París fue una tormenta


por Francisco S. Contreras Mendoza


Mi casa siempre estuvo llena de libros y, de pequeño, junto al universal sueño de ser bombero, también abrace en secreto el deseo de ser escritor. Aún soy nuevo en el oficio, la gente casi no voltea por la calle cuando paso junto a ella, y para mí es un alivio. Sé que mi nombre no les dice nada, seguramente creerán que soy un muchachillo que se siente nervioso por incursionar en una labor importante, pero se equivocan: tengo casi cuarenta años y soy muy viejo para apenas incursionar en uno de los quehaceres más importantes que hay en el mundo; y es que la verdad no creía poder dedicarme a esto.

Lo de ser escritor siempre fue un secreto. Cuando ingresé a la carrera de agronomía pensaba principalmente en “aprovechar la lluvia”, pero fracasé. En ese momento sólo fantaseaba con escribir guiones para historietas, hasta ahora me sigue pareciendo que los autores de historietas, en especial las sindicalizadas, son como héroes anónimos, ellos deberían controlar la marea, la dirección de los vientos o algo así.

Retomando mi historia, si ahora me siento imberbe escribiendo, en aquel entonces, aunque podía hilar palabras, sólo eran garabatos. Yo mismo me daba cuenta de que no había nacido con talento y por lo tanto debía estudiar. Fue por esos tiempos que también desarrolle un poco de madurez y concebí la posibilidad de ser profesor de literatura, al menos para tener un trabajo del cuál vivir. Ese plan “B” fue lo que me hizo cursar la carrera de letras y ha puesto el pan en mi mesa.

En algún momento me alejé de mi sueño guajiro y creí absurdamente que podría incursionar en la crítica e investigación literaria, eso me llevó a estudiar un posgrado y pude conocer a auténticos escritores y el fenómeno de la escritura.

Recuerdo que una vez caminaba por los pasillos de la universidad, se acercaba el final del verano y el clima era cálido, las jacarandas floreaban. Eran cerca de las seis de la tarde y los pasillos lucían vacíos; entonces empezó a nublarse, era como si de la nada se materializara una nube sobre la universidad y empezó a caer una pesada lluvia. Yo estaba en el segundo piso totalmente maravillado, entonces escuche a mis espaldas que alguien comentaba “es el maestro Severino”. Me dirigí con paso acelerado al edificio de la facultad, disimuladamente me asomé en las oficinas y entonces lo vi, ahí estaba el profesor Severino frente a su ordenador. Escribiendo.

Cuando era niño imaginaba que los escritores entraban en una especie de trance al fabricar la lluvia, o que cada golpe de teclado desprendía un hilo de vapor que subía al cielo, quizás sus ojos relampagueaban y adquirían la apariencia de dioses griegos, pero no era así, el profesor Severino se veía como como si nada, ni siquiera tenía el ceño esforzado, incluso desvió los ojos de la pantalla, me saludo con la mirada y siguió en lo suyo como quien va en bicicleta. Salí de la universidad empapado y temblando, pero no de frío, sino de emoción.

De niño me dijeron que la mayoría de las lluvias eran obra de Octavio Paz; cuando él falleció, Carlos Fuentes entró al quite, pero esas eran las lluvias mayores, las que dejaban alguno que otro chaparrón en el territorio continental pero se vaciaban principalmente en mar profundo. En Nezahualcoyotl, donde viví mi infancia, la mayoría de las lluvias eran obra de Emiliano Pérez. Al mudarme al DF, descubrí que casi cada colonia o barrio tenía su propio escritor responsable de las lluvias, en el caso de la colonia Roma, la Condesa, Santa María la Rivera o Coyoacán, tenían hasta cuatro “turnos” de trabajo. Ahora que comprendo mejor el fenómeno de la escritura, más creo que París no era una fiesta.

