Para (re)leer a Kafka


Por A. Estián

En el terreno literario, los relatos de Kafka figuran entre los más negros,
entre los más apegados a un desastre absoluto.
M. Blanchot

Kafka peca contra una vieja regla al producir arte tomando
como material único la basura de la realidad.
T. W. Adorno

I

Partiré de una observación preliminar: Kafka no sólo se lee: Kafka se estudia. Pues sólo estudiándolo es posible ingresar, provistos con el fino hilo de Ariadna, al enredado laberinto; pues sólo estudiándolo podremos hallar, sin riesgo a extraviarnos, al fiero, al indomable Minotauro. Mas cuando por fin avizoramos en Kafka al Minotauro, cuando, con la espada de bronce en la mano, nos enfrentamos a la bestia solitaria, ésta no luce, oh desilusión, como la imaginábamos: sus belfos sangrientos no dibujan sino una afable sonrisa serena; el infierno centelleante de sus ojos no manifiesta la agitación de la cólera, sino la dulce pasividad del ensueño; su envergadura colosal no es sino la grácil figura de un sabio artesano de Creta. Sólo en ese momento comprendemos que estudiar, que releer a Kafka, no es sólo el requisito para entrar al intrincado laberinto, sino una de las condiciones para poder interrogar al Minotauro, para establecer un diálogo con él, para entenderlo…

Teseo
Preguntas vanamente. No sé nada de ti: eso da fuerza a mi mano.

Minotauro
¿Cómo podrías golpear? Sin saber a quién, a qué. (Cortázar)

Seré más claro: el Minotauro, es decir, el vasto corpus de la obra kafkiana, es tanto más revelador cuanto más se le somete a interrogatorio. Su naturaleza, en apariencia hostil, confusa o contradictoria, revela la fecundidad de un pensamiento que ha recorrido las madrigueras, las alcantarillas, los sótanos de la azarosa condición humana. Por eso mismo el arte de Franz Kafka requiere de un lector sagaz, de un lector que no se reduzca a la fácil canonización de un escritor que ha trastocado el rumbo no sólo de la literatura del siglo XX, sino de la literatura de todas las épocas, así como de todas las regiones: bástenos recordar el notable trabajo de Borges sobre los precursores de Kafka. El lector perfecto de Kafka —si se puede hablar de un lector perfecto— es aquel que, no conforme con las interpretaciones simplistas o “neuróticas” de su obra, vislumbra en cada frase, en cada párrafo, en cada libro, una transliteración (subjetiva) de un conflicto sociopolítico de la vida cotidiana.[1] ¿No revela el injusto proceso impuesto a Josef K. una circunstancia con la que tenemos que convivir todos los días, es decir, la arbitrariedad, la irracionalidad del sistema de justicia penal en la era del capitalismo empresarial, vale decir, en la era de las terribles sociedades de encierro? ¿No augura el hormiguero burocrático de El Castillo el advenimiento de una burocratización —mecanización— ontológica del individuo en favor de los intereses exclusivamente económicos del Estado (fascista) neoliberal? [2] En uno de sus admirables estudios sobre literatura moderna, Georg Lukács indica que Kafka “desgarra la unidad real del mundo” para presentar su visión subjetiva como la “esencia de la realidad objetiva” (66). En la misma línea de análisis, Elias Canetti señala: “Si reflexionamos con un poco de valor, reconoceremos que nuestro mundo está dominado por el miedo y la indiferencia. Así pues, al expresarse sin miramientos, Kafka ha sido el primero en retratar a este mundo” (87). Desde este punto de vista, resulta necesario, casi imprescindible, desechar toda suerte de hermenéutica que intente mixtificar, teologizar o hipostasiar al conjunto de las narraciones kafkianas. Digámoslo abiertamente: Kafka es un escritor realista; tal vez uno de los escritores más realistas de todos los tiempos.

 

