver y no que vivir, porque pocas veces se nos dice que no hay una última respuesta, que la condición humana es esa pregunta incesante y que hay que aceptar esta duda. Porque, aunque prometedora, la idea de un yo verdadero impone más de lo que libera. También la autenticidad está hecha de fantasías, de palabras que no son nuestras. Y quizá mañana no quiera ser yo mismo. Eso está bien. Cambiaremos, aun contra nuestra voluntad, porque el tiempo cambia, y nos agotaremos. Viajamos solos por esta noche.

Además de los versos de Píndaro, hay un concepto que resume todas estas palabras: la anagnórisis; cuando el personaje de una obra descubre algo que modifica totalmente su percepción del mundo y de él mismo. Quizá, finalmente, como en las tragedias griegas, como en los grandes poemas épicos, esperamos esa epifanía que nos haga entender quiénes somos. Deseamos tanto esta revelación que la aguardamos como a una rueda de la fortuna, y es una espera sin final. Quizá lo que vale al terminar el día es la lucha contra el misterio, o su aceptación, o darnos cuenta, de una vez, que no hay un “tú mismo”. Yo es otro. Y tú también.

“Nunca hemos sido lo que somos,

Estas caras de nuestras vidas no son las nuestras,

Estas voces que escucháis, estas voces que han hablado tan alto a través de la tempestad,

No son las nuestras.

Nada de lo que habéis visto es verdadero.

Nada de lo que hemos hecho es verdadero.

Somos otros”.

Victor Serge. “Historia de Rusia”.

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