Andanza cotidiana


por Mauricio Amparán


En el vagón del medio, a las seis de la tarde, Raúl transpira sin parar, transpira sin parar porque está preocupado, también porque a esa hora el metro va hasta la madre, no sabe si es afortunado por ir sentado o si estaría mejor parado; transpira como transpira el hombre que va parado a su lado y que degenera el ambiente, el hombre lo mira fija y retadoramente, Raúl supone que el hombre viene del trabajo y eso justifica el aroma, mientras los olores de la población que le chinga ocho horas diarias más dos de transporte se aglutinan y entran por sus fosas nasales.

—¡Órale, no empujen!

Entonan dos y tres veces, se escucha en las diferentes puertas del vagón ese himno nacional, el verdadero. Mientras Raúl hace los también verdaderos honores, al unísono de todos los pasajeros, que, con la mano que constantemente entra en la bolsa de su pantalón transpirado de gabardina, siente el papel moneda impreso húmedo y el celular.

—Con la bronca que me costó conseguirlo, falta que me lo chinguen.

Santa Anita…

—¿Para qué me senté? Ahora el desmadre va a ser salir.

Faltan dos paradas, se pone de pie y se embarra en el cuerpo húmedo del voluptuoso hombre aparcado a un lado del asiento de Raúl, se mete la mano en el pantalón y la saca, todo sigue en la bolsa, se pasa por debajo del brazo del hombre bañándose en caldos humanos. Empuja sin mucho efecto púes ahora un huerto de efigies de hueso y carne inamovible evitan que se acerque a la puerta, Chabacano…

—¡Con per, con per, con permiso!

Se mete la mano al pantalón y la saca haciendo honores, pasa por debajo de otros brazos, se embarra entre dos salpicados cuerpos para poder pasar.

—Encuerados pecaríamos mejor.

Esas miradas que esperan ser confrontadas para encender la mecha e iniciar lo que puede ser la descarga de un mal día, cualquier día es malo en esas condiciones y es fácil desatar la ira de las efigies, se canta el himno mientras Raúl hace honores.

—¿Qué hiciste para estar aquí?

Tiene cuidado con los pies, ya que es un campo minado, apenas se va a acercar a la puerta, pero aún está en Chabacano, falta una más. La vida espera en esa estación, por ambos lados entran entidades, el recinto es una sauna de cinco pesos, el verídico himno nacional sube de nivel mientras Raúl hace honores. Ha retrocedido, ahora está más atrás que el asiento donde venía sentado y que ahora ocupa el hombre que degenera el ambiente. Tiene que pugnar más duro para poder salir del vagón.

—Con per, con per, con permiso.

—Órale cabrón, fíjate.

—Bajo en la siguiente.

—¿Vas a bajar en la siguiente?

—Con per, con per, con permiso

La lucha se torna violenta, los cuerpos rígidos se niegan a ser blandos con quien quiera pasar por el huerto, salen los codos a la defensa de quién sabe qué, no hay manera de salir virgen, las costillas quedan expuestas, aunque uno haga un escudo con los brazos, con fortuna, si se trae mochila ésta cubre el pecho y la panza, pero no es el caso de Raúl. Se canta el himno, se hacen honores. Salto del agua. Raúl intenta desesperado bajar, pero más entes necesitan el baño de vapor, comienzan a empujar con fuerza para entrar, las defensas de los codos son doblegadas por la fuerza que penetra el vagón, el verdadero himno suena a todo lo que da, por todas las puertas, por todos los vagones. Se cierran las aduanas. De nuevo, Raúl está a un lado del asiento donde comenzó su marcha. El hombre que degenera el ambiente se pone de pie, mira fijamente a Raúl, que luce derrotado.

—¿Bajas?

—¡Bajo!

Ambos desenfundan los codos y comienzan a empujar con fuerza, no más “con per con per con permiso”. Se necesita fuerza selvática y carácter, los cuerpos sudorosos de ambos hombres luchan por cruzar el huerto, las costillas lastimadas, los codos cansados, los pies pisados, ambos hombres mojados y bañados en el aroma del sauna.

—¡Órale pendejos!

Eje Central y bajan victoriosos, con heridas mixtas, pero así mismo una sonrisa en el rostro porque dejan atrás el huerto, el himno y los honores. Se miran con un cariño muy parecido al fraternal, asienten con la cabeza e intercambian una sonrisa. Raúl mira gustoso cómo el hombre que lo ayudó se aleja. Hace los honores una vez más.

—¡No mames, ya me chingaron el celular!



Mauricio Amparán Díaz (1986) escribo cuentos y poesía. Publiqué reseñas de películas en una revista ahora extinta llamada CAPITAL 55, soy estudiante de la carrera de creación literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

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