Qué diablo más pendejo


por Daniel Domínguez Toledo


Lo conocí en el pasillo de vinos y licores de Chedraui, tenía sobrepeso, aunque no lucía gordo, sino más bien parejo, como suele decirse. Era más chaparro que yo y tenía el cuello y los brazos tapizados en tatuajes, figuras que nunca pude distinguir.

Esa tarde hubo muchas promociones en el pasillo. Él hablaba con una edecán, promotora de cerveza sol, que estaba al tres por dos y, aun así, nadie compraba. Por la cercanía, porque le parecí agradable a primera vista o porque estaba solo, me incluyó en la conversación. Al principio participamos los tres; él, la edecán de la cerveza sol y yo, y después, sólo él y yo.

Me habló sobre las mejores marcas de whisky, sus saberes estaban sustentados o pretendían sustentarse en la experiencia de un conocido suyo, esposo de su cuñada, cuñado de su esposa o algo así, que era escocés y vivía o había vivido algún tiempo a dos cuadras de la fábrica de Johnny Walker, en Escocia, en un pueblo o ciudad cuyo nombre omitió, pero en cuyas calles se presumía el nombre de algunas de las líneas más importantes de esta marca.

En un principio la conversación fue algo interesante, pero más temprano que tarde nos quedamos sin nada qué decir. Me separé de él, escogí un par de botellas, hice caso a sus recomendaciones, aunque no sé si porque me las recomendó o porque más vale malo conocido que bueno por conocer. Di un par de vueltas sin sentido dentro del supermercado, no compré nada más. Volví a encontrármelo en la caja. Caminamos juntos hasta el estacionamiento, cada uno con su bolsa de trago en la mano, esperé durante todo el trayecto nuestra separación, nuestro cambio de ruta, pero fue gracioso darme cuenta de que su carro estaba al lado del mío. Tenía un Seat León de modelo reciente que me gustó mucho, gusto que, supongo, no supe disimular porque me lo mostró a detalle mientras contaba parte de su historia, que en realidad no tenía nada de interesante.

Cuando me preguntó qué vas a hacer ahorita, supe que la conversación había tomado un rumbo que desde el principio estaba tratando de evitar, no pude mentir: la verdad es que nada. Vamos a mi casa, dijo. No te conozco, respondí. Tranquilo güey, no soy puto, ni enfermo, ni rarito… Nada más no quiero tomar solo, finalizó. Sus palabras, su presunta normalidad y la soledad que noté desde el principio, me hicieron sentir algo muy parecido a la compasión o la lástima. Guardé mis botellas en mi auto y saqué la barra de metal que llevo ante cualquier incidente vial, pues circula la leyenda, que ni circula ni tampoco es leyenda, que los taxistas (y conductores en general) suelen llevar consigo armas blancas para propósitos más defensivos que ofensivos, aunque la naturaleza de éstos importa poco cuando se impactan contra tu cabeza o penetran tu piel.

Subí a su auto, en guardia permanente, le dije que no quería ir a su casa.

Fuimos a un bar en los límites de la ciudad que se llama aquí está Lucas, o algo parecido. Pidió una botella de ginebra, porque le dije que nunca lo había probado, decidí tomar lento, por precaución, pero conforme la noche avanzaba me di cuenta que más que un peligro, aquel hombre era una vulnerabilidad, una indefensión andante.

Necesitó medio trago para contarme su vida como si fuéramos amigos, los mejores amigos. Era abogado y acababa de sufrir un divorcio, esto lo dijo de tajo, casi con las mismas palabras que estoy usando ahora. No estaba de ánimos para consolar a un desconocido, así que comencé a hablar de fútbol. Le iba a las chivas, igual que yo, por lo que no me fue difícil sobrellevar la conversación y darle la razón en cualquier dislate que profiriera, porque, si bien prefiero al conejito Brizuela jugando por banda derecha y recortando hacia afuera para centrar, me importa un pepino si el entrenador (que es o era Víctor Manuel Vucetich) lo pone por izquierda, de portero, o si de plano ni lo pone.

A los dos vasos míos y los tres o cuatro suyos, retomó el tema de su ex esposa, se llamaba Claudia y era enfermera de la clínica 36 del IMSS. Pregunté por qué se habían dejado. No quiso decirme, pero afirmó, jurando por Dios y con los ojos como gotas gigantes, cristalinas, a punto de romperse, como si le importaran mis juicios e ideas, que no había sido por infidelidad. No de mi parte, aclaró, yo amo a mi gordita y a nadie más. Y con esto el pendejo lo dijo todo. En ese momento me pareció muy patético y le dije, sólo por decirlo, que si la amaba luchara por ella. Respondió que sí, lo haría y el divorcio no era definitivo, estaba en trámites, pero podía entorpecerlo mientras se encontentaba. Tengo contactos, afirmó.

Guardamos silencio un rato, yo miraba un video musical de la banda el recodo, de los recoditos, o cualquier otra que sea, en la pantalla colgante sobre un pilar a las espaldas de ese hombre. Miré también a las mesas en derredor y los escasos clientes, aunque se diferenciaban de nosotros en edad, al mismo tiempo se parecían en lo tristes y silenciosos. Era una cantina de abuelos, de abuelos tristes y solos sentados frente a abuelos tristes y solos.

Cuando volví a prestarle atención lo miré pensativo y melancólico, sobre todo pensativo, como si elucubrara un plan. ¿Qué te pasa, tigre?, ¿ya estás pedo?, pregunté para romper el silencio. No, no, no… Ando pensando. ¿En Claudia? Sí, sí, si… En mi Claudia… en mí mismo, en todo. Sus palabras me hicieron recordar la película Oh boy. En ella el protagonista, Niko, dice: He estado pensando, ¿en qué?, pregunta su padre. En mí, en ti, en todo. Noté de inmediato la diferencia entre una escena y otra, en cómo el interlocutor y el ambiente pueden hacer que una misma frase alcance el cielo y el infierno, roce, por un lado, lo profundo, lo filosófico, lo existencial y, por el otro, lo soso, lo vago, lo alcohólico. No seas puto, le dije. Pero siguió callado, pensando. Miré mi celular, iban a ser las diez. Fui al baño, que se encontraba más limpio que cualquier otro baño de cantina que haya visitado (que tampoco son muchos), oriné y me lave la cara. Aún no llegaba al grado de pedez sin retorno, decidí que no tomaría más.

Pásame tu número, güey, dije al volver a la mesa. Me lo dio con dificultad, estaba pedo, pedísimo. Cómo te llamas, pregunté para registrarlo. Enrique, pero me dicen El Diablo. En ese momento me pareció incluso más patético que antes. Pues qué diablo más pendejo, pensé antes de irme, y lo registré como Enrique diablo, pero nunca llegué a escribirle.



Daniel Domínguez Toledo (Coatzacoalcos, Veracruz, 1997) ha publicado textos en antologías: sueños de verano de la editorial Libros y Literatura, Libro cuarto, Mistú y Feles, taller de creación literaria Malinalli, así como en revistas: Blanco móvil, Lado Berlín, katabasis, entre otras.

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