Breviario de animales fantásticos [selección]


por Ulises Granados


El monte

Cano siempre fue un niño ensimismado y cabizbajo. Se pueden contar con una mano las ocasiones en que salió a jugar con nosotros. No pateaba el bote, ni se escondía. Jamás quiso atrapar un balón, ni correr al touchdown. Ni policía ni ladrón, permanecía sentado sobre la banqueta mirándose los pies hasta que llegaba la hora de regresar a casa, mientras los demás nos correteábamos por la calle.

De la nada, un día Cano nos pareció bastante más alto, tanto que casi no lo reconocimos. Al cabo de una semana había crecido otro tanto, además de que su espalda se hizo notablemente más ancha. Para fin de mes ya nos doblaba la estatura y con trabajos cabía por la puerta de su casa. No era más que un niño —habremos tenido siete u ocho años por entonces—, sin embargo, en breve llegó a medir más de tres metros de altura y, por supuesto, no pasó mucho tiempo antes de que la vergüenza lo hiciera desaparecer de las calles. Nadie preguntó por él ni fue a buscarlo a su casa, pero suponíamos cosas. