Avatar (de Netflix) o la colonización del ‘fanffection’


por Héctor Sapiña


Confesión de apertura:

Cuando me acerqué a la academia, no lo hice con la duda genuina que impulsa al investigador, sino con la intención de explicar por qué amo tanto a ciertos textos.

No soy eso que Henry Jenkins llama acafan: en su caso, un sociólogo-comunicólogo, MIT professor muy serio, renombrado y respetable, con alta reputación, pero antes del 2006 aficionado de clóset a productos de masas (principalmente a Star Trek). Cosa que solía dañar el prestigio de un académico y ahora ya no tanto… quizá un poco en ciertas áreas más tradicionalistas y canonistas. Jenkins se animó a confesar públicamente su ser-fan una vez que había demostrado con métodos aprobados la utilidad de observar las prácticas de los fans como actores sociales. Al menos en el mundo anglosajón, inauguró una línea de estudios al respecto y contribuyó a transformar el estereotipo de los aficionados. De los 90 para atrás, el mundo mediático gringo representaba a los geeks, a los fans y otras especies similares como personas infantiles o sujetos aislados, peligro potencial para el orden suburbano estadounidense. No es fortuito que los estudios de Jenkins coincidan con el auge de Big Bang Theory y otras series donde los protagonistas son nerds amantes de los cómics y demás (Stranger Things vino después, pero lo confirma).

En fin, yo no soy acafan. No sólo porque las coordenadas culturales no coinciden –y eso, desde luego, es un factor crucial (los estudios de Jenkins han sido criticados en Latinoamérica porque su visión no toma mucho en cuenta los fenómenos mediáticos fuera de EE. UU.; ver Monje y Riveros, 2018); sino porque yo ingresé a esa ecuación por el lado opuesto. Si en algún lado debo ubicarme, creo que tendría que invertir el término: fan-aca. Pero suena muy feo. Y, aparte, eso de andarse etiquetando según las líneas de investigación o los géneros y temáticas a las que uno se dedica se siente un poco como cuando en la adolescencia los millenials nos autonombrábamos punks o darksss o… ay no, me da la pena.

Extendiendo un poco la analogía con la identidad de género, así como en la obsoleta cultura de Sex & The City se hablaba del famoso gaydar (el radar que, decían, permite ubicar a otros gays aunque sean closeteros), hay también una especie de fandar. Se activa en las primeras conversaciones con alguien. Escenario sencillo: al conocernos por primera vez, además del clima, el trabajo o la familia, uno de los temas cordiales es el de los gustos musicales. Mientras la persona “normal” responde con dos o tres canciones o, si acaso, algún concierto reciente; el fan responde con el top 3 de álbumes favoritos, fechas, tours, apreciaciones sobre la ejecución en vivo de su canción de cabecera, datos anecdóticos del cantante y, lo que más nos interesa aquí, expresará su preocupación por algo que está sucediendo en la vida personal de aquella figura pública que “ni lo topa”.

Por culpa del mundo, yo dejé de admirar a personas reales hace un tiempo, pero conservo mi apego a personas ficticias. [Exacto, hasta aquí un fan pensará que la declaración anterior es algo común; pero un no-fan empieza a preguntarse si soy esquizofrénico.] Así, cuando me cruzo con alguien a quien se le asoma, por lo general, le activo el fandar con dos de mis amores: 1º El Señor de los Anillos, [y viene la precisión] más las películas que los libros, aunque me encanta acudir a ellos como fuentes de consulta [últimamente añado] “Sí, El Señor de los Anillos, a pesar de las implicaciones anglofalocéntricas de Tolkien”; 2º Avatar, el niño pelón, no los monos azules. ¡No! Ya sé. No es anime, no soy de los que pretenden encasillarlo ahí, sería colaborar con la apropiación gringa. Al contrario, pienso que construyó un puente muy bonito entre la narrativa occidental —el monomito filtrado por la industria Star Wars— y el pensamiento asiático. Claro, los dos creadores son estadounidenses, pero no sólo consultaron a portadores de la cultura, principalmente la china, sino que los involucraron e, incluso, se asumen como sus discípulos. Además, tiene reflexiones bien bonitas sobre el amor a los animales y a muchos nos condujo en nuestro descubrimiento de los horrores del colonialismo. ¡Fue la primer serie animada mainstream que se arriesgó a la continuidad narrativa antes de la era del streaming! ¡Y el humor…! ¡Y Momo y Appa! Y… uno se emociona.