II

Theodor Adorno propone una regla para comenzar a leer a Kafka: “tomarlo todo literalmente, sin recubrirlo desde arriba con conceptos” (263). Gregor Samsa no se ha convertido metafórica, imaginariamente, en insecto; se ha convertido literal, objetivamente, en insecto. La metamorfosis no es el signo de una enfermedad; es la objetivación de una situación corriente. Si el ser humano es tratado como insecto por la sociedad, por el Estado, por la familia o por la empresa, ¿por qué no habría de convertirse en uno? El hombre, que ha sido explotado, coaccionado o reprimido por las distintas instituciones culturales de la humanidad, aparece en la obra de Kafka bajo la apariencia de su significante zoológico: ora un escarabajo, ora un ratón, ora un simio. Cuando se refiere a las técnicas de composición kafkianas, Roland Barthes hace hincapié en la íntima relación que un hombre singular (Kafka) mantiene con un lenguaje común (el alemán); así pues, la técnica de Kafka es una técnica de significación: “basta con hacer del término metafórico el objeto pleno del relato, remitiendo la subjetividad al dominio alusivo, para que el hombre insultado sea verdaderamente un perro: el hombre tratado como un perro es un perro. La técnica de Kafka implica pues, en primer lugar un acuerdo con el mundo, una sumisión al lenguaje usual, pero inmediatamente después una reserva, una duda, un temor ante la letra de los signos propuestos por el mundo” (191). Según Barthes, el arte de Kafka consiste, en esencia, en una subrogación de significantes; Samsa, el significante humano, es trocado (literalmente) por el escarabajo, el significante animal. De este modo, es absurdo hablar de una alegoría, de una metáfora, de una licencia poética. O bien, según Deleuze-Guattari: “Kafka elimina deliberadamente cualquier metáfora, cualquier simbolismo, cualquier significación, así como elimina cualquier designación. La metamorfosis es lo contrario de la metáfora” (37). Posiblemente una observación (aunque un tanto descontextualizada) de Jean-Luc Godard nos facilite la aprehensión del universo del discurso kafkiano: “La imagen de la realidad es la realidad de la imagen”. La imagen, que es el mapeo de un campo determinado de la realidad efectiva, representa al mismo tiempo la realidad efectiva de esa imagen. Kafka —como indica Lukács más arriba— impone su visión subjetiva del mundo como “esencia de la realidad objetiva”. Gregor Samsa (como imagen subjetiva de un campo determinado de la realidad objetiva) es real; Pedro el Rojo (como imagen subjetiva de un campo determinado de la realidad objetiva) es real; Josefina (como imagen subjetiva de un campo determinado de la realidad objetiva) es real. En consecuencia, es necesario abandonar, en cualquier exégesis de Kafka, la noción insostenible de un “subjetivismo fantástico” tan simple como inconsecuente.[3]

 

III

No me propongo, con lo anterior, establecer un método de lectura definitivo de la obra kafkiana. Después de todo, Kafka es Kafka en su multiplicidad, en su flujo inagotable de contradicciones. ¿Será Kafka —lector de Kierkegaard— un escritor piadoso o será Kafka —lector de Nietzsche— un escritor político? ¿Será lícito trazar una línea de demarcación entre ambas posibilidades? ¿O acaso todas las interpretaciones —existencialistas, materialistas o psicoanalíticas— poseen, como afirma Blanchot, la misma validez, que es la validez del vacío? ¿Acaso no existe una luz, por tenue, por desesperanzada que sea, que señale la línea de escape de la húmeda e insondable madriguera? Probablemente exista, sin embargo. Al abordar los componentes de la expresión kafkiana, Deleuze y Guattari sitúan —no sin justificación— las cartas por encima de las narraciones, pues las epístolas de Kafka, al igual que las páginas de los diarios, configuran la arcilla espiritual de su profusa e inquietante labor literaria. En ellas se encuentra, dolorosa, brutalmente esparcido, el rastro sangriento de las escaramuzas interiores que el autor de Praga, a lo largo de los últimos doce años de su vida, libró contra sí mismo. El proceso, novela en primera estancia inaprehensible gracias a su tratamiento técnico-dramático, se vuelve más clara, más asequible, menos confusa, cuando se verifica el infierno —latente en el epistolario— de la relación que Franz Kafka sostuvo con Felice Bauer a partir de su encuentro en la casa de los Brod el 13 de agosto de 1912. Elias Canetti ha recuperado admirablemente la conexión prevaleciente entre la intriga de El proceso y el otro “enjuiciamiento”, es decir, el compromiso nupcial con Felice Bauer, en el que tanto la berlinesa como los parientes más cercanos de su familia fungieron como los miembros del aciago “tribunal”. Se sabe que la relación con Felice culminó de manera desastrosa; no sorprende, por tanto, que el Tribunal dictamine a Josef K. una sentencia asaz desfavorable. A través del análisis de Canetti es posible darse cuenta, no obstante, de un hecho cardinal: que la literatura de Kafka está casi siempre referida, consciente o inconscientemente, a una determinada realidad sociopolítica, a un determinado entorno familiar. En este sentido, la pugna contra el padre se traduce, en la maravillosa pluma de Kafka, en narraciones como La condena, Un fogonero o La metamorfosis; su condición de artista (que por lo demás Kafka siempre contempló con reticencia) remite a relatos como “Un artista del hambre o “Un artista del trapecio; El Castillo —¿hace falta acentuarlo?— está directamente emparentado con su empleo burocrático en la compañía de seguros aunque, no está de más decirlo, Maurice Blanchot ha querido entrever en el argumento de la novela rasgos de su breve pero vertiginoso amorío con Milena Jesenska (202-222). ¿Leer a Kafka desde Kafka o leer a Kafka desde otras disciplinas? No es sencillo decantarse por un solo camino. Lo que debe quedar claro, sin embargo, es nuestra inquina hacia las lecturas piadosas, hacia las interpretaciones que quieran, a fuerza de arbitrariedad, hacer de Kafka un profeta de la ilusoria Divinidad supraterrena. ¿No era Kafka, después de todo, admirador de Gustave Flaubert, suspicaz preceptor suspicaz de los naturalistas?[4]

 