El tiempo y esfuerzo que dedique a la maestría en literatura me sirvió para comprender que la crítica y el estudio literario no eran lo mío. Aún siento algo de tirria por esos críticos que pretenden sopesar la importancia de una obra por los milímetros/hora que provocó y la región donde lo hizo. Yo considero que los mm/h tienen relación con la obra y el autor, pero no deben ser considerados para la crítica. Aunque es el caso más usual y paradigmático, “El dinosaurio” de Monterroso fue una lluvia ligera de quince minutos (4,5mm/h) en la huasteca potosina, pero lo seguimos citando y es su obra más celebrada, ha sido tan citada y estudiada que debieron ser al menos 140mm/h en baja mar o la Bahía de Amatique. Realmente creo que la lluvia y el lugar tienen más relación con el autor que con la trascendencia de la obra. Por ejemplo, entre los años 40s y 60s en la Ciudad de México hubo una serie de chaparrones y lloviznas que coincidieron con las fechas de publicación de la revista América (ahora casi desconocida), que presentó a muchos escritores que tras ser publicados, fueron enviados por el gobierno a diferentes estados de la república donde había sequía, tal como ocurrió en el modelo soviético (que igualmente fracasó). Aunque algunos de esos escritores fueron relevantes, como Rulfo y Castellanos, cuyas lluvias fueron a dar al mar; mayormente fueron autores de un sólo cuento que nunca pudieron hacer llover en los sitios a los que fueron enviados. Hubiera sido interesante hacerles un mayor seguimiento a todos ellos, pero desde la propuesta de Todorov esa línea de investigación ha perdido interés y muchos temen que el estudio del autor degenere en algo como lo que realizó Mengele.

Lamento desviarme del tema y haberles hecho leer devaneos académicos. Regresando a mi diégesis (perdón). De algún modo conseguí graduarme y conseguí alojamiento y colocación en una escuela de forajidos de jóvenes problemáticos.

Recuerdo que ese año, al terminar ese ciclo escolar, aplicaba un examen extraordinario de otra materia; eran casi las cinco de la tarde, estaba en un aula del tercer piso y la ventana tenía una vista espectacular de la ciudad, entonces se me había ocurrido una idea, un cuento acerca de una pequeña ciudad donde nunca dejaba de llover. Tomé algunos exámenes sobrantes y en la cara blanca empecé a escribir el cuento, conforme avanzaba percibí que empezaba a nublarse, “Ha de ser Serna” —pensé—, y seguí escribiendo hasta que fui interrumpido por un grupo de alumnos que llegaban a presentar otro examen.

Al día siguiente llovió en mi barrio, no fue una nube grande, era algo así como una lluvia nueva, emergente, muy fresca, debía ser alguien joven. Por costumbre saqué al patio la probeta graduada que colgada frente a mi escritorio, y contemple la lluvia desde mi ventana profiriendo suspiros: Un nuevo escritor había surgido, alguien más que cumplía mi sueño. Cuán grande no sería mi sorpresa al día siguiente cuando descubrí en mi buzón el mensaje de una alumna, que me pedía encarecidamente que leyera y comentara su Efecto snowball, el cuento que escribió la tarde anterior. Nunca me había sentido tan orgulloso y honrado, no sólo una alumna cumplía mi sueño, sino que ella confiaba en mí y me había hecho partícipe de su logro. El cuento de la Srita. Escamilla es original y divertido, aborda la primera cita de un solterón y cómo una cantidad de disparates se van acumulando a cada momento como una desastrosa bola de nieve. No es una historia cursi ni demasiado cáustica. Es una historia cotidiana redactada con naturalidad y frescura, aunque caía en algunos estereotipos. Para beneplácito mío, era un texto de los que yo nunca escribiría.

Al día siguiente me presenté de nuevo en el colegio. El reglamento estipula que si un alumno escribe una narración, ésta debe ser publicada en la revista escolar, y aunque Escamilla estaba casi graduada, reporté el incidente a Leónidas, el jefe de materia; algo decepcionado me enteré que Escamilla también le había enviado el cuento. Realmente creo que Escamilla fue muy afortunada al escribir su cuento aunque ya hubiera terminado el ciclo escolar, pues aunque no recibió el consabido homenaje, tampoco fue puesta al frente de la escuela para leer su cuento, ni pudo ver su retrato colgado en el muro de honor del colegio; pero, gracias a la buena gestión de Leónidas, el colegio le dio el trato de alumna vigente y fue publicada y reconocida.

Por mi parte, me propuse hacer algo más por mi alumna, empecé a hacer llamadas y enviar correos. Contacté a una antigua compañera de facultad, estrella naciente de la narrativa mexicana y promotora de la ideología de género que estaba promoviendo una revista con subvención del gobierno para escritoras noveles. También contacte a las autoridades universitarias y, con mi investidura de Maestro en Literatura, di fe ante las autoridades universitarias de la precipitación provocada por el cuento (15 mm/h), así que la Srita. Escamilla, formalmente ya era escritora. La publicaron otras dos revistas, recibió algo de pasta y su pase automático a la carrera de literatura en la universidad mexicana de su agrado.

El empeño en promover a Escamilla no fue espontáneo: creo que todos conocemos las leyendas de esos escritores que iniciaron su obra en ese limbo en que no pertenecen a ninguna institución, no hay testigos de la precipitación, no se válida el escrito y pierden el “Don” cuando su lluvia es atribuida al escritor reconocido más cercano. Escamilla estaba en ese limbo y pudo haber sido parte de esas penosas leyendas… Mi camarada Víctor es de los renegados que investigan a esos autores.

