Bosquejo de Livros: crónicas de Antonio Lobo Antunes


por Augusto T. Mancera

 

  1. Tal vez una sensibilidad mayor al frío.

Cuando imagino al sujeto, cercano a los ochenta años, casi siempre viene con cigarrillo en boca y una tendencia a reventar la cabeza desde dentro. La prensa y la academia se reparten los elogios en partes iguales y cualquiera de ellos cabría en una contraportada de sus libros aunque es una incógnita si el autor los aceptaría con la misma calidez con la que agradece el recibimiento del público. Es un hombre extraño, sin duda, como cualquiera que vuelve de la guerra. En su caso, Angola y su campaña de liberación lo marcan (cuando menos, en aspecto biográfico).

Añádase al combo que es médico de carrera y psiquiatra de especialidad, aunque sea constante en mencionar que no quería serlo, que con trece o catorce años le dijo a su padre, profesor de Medicina, que quería escribir y no estudiar. Como suele suceder, su capricho adolescente no fue escuchado: se hizo médico y luego fue a la guerra pero hacia los treintaisiete años publicó su primera novela. Cosa curiosa, el autor cuenta que numerosas editoriales rechazaron su opera prima y terminó siendo una pequeña editorial la que la llevó a la luz. Vendió cien mil ejemplares.

Luego, la cosa fue diferente. Diarios estadounidenses como el New York Times y el Washington Post enmarcaron el nombre: António Lobo Antunes. De ahí en adelante, treintaicinco libros publicados, numerosos premios, abundantes entrevistas, una película basada en su correspondencia, candidatura constante al reconocimiento más gordo de la literatura y fotos por todos lados. Una figura. Sin embargo, él remarca “Yo soy António, y, sólo en los libros, Lobo Antunes”, escribe libros pero está muy lejos de la figura del escritor barbado y bohemio; sólo escribe libros.

Una cosa más (por si el acento en medio del nombre no fue seña suficiente): el sujeto con el cigarrillo entre los labios es portugués.

 

  1. Quizás cierta mirada, más seria, no ardiente.

Lo de Lobo Antunes es una pluma preciosa. Otra afirmación constante que sostiene es que quiso ser poeta cuando adolescente pero resulta que era muy malo, como la mayoría de los adolescentes. Sin embargo, siguió escribiendo y consiguió poblar miles de hojas que hoy emigran a todo el mundo y hacen carraspear a más de uno. Desesperan también a más de uno: fuera y dentro del libro, porque en su escritura hay un panorama que proyecta la desesperación del testigo y lo que atestigua, y este efecto se transmite, convirtiendo el acto de lectura de Lobo Antunes en un juego de espejos, a veces refractado, que se replica hasta donde la consciencia alcanza:

quién descubre mis huellas y las huellas de María da Boa Morte aquí, los cascos y las ramas rotas, quién camina de pista en pista hasta dar con nosotras, los perros del bosque, los buitres, los mercenarios, la tropa, la luz que nos atrapa, quién dispara primero, quién dispara después, quién nos levanta con la grúa, nos pone ojos de cristal, nos diseca las cabezas, nos clava el cuello a una base barnizada entre ojos de cristal, cabezas, bases barnizadas con la fecha en una placa metálica, quién vuelca un cubo de cal en lo que sobra de nosotras y con todo no la toco, no la abrazo, no le digo ayúdame [1]

António es, entre otras cosas, un mentiroso. Dice que no escribe poesía pero su pluma es escultórica, vertebra estructuras del lenguaje que en última instancia traducen impulsos previos a la palabra, habitantes anteriores de la boca, residentes del pensamiento. Yace ahí una de las claves de Lobo Antunes, cualidad o artificio que muchos periódicos y académicos (todos en Halago) atribuyen a su oficio de psiquiatra: logra vender la idea de que en sus novelas el narrador no habla, sino piensa.