Lo anterior es cierto, pero es una caricatura de la experiencia. Si uno se emociona es porque, además de dedicar tiempo a la recepción de la serie, también invirtió cuerpo y alma. Yo estuve ahí el día en que Zuko cambió de bando y lloré y grité frente a la pantalla y nada más recordarlo me pone la piel chinita. Esto todavía suena a una caricatura o a un nostálgico de la pubertad. ¡Pero no! Mi pregunta desde hace años es cómo puedo comunicarle a alguien esa experiencia que desde afuera se ve medio ridícula. Otro fan lo entenderá, incluso si el texto-objeto-amoroso no es el mismo; pero no todos nos comprenden. Descubrimiento: las clases de Teoría Literaria.

Mucho se ha criticado a los formalistas y a sus hijos los estructuralistas, a veces con buenos argumentos, a veces no mucho. No me desviaré tanto, pero, por lo que he notado, en Latinoamérica la moda del estructuralismo sí llegó a excesos medio ociosos en los 70 y 80. No porque las herramientas fueran inútiles, más bien se aplicaron de manera mecánica y, pues sí, así no se llega a nada. Pero no es culpa de las herramientas, sino del usuario. El gran regalo de la aproximación formal-semiótica al texto (y de las clases de Teoría a mi vida) fue poder aterrizar a categorías concretas la experiencia subjetiva. O, más preciso, la producción de sentido que antecede (o acompaña) la experiencia subjetiva del texto. Mapear la forma me ha permitido identificar esos puntos que, en mi caso específico, me activan el llanto por Zuko. Sí… entiendo que probablemente estoy retorciendo las cosas para mis propios fines: por eso arranqué con la confesión.

Un ejemplo, nada más por comprobar y porque es buen pretexto para hablar de mi relación amorosa con Avatar:


El cuerpo como letra y la letra como llave cósmica

La cortinilla de la serie introduce el universo nombrando los cuatro elementos: agua, tierra, fuego, viento. Si la han visto, recordarán que es un pequeño prólogo en el que se establece la premisa del universoficticio. Si no la han visto, no hay problema, ahorita sólo es necesario saber que en este mundo hay personas llamadas benders capaces de controlar los elementos. En el doblaje utilizan el término “maestros” (maestro agua, maestro tierra, etc.), la traducción literal sería “moldeador” o “doblador”. Para ejercer el control, los benders realizan técnicas tomadas de las artes marciales. Los primeros cuatro planos de la animación nos presentan a un maestro de cada elemento con su técnica correspondiente y, más adelante, la voz femenina que narra el prólogo —sin duda en complicidad con la secuencia de apertura de La Comunidad del Anillo (2001)— indica un vínculo entre cada elemento y una identidad nacional: cuatro culturas con sus propias organizaciones sociales, costumbres, ritos, etc.

Figs. 1-4. Fotogramas tomados de M. D. DiMartino y B. Konietzko, 2005-2008, Avatar: The Last Airbender, Nickelodeon.

Sólo este segmento de 9 segundos plantea el concepto de magia que rige el mundo de Avatar: la continuidad entre cuerpo, Natura y símbolo. “Magia” porque no corresponde con la visión moderna del mundo. Tras al menos dos siglos y cacho de centralizar la ciencia, los occidentales promedio solemos considerar estos tres campos como hechos aislados. Claro, para las ciencias positivas, el cuerpo es una extensión de la naturaleza, organismo susceptible de estudio e intervención. Pero, bajo esta mirada, no existe Natura como una totalidad cósmica que involucra la espiritualidad (uso el término de manera flexible para no extenderme). La naturaleza para la ciencia occidental moderna es recurso e instrumento. De modo que, reitero, en la visión científica consolidada desde la Ilustración europea, esa Natura-espíritu es un campo aislado de la corporalidad y de las prácticas simbólicas. Para la visión occidental moderna:

  • El cuerpo es el límite del yo; dependiendo de la clase y el género, posee mayor o menor grado de instrumentalización.
  • La naturaleza, dijimos, es recurso. Es cosa.
  • El símbolo es artificio. Aquí el meollo. La mentalidad positivista considera al símbolo un hecho vinculado exclusivamente con lo social. Desde hace al menos un siglo, se ha convenido que las palabras y las letras poseen sólo un valor comunicativo. (Casi) Nadie en la actualidad cuestionaría esto (quizá un seguidor de Lovecraft), todo lingüista y filósofo del lenguaje que se precie de entender su objeto de estudio estará de acuerdo en que sería absurdo atribuir un poder sobrenatural a la escritura. Para un profesional, tallar la una runa sobre una pieza de obsidiana no tiene influencia alguna sobre el cosmos; el límite de su estudio recae en que esa práctica manifiesta el entendimiento de ciertas culturas sobre la realidad.

No así en Avatar. En los cuatro fotogramas (Figs. 1-4) que abren la cortinilla, la simetría entre los caracteres del fondo y el personaje al frente representa de manera visual una equivalencia. No exactamente el equilibrio, pues la composición de la imagen (Fig. 5) altera la famosa regla de los tercios, dando mayor importancia al espacio que ocupa el cuerpo. Se establece un contraste enfatizado por la diferencia del estatismo de la letra respecto a la dinámica del cuerpo; pero, a la vez, se mantiene un paralelismo entre ambos. En términos retóricos, se trata de un oxímoron sobre la dicotomía teoría (escritura) / práctica (técnica marcial). Mientras en el pensamiento cientificista occidental, la práctica (lo empírico) posee un valor dominante sobre la teoría; la serie las presenta como complementos. El cuerpo no supera a la letra, sino que la ejecuta, la performa. Hay aquí un componente dramático que también se evidencia en el uso de la luz para simular la iluminación de un escenario; casi como sucede en el teatro de sombras, donde la realidad se sintetiza en figuras. Así, el aparente protagonismo del cuerpo en la composición es, más bien, una continuidad viva del símbolo. El cuerpo se figuriza y la letra se corporaliza. El resultado es la invocación del elemento natural. No hay una jerarquía civilización/naturaleza, sino la cadena civilización-cuerpo-naturaleza.

Fig. 5

Así pues, los caracteres del antiguo chino Zhou acompañan el movimiento corporal del maestro porque se encuentran íntimamente vinculados con su elemento. El artificio humano no es una añadidura sobre la realidad material, sino un descubrimiento de las leyes que subyacen a ella. Una llave para abrir la puerta hacia los secretos de Natura. Es decir, la letra y el arte no pertenecen únicamente al reino de lo social; son un modo de acceder a la comunicación cósmica. Un maestro agua escribe 水善 (agua-virtud), pero en el idioma del cuerpo. Las artes marciales devienen traducciones de un lenguaje universal para llamar a la naturaleza. ¡Qué chulada! Es una clase de magia y descentralización del pensamiento occidental para principiantes.

El universo Avatar plantea de entrada que hay una cadena ininterrumpida entre lo que hacemos con nuestro cuerpo, lo que producimos con el intelecto y el universo dado de antemano. Si a cada elemento corresponde una nación, las identidades colectiva e individual no son tampoco una construcción en el vacío, sino un complejo derivado de nuestra relación con Natura. En esta visión “mágica” hay, pues, un entendimiento ecológico de las sociedades que sólo se distingue de la realidad por la espectacularidad con la que se manipulan los elementos en la animación. Lógicamente, esto se acompaña de una noción de responsabilidad: la instrumentalización de la naturaleza produce la colonización.

Si 9 segundos de la serie producen este conjunto de sentidos, es lógico que tres temporadas de 24 capítulos protagonizados por personajes sumamente entrañables generen una experiencia inmersiva que se encarna en las entrañas. Y sí, ya sé que no todos los fans traemos nuestro manual de semiótica para pausar cada encuadre y lanzar nuestras “profundas reflexiones” sobre la continuidad símbolo-cuerpo. Un argumento en defensa: al ser un producto de masas que inicialmente estaba dirigido a niños y pubertos, estos sentidos se reiteran una y otra vez, y se hacen explícitos en los diálogos.

Aquí una nota obligatoria: el tío Iroh, anciano sabio, chistoso y esponjoso, es uno de los mejores maestros que hemos tenido. Hay otras figuras docentes en la serie, pero él es quien mejor sintetiza esos momentos de aprendizaje. “¡¿De qué nos sirve aprender tanto sobre un mundo ficticio?!”, dirán. Sin detenernos en la cuestión horaciana, desde los años 90 somos víctimas de la agenda educativa de la ONU-Nueva York, y quizá el caso de Avatar sea uno de los pocos rescatables. Desde luego hay varias cosas simplificadas para un receptor estadounidense (como pasa en Coco de Disney), y a nosotros en Latinoamérica nos toca el rebote, para variar. Claro está que el texto acarrea todos los vicios de la industria cultural. Ahí se requiere la activación de la responsabilidad-crítica lectora; a mi modo de ver, una de las virtudes de la serie es que la promueve. No puedo hablar en nombre de mis compañeros fans, pero mi consejo es que, si uno no está dispuesto a abandonar su objeto de amor por posturas personales, lo ideal es aprender a amarlo críticamente.

La propuesta no es mía. Es de Fernando Ángel Moreno, en un trabajo mucho más serio que esta confesión extendida: “Las teorías de la cultura popular a través del cine de ciencia ficción contemporáneo: una reivindicación estética de las emociones” (2020). El artículo es un llamado a abordar críticamente los textos de la cultura de masas sin, por ello, suprimir la relación afectiva que construimos con ellos. Es una labor compleja, el feminismo nos ha enseñado que podemos analizar, interpretar y comprender las afecciones con inteligencia. La gran trampa de la industria cultural (desde la mercadotecnia hasta Pedro Infante y Toy Story) es manipularnos a través de los sentimientos: terror a la inseguridad, amor a mundos idílicos de princesas, odio a los políticos, indiferencia hacia los animales. Pero el antídoto, dice Moreno, no es omitir las emociones como proponían ciertas mentalidades que todavía las adjudicaban a una “feminidad inferior pasional”, sino integrarlas al examen crítico. Y ahora sí:


La colonización del fanffection

Vi la versión live-action que hizo Netflix de la serie y entre en conflicto. Esperaba lo peor. Todo fan se mentaliza antes de consumir algo nuevo de su texto-objeto.  Preparativos gastronómicos, rituales, repasos del texto original. Para quienes crecimos en un contexto católico esto no es raro, es una especie de cuaresma personal con la que disponemos cuerpo y alma para la Llegada. [En algún momento me sentaré a escribir sobre los ritos-fan.] Me enfrenté a la adaptación con cierta apertura, dispuesto a no ponerme de juzgón y no adoptar la actitud de “en mis tiempos todo era mejor” porque no es cierto.

Confieso (segunda confesión) que lloré en varios momentos. Pero todo el tiempo me invadía la sospecha. No es ese llanto genuino de cuando Zuko cambió de bando, ese donde uno siente que se le sale el cuerpo del cuerpo. Lloré como cuando relatan un capítulo doloroso de la vida o de tu entorno. Hay veces que pienso en la invasión de EE. UU. a México en 1846-1848 y me pongo a llorar. No es la cosa en sí, sino el recordatorio, el “2 de octubre no se olvida”. No estaba ahí, pero no lo olvido. Me lo transmitieron y por eso duele.

Por favor, no se malinterprete lo anterior. No pretendo equiparar en proporción la matanza de 68 con el cambio de bandos de Zuko. No soy tan esquizofrénico como para considerar que el de Zuko es real real. El ejemplo es un intento de mapear la autenticidad de las emociones. Porque la transmisión del 68 me ha llegado de voz viva y de voz-texto. Y, aunque la ficción es la ficción, yo estaba ahí cuando Zuko se erigió como héroe adolescente: su decisión, después de una gran caída moral, representó para mí —adolescente de 15 años— la consciencia sobre un acto de responsabilidad crítica ante las generaciones y el sistema educativo que lo antecede. Supongo que la escena le habló a mi docente en semilla. Como representación simbólica, purifica el valor de la toma de postura.