Los investigadores de autoría deberían ser de los más prestigiosos, pero son considerados apóstatas; muchos críticos perdieron su prestigio cuando se dedicaron al rastreo de autores o “radiestesia de tinta”, como le dicen los académicos consagrados con su probeta colgando del cuello, aunque, en parte tienen razón: buscar manuscritos escritos en papel de estraza, servilletas, cuadernos escolares, computadoras viejas; estar en contacto con el archivo del servicio meteorológico nacional, valorar la obra, ¿es literatura? ¿no lo es?, entrevistar al autor, ¿sigue vivo?, ¿qué sintió al escribir tal cosa?, ¿por qué la escribió?, ¿siente suya la lluvia?, y es casi todo lo que se puede hacer sin consultar la ouija o abrir la cabeza o el pecho del autor… si la teoría literaria es un castillo en el aire, la autentificación de autoría es el sueño del rey de ese castillo.

Pasaron tres meses desde la publicación de Efecto snowball cuando recibí un nuevo correo de Escamilla, había ganado una beca y se mudaba a la plataforma marítima y centro de investigación narrativa “Tlaxcala”. Para los habitantes de Aragón significó sequía, porque nos habíamos quedado sin autora.

Por ese tiempo yo estaba en la más inútil de mis fantasías: la poesía. Como casi todo adolescente también me aventure desastrozamente a la lírica y lo deje al primer atisbo de realidad. ¿Qué persona no habrá soñado alguna vez ser poeta y en cada verso evitar un terremoto como Neruda, o provocarlo como Nicanor Parra? Otro campo de estudio fascinante pero aún más difícil y esotérico.

La fantasía incierta de la poesía me duró sólo unos meses. Luego intenté algo más práctico y menos trascendente: la cocina. Buscaba entre los papeles sueltos la receta de ossobuco estilo Ibargüengoitia, entonces encontré ese cuento que empecé a escribir en el aula más alta y apartada del colegio.

Retomar la narrativa no fue sencillo, antes de hacerlo pasé dos tardes enteras repensando y repensando el cuento, el sol brillaba en lo alto. Había empezado ese cuento en el que la lluvia no dejaba de caer, pero decidí cambiarlo a que la lluvia no dependía de la narrativa, y los escritores podían simplemente ponerse a escribir junto a su ventana un día de lluvia y saber que no eran responsables de nada, simplemente escribían, además había muchos más escritores y los críticos literarios no llevaban una probeta graduada colgada del cuello. El protagonista sería un muchacho que escribía cuentos magníficos, pero al no provocar lluvias, producía y moría en total y apacible anonimato. Replanteé el cuento en el momento en que el protagonista escribe un cuento una tarde soleada en Chapultepec y piensa que no hay nada mejor que escribir bajo la luz del sol y que su actividad fuese tan anodina como el medio día. Como narrador debía resaltar que él escribía cuentos excepcionales, destinados a conmocionar el panorama literario como lo hizo Pynchon, pero era tímido como Kafka y más humilde que Melville. Él pretendía escribir sólo para él. Al final hereda a una sobrina suya los cuentos, ella queda tan admirada que da a conocer la obra de su tío, que recibe reconocimiento y admiración póstuma.

En el climax del cuento, el protagonista reflexiona acerca de la cualidad de la escritura, tanto de la narrativa, la poesía (que tampoco tenía nada que ver con las placas tectónicas) y hasta el ensayo, de la legitimidad que tiene escribir aún en el anonimato, pero que toda creación es parte del mundo en que fue creada y por lo mismo, en algún momento debía ser expuesta, como los palacios olvidados de Angkor, el bisonte arquetipo de Altamira o hasta esas novelas cursis y facilonas del hipotético Caulo Poelho. Por eso legaba sus cuentos a su sobrina, sin importar que sólo fueran leídos por ella o fueran publicados masivamente.

Creo que al escribir esa parte del cuento, pensaba en eso, la libertad de la creación, quería alejarme de la lluvia, quería no lastrar mis sueños con reconocimiento y abrazar algo más sencillo: sólo crear algo. Tanto tiempo en la academia, como estudiante, como crítico y como profesor, me había llevado a pensar en la narrativa y poesía como algo utilitario: La literatura sirve para que llueva o para que no tiemble. ¿Pero qué pasaba con el momento íntimo del autor con lo que escribía?, ¿y el momento en que un lector también se hace cómplice de ese momento?, y es que para los autores lo escrito no vale si no provoca lluvia o no detiene un sismo, el resto de las personas leen por obligación en las escuelas, y cuando leen sólo piensan “con que esa tarde que se inundó la carretera fue por culpa de esto”, y por más que los profesores de literatura queremos hacerles ver la maravilla del acto literario por sí mismo, ellos sólo continúan viendo la lluvia. Además, la postura de la academia con sus probetas al cuello sólo provoca más recelo.