Reconsiderando, hablar de narrador en Lobo Antunes es desacertado. Más correcto es hablar de narradores porque en sus obras la polifonía es otra constante, una de las más características, en donde la voz principal está intervenida por otras, más o menos definidas:

—Señor

usted que nunca

—Padre

Usted siempre

—Señor

por sumisión, por hábito, mi padre siempre mofándose de él

—Ya era hora

Sin creer en él y callándose cuando la escarda le deshizo un hombro, el segundo hombro, una pierna, insistiendo

—Señor

también por sumisión y por hábito, mi abuelo

—¿Qué es eso?

y el caballo amarrado a la argolla angustiándose por el olor de los huesos, mi abuelo de rodillas en el patio, mi abuelo tumbado

—Idiota

los tucanes en desbandada, uno de los campesinos

—Jesús

la hierba inclinándose en un murmullo negro y mi abuelo humillándolo con la cara deshecha

—Idiota [2]

Estas intervenciones lejos de generar desorden enriquecen el panorama, haciéndolo más claro o difuminando las imágenes generales y originando un caos narrativo complejísimo pero perfectamente organizado que a la larga termina por resolverse, aunque tome más de una lectura total para hacerlo.

A su vez, este llamado ‘desorden perfectamente organizado’ tiene su clave en el tiempo, que es la otra característica particular del escritor portugués. El reto, otro de ellos, en las novelas de Lobo Antunes consiste en encontrar a qué tiempo pertenece cada parte pues constantemente está fragmentado en retrocesos, progresiones y detenimientos. Esta particularidad se suma a las anteriores para concretar la idea de que el fluir narrativo de las novelas es lo más parecido al fluir mental de las personas que se puede encontrar en la literatura.

António no escribe poesía pero su mirada escultórica es capaz de igualar ante nuestros ojos la violencia de una violación y la vista de un campo de girasoles.

 

  1. Ciertas manchas que no sabes si el tiempo.

De los treintaicinco títulos que Lobo Antunes ha firmado, cinco de ellos no son novelas. Por el contrario, son recopilaciones de escritos cortos que han aparecido en diferentes medios periodísticos, comenzando con el periódico O Público del ’93 al ‘98, pasando por el diario El País entre 2001 y 2007 y finalizando en la revista Visao, donde puede leerse desde 2006 nuevo material semanalmente. A estas recopilaciones se les ha nombrado en números ordinales seguidos de la leyenda “Livro de crónicas”. En español sólo se ha llegado hasta el Tercero.

Hay muchas problemáticas para abordar en estos “livros” pero valga la acotación que son menores, mucho menores, que en las novelas. Primordialmente, porque un capítulo de Lobo Antunes se compara a seis o siete crónicas largas (en extensión, ya no digamos complejidad).

Naturalmente, la exigencia menor de las crónicas es mejor recibida por un público mayor. En un blog se lee: “me ha pasado con relativa frecuencia en Portugal: pregunto a alguien si ha leído a Lobo Antunes y me contesta que ha leído las crónicas”. Y es que estos textos cortos están alejados tanto de las novelas como de las crónicas puramente periodísticas pues no concretan un punto preciso en el tiempo y, como bien reseña Dwight Garner para The New York Times, no tienen contenido político ni tocan los deportes, la cultura popular o la crítica literaria[3] y más bien una parte de ellas recuerdan a las Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt, donde su autor, alejado de toda solemnidad, da santo y seña de la calle de inicios del siglo XX, sus personajes y pulsos. Por poner un ejemplo, está la llamada La consencuencia de los semáforos, donde se describe el odio del redactor por esas señales de tránsito en las que suceden, en los altos, un desfile de vendedores de periódico, vagabundos, un tipo al que le robaron la cartera, bomberos voluntarios que necesitan una ambulancia al grado que

En el primer semáforo ya no tengo calderilla. En el segundo no tengo chaqueta. En el sexto he entregado el Wolksvagen. En el séptimo espero que la luz se ponga en rojo para asaltar a mi vez. De media cambio cinco veces de ropa y de coche hasta llegar a mi destino y, cuando llego, al volante de un camión TIR, bailando en unos pantalones enormes, mis amigos se quejan de que no soy puntual.[4]

Otra parte de las crónicas es menos festiva y más verosímil. En ella se da cuenta de padres de familia que no soportan los domingos, de amantes que ruegan por ser sólo amantes, de hijos que sorprenden a sus padres, ya sea matándolos o haciéndoles algo de daño con una revelación infantil y en general de relaciones humanas tempestivas que en pocas ocasiones (hasta el momento no he contado ninguna) terminan en final feliz. Ah, y también se da cuenta de solteras. Y de viudas, muchas viudas.