La adaptación de Netflix no ha llegado a esa parte de la historia. Si sobrevive, ojalá lo haga bien. Pero hay episodios —por ejemplo, la matanza de toda la cultura de los maestros aire— que en la serie animada, dirigida a niños, se trataba de manera eufemística. Al verla en live-action me pareció un retrato duro de un episodio que los fans consideramos parte de nuestra historia (virtual). Me conmovió, pero creo que fue por el significado previo y no por el texto en sí. Del mismo modo, una y otra vez hay momentos que apelan al vínculo afectivo que ya poseemos con el texto original. Siendo justos, lo hicieron mucho mejor que las precuelas de Star Wars; hay una construcción narrativa más cuidadosa (aunque no en diálogos, casi siempre caen en la cursilería), pero aun así me molestó. Y la idea que vino me incomodó bastante:

Apelar al componente afectivo como recurso no sólo es una mala técnica, sino la voluntad expresa de apropiarse de algo personal. Se siente como una invasión. Es extraer los signos de nuestra intimidad para pasarlos por la fábrica y vendérnoslos de vuelta. Éste, desde luego, es el fan hablando. Hay un absurdo, ya que el producto nunca fue mío, lo consumí como voy a McDonald’s y consumo una hamburguesa. Pero cuando lo digiero, no lo arrojo al drenaje. El fan integra a sus células el texto que ama. ¿Cómo quejarme de algo que, de por sí, era obvio? Es un poco necio (o idiota) esperar que la industria del entretenimiento realmente se preocupe por mi bienestar y mi dignidad, más allá de que le convenga darme gusto para mantenerme en su nicho. La industria nos obliga a reproducir sus contradicciones en nuestras entrañas.

Y, pese a estar consciente, me da coraje. Primero fue la colonización del espacio con sus recursos, luego de nuestro tiempo, luego de nuestras afecciones. Si no optamos por volvernos ermitaños, ¿qué podemos ser? Si el fan se construyó a sí mismo mamando del capitalismo, ¿cómo puede liberarse? La única vía es derivar en un post-fan: un crítico de lo que ama en constante implosión. No hay otra manera. Si tenemos esperanzas de que algún día el mundo supere su crisis actual, debemos considerarnos una especie en extinción. Ojalá.


Referencias

Aemy Blackfyre. (4 febrero 2021). ATLA: Chinese Writing and Character Names in Avatar the Last Airbender. Aemy Blackfyre’s Blog. https://asoiafchineselit.wordpress.com/2021/02/04/atla-chinese-writing-and-character-names-in-avatar-the-last-airbender/

Jenkins, H. (2006). Fans, Bloggers, and Gamers: Exploring Participatory Culture. New York, University Press.

Jenkins, H. (s. f.). Pop Junctions. https://henryjenkins.org/

Monje, D. I. y Riveros, E. A. (2018). La televisión cooperativa y comunitaria en la Argentina frente al imperativo de la convergencia digital. Commons: revista de comunicación y ciudadanía digital, 7(1), 46-76.

Moreno, F. A. (2020). Las teorías de la cultura popular a través del cine de ciencia ficción contemporáneo: una reivindicación estética de las emociones. En N. Novell (Coord.), Canon sin fronteras: Estudios críticos sobre géneros populares, Capítulo 2. UNAM.



Héctor R. Sapiña Flores. Docente, fan de LOTR, Avatar y varias cosas más. Estudió letras y comunicación. Ha publicado ensayo en Sombra del Aire, Irradiación, Punto en Línea, La langosta se ha posteado, entre otros medios. Actualmente es editor en Tropósfera y trabaja en dos proyectos: un libro de ensayos que reúne los textos de la columna “Contrapuntos entre Alfonso Reyes y Chabelo”, que escribió entre 2020 y 2022 para Teresa Magazine; y una antología de ciencia ficción.

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