Cuando puse el punto final me percaté que ya era de noche y llovía copiosamente. Ni siquiera lo dudé, sabía que era yo, y estaba muy contrariado. Había conseguido mi sueño y a la vez sentía que lo había traicionado. Ya soy demasiado viejo para llorar por un sueño, así que salí de mi habitación y me puse bajo la lluvia, dejando que el agua escurriera por mi cara. ¿Debía cacarear mi cuento? ¿Debía guardar silencio y seguir como si nada?

La lluvia se detuvo, las nubes se disiparon tan rápido como un suspiro y vi la luna creciente. Entonces lo tuve claro, lo que más me había gustado y quería seguir haciendo era crear, seguir escribiendo y debía responsabilizarme de ello. El timbrar del teléfono me hizo regresar a mi habitación, eran cerca de las dos de la mañana, no reconocí el número, pero sí reconocí la voz:

—¡Fuiste tú, verdad!

—Sí, Víctor. Fui yo.

—¡A wevo, a wevisimo! Guarda el borrador con metadatos y nos vemos mañana en la universidad.

Víctor y yo fuimos compañeros desde la preparatoria y una casualidad muy grande nos reunió en la universidad. Seguimos caminos separados y, aunque hay lagunas muy grandes entre nuestros encuentros, la verdad es que somos buenos camaradas. Yo admiro mucho su determinación al buscar el origen verdadero de los cuentos que son adjudicados a los “consagrados”, y él confesadamente intuyó desde que nos conocimos que yo sería escritor. Luego de leer mi cuento y hacer todos los trámites de autoría, conversamos largamente en las gradas vacías del campo de fútbol de la universidad. Esa noche él estaba uniendo hilos de su teoría acerca de la lluvia y la narrativa; cuando en su teléfono sonó la alarma del sistema meteorológico, revisó la zona de la precipitación y, al ver que era Aragón, se unieron los cabos. Su teoría se podría comprobar si casualmente fuera yo el causante de la lluvia.

—Realmente el 40% de los que ingresan a la carrera de crítica literaria quieren ser escritores, pero no se atreven a decirlo ni a hacerlo —me explicó Víctor—, merodean en su mente narraciones que desearían escribir, pero la responsabilidad de provocar lluvia les pesa demasiado, porque además la lluvia es testimonio de que en verdad hicieron algo. Si no lloviera cada que alguien escribe una narración, esas personas se sentirían más confiadas de escribir, aunque fueran tonterías. Cada posible escritor está pensando más en la lluvia que en su narración, pero un verdadero escritor debe poner su empeño en lo que escribe, no en las nubes. La lluvia llega hasta que en realidad no te importa. En las pesquisas que he hecho descubrí que muchos de los escritores a los que les puedo adjudicar una obra estaban en lo que llamo “un proceso de indiferencia”… En tu caso, el despegue de tu alumna Escamilla para irse a Tlaxcala debió afectarte tanto que simplemente escribiste sin pensar en cumplir tu sueño de ser escritor: escribiste y ya. Tuviste fe en lo que escribías y no en provocar lluvia. Eso es lo primordial.

Era tan descaradamente obvio que parecía una broma. De todas formas a la academia le pareció sospechoso que Víctor y yo —par de renegados— tan casualmente fuésemos a presentar un cuento y una tesis, así que me pondrían a prueba. Se lanzó una alerta de escritura para que entre las 15 y 17 horas ningún autor reconocido en el radio de 150km a la redonda de Aragón y la facultad debía escribir nada; mientras yo, desde la universidad, aislado en una oficina, con el coordinador de la carrera como testigo, escribiría un cuento de al menos 10mm/h cúbicos, lo que llamábamos informalmente “auto de fe” o “santa inquisición”. En todo el transcurso de mi carrera sólo había visto un auto de fe y había sabido de otros dos, todos sabíamos que estaban planeados para “desenmascarar farsantes”. En los últimos 25 años, los autos de fe sólo habían humillado a soñadores.

Con una mezcla de confianza y nervios, Víctor me acompañó hasta la oficina para tal propósito, la que no tiene ventanas y está en el profundo y silencioso corazón de la academia, antes de entrar y quedar aislado me dijo: “entré más clavado estés en tu cuento, más mililitros”.