IV

¿Por qué no admitir el supuesto carácter mítico, el supuesto carácter religioso de la literatura kafkiana? Porque hacerlo sería negar a Kafka; sería colocarlo junto a los escritores dogmáticos, situarlo en el escaparate de los escritores burgueses. Sería admitir que la literatura de Kafka es un refugio, una evasión, una ruta de escape. Sería entregar una de las obras más sensibles (pero al mismo tiempo más brutales) de la literatura universal al “más allá” del mito hebraico: al mundo de las entidades etéreas, al paraíso de las ilusiones estériles. Sería recusar, transgredir, devastar la concepción foucaultiana de la literatura: “Más que cualquier otra forma de lenguaje, la literatura sigue siendo el discurso de la «infamia», a ella le corresponde decir lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable, lo desvergonzado” (406). Kafka no es ningún poeta lírico; Kafka no acaricia, no seduce a la realidad. Aun por el contrario: la desgarra; la descompone en sus detalles más ínfimos para presentarla en su desnudez más vergonzosa, en su condición más vulnerable, en los delirios agonizantes de su enfermedad. «Por eso resulta tan burdo, tan grotesco, oponer la vida y la escritura en Kafka; suponer que se refugia en la literatura por carencia, por debilidad, impotencia frente al vida. Un rizoma, una madriguera, sí; pero no una torre de marfil. Una línea de fuga, sí, pero de ninguna manera un refugio” (Deleuze y Guattari 63). Como amanuense de la infame realidad, como antipoeta del desastre, Kafka quebranta cada una de las normas de la creación artística burguesa: el embellecimiento, el recubrimiento obstinado de las pestilentes inmundicias de la humanidad; la afirmación de un mundo que no corresponde a este mundo, de un mundo en el que tanto la felicidad como la libertad son asequibles por medio del trabajo asalariado, de la sumisión deliberada, de la alienación contumaz del individuo; la glorificación de l’art pour l’art, el desprendimiento del artista de la praxis política, el desinterés por los mecanismos de control que asedian la verdadera autonomía del ser humano. Ni decadente, ni depresivo, ni simbolista, ni fantasioso, Kafka pertenece a la nómina de los rebeldes que no soportan, que no toleran los estragos de la autoridad, los excesos del poder, la heteronomía que degrada a cada instante al individuo. ¿Un sollozo o una denuncia? ¿Un triste lamento en la oscuridad o un grito para desafiar al opresor, para despertar de nuestra negligente somnolencia? ¿Cómo leer, pues, a Kafka? Como un apóstata, como un inconforme, como un incendiario. En otras palabras, como un subversivo que se rebeló contra el sistema de dominación, contra los objetivos socialmente establecidos, haciendo, pese a cualquier circunstancia, lo que él más amaba: escribiendo.

 

Notas

[1] “Llamamos interpretación inferior, o neurótica, a toda lectura que convierta al genio en angustia, en trágico, en ‘problema individual’. Por ejemplo, Nietzsche, Kafka, Beckett, no importa quién: aquellos que no los lean con muchas risas involuntarias y con escalofríos políticos lo deforman todo”  (Deleuze y Guattari 65).

[2] En el estudio que dedica al Mal en la literatura, George Bataille ha advertido el carácter profundamente escéptico de la narrativa kafkiana. Desde su perspectiva, Kafka no sólo pone en tela de juicio a la sociedad capitalista, sino a toda formación social que pretenda imponer su “razón” y su “justicia” como fuentes de “verdad” inobjetables.

[3] Dice Roger Garaudy: “Una idea, por más abstracta que sea, no tiene sentido ni valor sino por referencia a lo real: si no revela ningún vínculo interno de la realidad, si no tiene relación alguna con la realidad, no es propiamente una idea” (“Materialismo filosófico y realismo artístico”. Conferencia ofrecida en París en la Tercera Semana del Pensamiento Marxista).

[4] A la vida terrena no puede seguir un Más Allá, porque el Más Allá es eterno, de manera que no puede estar en contacto temporal con la vida terrena (Cuadernos en octava). Borges ha señalado un hecho curioso al respecto: “[Kafka] Era judío, pero la palabra judío no figura, que yo recuerde, en su obra”.

 

Bibliografía

Adorno, T. W. “Apuntes sobre Kafka”. En Prismas. Ediciones Ariel: Barcelona, 1962.

Barthes, Roland. “La respuesta de Kafka”. En Ensayos críticos. Seix Barral: Buenos Aires, 2002.

Blanchot, Maurice. “El fracaso de Milena”. En De Kafka a Kafka. FCE: México, 1991.

Canetti, Elias. El otro proceso de Kafka. Muchnik Editores: Barcelona, 1981.

Cortázar, Julio. Los Reyes.

Deleuze, Gilles y Felix Guattari. Kafka. Por una literatura menor. Ediciones Era: México, 1978.

Foucault, Michel. “La vida de los hombres infames”. En Estrategias de poder. Paidós: Barcelona, 1999.

Garaudy, Roger. “Materialismo filosófico y realismo artístico”. Conferencia ofrecida en París en la Tercera Semana del Pensamiento Marxista, 1964.

Lukács, Georg. “¿Franz Kafka o Thomas Mann?”. En Significación actual del realismo crítico.  Ediciones Era: México, 1984.

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