 

  1. De nuevo aquí, menudo territorio.

Dentro de lo que se podría intuir como una genealogía muy general de los “Livros de crónicas” habría que sumar dos categorías a las anteriores que merecen, cuando menos, una distinción aparte. Una de estas partes se coloca en un punto intermedio entre las novelas y las otras crónicas pues adquieren una naturaleza de patio de entrenamiento donde Lobo Antunes ensaya (o al menos da esa apariencia) su prosa densa, sus tiempos fragmentados y sus desesperaciones reflejadas, repetidas:

Donde estoy no se oyen las olas: se oye el rumor de muebles viejos de los pinos. El del garaje se curva sobre nosotros. Debe ser muy antiguo. Creo que en ningún otro árbol me ha dado esa impresión de estar sufriendo.[5]

* * *

raras veces estás de espaldas

—Mañana será otro día, ¿vale?

es posible que nosotros por qué no, y después tú con la nariz hacia el techo en una especie de mueca

no es una mueca, claro que no es una mueca

y yo, sin fijarme en tu chupetón en el brazo

nunca me dejas que te chupe el brazo

yo, a pesar de tu chupetón en el brazo, me acomodo mejor en la almohada, sintiéndome

¿cómo diría?

Satisfecho, Fernanda, satisfecho[6]

En un sentido de configuración narrativa, estas crónicas —que son las más escasas dentro de las tres recopilaciones al español— podrían colocarse en medio de la novela adecuada y pasar desapercibidas dados los ecos contenidos de sus parientes más elevados.

Finalmente, y en contraposición con las anteriores, el conjunto de crónicas restantes funciona como columna o como diario pues en ellas (a)parece que el autor no es el Lobo Antunes, escritor, sino simplemente António, el doctor, el vecino, el portugués. En este tipo de crónicas el luso propone un punto de acercamiento más íntimo con sus lectores: comparte —no hay palabra más adecuada— recuerdos de su infancia y su abuelo (Crónica de navidad), anécdotas del Hospital Miguel Bombarda donde laboró por años (La pradera de las cacerías eternas), despedidas de amigos (La vida, más o menos es invaluable) y alguna sensación como padre:

Fue un alivio devolvérsela a su madre, una alegría volver a estar solo. Sosegado. En paz. Libre. No siento su falta. Claro que no siento su falta. Lo único que no logro entender es por qué no está conmigo. No es una cuestión de amor

(que estupidez el amor)

es que, como soy distraído, si ella no está junto a mí soy capaz de ponerme la misma ropa durante un mes seguido.

En realidad, esta clase de crónicas conjunta a las más sencillas de todas pero su enorme valor, simbólico, reside en el empeño de António de quitarse de encima ese mito del escritor para ser una persona más, una que está a la talla de gigantes literarios, uno que sin duda ha revolucionado la literatura, una que sabe explotar las estructuras del lenguaje para hacerlo pasar por pensamiento pero que, en el fondo y la superficie, no deja de saberse como cualquier otro.

 

Notas

[1] Antonio Lobo Antunes: Esplendor de Portugal. Siruela, 1999. Pp. 295

[2] Antonio Lobo Antunes: El archipiélago del insomnio. Penguin Random House, 2008. Pp. 12

[3] Dwight Garner: The Fat man and Infinity, The New York Times, Feb. 19, 2009.

[4] Antonio Lobo Antunes: Primer libro de crónicas. Siruela, 1998. Pp. 25

[5] Antonio Lobo Antunes: Penn. El País, Mar. 23, 2001.

[6] Antonio Lobo Antunes: No hagas caso de mis suspicacias. El País, Nov. 30, 2002.

 

Augusto T. Mancera nació en la magnífica ciudad de Celaya, Gto. en 1995. Su carrera literaria pareció despegar el año pasado cuando un cuento suyo fue publicado en Marabunta. Sin embargo, el tenis tocó nuevamente a su puerta y no pudo desatender su llamado. A veces escribe cosas, como este ensayo, para aprobar una que otra materia de la carrera.

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