El coordinador de la academia me miraba con recelo, nunca congeniamos, creo que se sentó frente de mí para incomodarme, pero eso fue de gran alivio porque detesto que miren por encima de mi hombro. Faltaban tres minutos para las tres de la tarde y no tenía bien en claro qué escribir, me revoloteaban historias por la cabeza y todas eran malas o cortas, algo que académicamente no provocaría ni una llovizna. Debía seguir el consejo de Víctor, debía pensar en un cuento que me importará más que la lluvia y “el auto de fe”. Hans, el coordinador, me miraba con sorna, dos segundos antes de las tres, se descolgó la probeta graduada (250mm/h, la más grande) y la coloco junto al monitor de la computadora donde escribiría el cuento, señaló la marca de los 10mm con una sonrisa socarrona y dijo “tiene dos horas”. Sentí tanto desprecio por él, que supe de inmediato que escribir.

Dejó de preocuparme la inquisición y la lluvia, me dedique a escribir un cuento erótico de corte gay, en el que el protagonista era una calca de Hans —homófobo y autoritario— que se ve acorralado en un mundo atacado por el virus zombi gayficador. En otras palabras, algo ofensivo desde cualquier punto de vista, algo que le causaría repugnancia a él y a la academia que luchaban por desterrar esas historias baratas y adolescentes (“lluvias anómalas de primavera”, en su designación oficial). Al momento de escribir también estaba quemando mis naves, y me gustaba. Creo que llevaba unas seis cuartillas cuando escuche a lo lejos el inconfundible “¡A wevo! ¡A wevisimo!” de Víctor, me puse tan alegre, que incluí dinosaurios ninjas y marcianos en el cuento (mandando todo al carajo). Antes de que Sammy Davis Jr. vampiro, mordiera al protagonista del cuento tocaron a la puerta, era la asistente de Hans, con el recado de que debía detenerme pues ya había sobrepasado los 110mm/h, y se había corroborado la no intervención de ningún consagrado. Estaba hecho, formalmente ya era un escritor. Tomé la probeta de Hans y mire por encima la marca de los 110mm/h profiriendo un silbido burlón, y la volví a dejar sobre la mesa. Guardé una copia con metadatos de mi cuento en la usb, y envié una copia adicional al correo de Víctor. La cara de Hans cuando recibimos el recado fue memorable (incluso yo lo considero un mal cuento). Cuando salí de la dirección estaba nublado, aunque una extraña intuición me decía con claridad que era por el maestro Severino. Víctor me esperaba sonriente y satisfecho con una botella de refresco: “trae piquete, maestro”.

Por mi parte he mesurado mi ritmo de escritura y no me ha dado la “clavadez” de aquella ocasión (ese cuento nunca fue publicado, sólo existe en archivos para ser estudiado por especialistas); intento hacer cuentos que me demuestren a mí mismo que estoy madurando como persona y como escritor; tampoco he dejado de dar clases y, aunque mi práctica docente podría ser cuestionable por no ceñirse a programas, mi halo de escritor le da demasiado prestigio como para que prescindan de ella. De vez en cuando intercambio cartas con Escamilla, que sigue en Tlaxcala, adquiere cada vez más prestigio y nunca ha dejado de llamarme “profesor”; en la calle algunos vecinos de vez en cuando me saludan con un “¿lloverá hoy?” y yo les respondo “poquito en la nochecita”. Creo que lo mejor es que me dejan entrar gratis al béisbol con la única condición de que no escriba nada en lo que dura el juego.

Pese a la firmeza de su tesis, Víctor sigue siendo un forajido de la academia. Tampoco es que le importe, creo que ahora sigue sus investigaciones más pensado en ellas y en estar satisfecho consigo mismo que en la aceptación de la academia; al principio creí (ingenuamente) que la teoría de Víctor desmoronaría los estudios literarios tal como los conocemos, pero si demoler un castillo es difícil, con más razón si el castillo está en el aire construido con la materia de los sueños. Aún así creo que algo de los estudios literarios ha cambiado: un par de ocasiones he visitado a Víctor en su casa, conversamos y bebemos algo, luego me despido y lo dejo seguir con sus investigaciones, entonces al salir a la calle y mirar al frente veo que a lo lejos se forma un arco iris.



Francisco S. Contreras Mendoza. Ermitaño de ciudad, anacoreta de azotea, profesor en ciernes y lector de vieja escuela (vive rodeado de libros en una torre). Le gusta mojarse en la lluvia y las piñas coladas. Tiene tatuajes en la piel, el último dice: Ad astra per aspera. Fan de Moby Dick.

Arte: Abbas Kiarostami

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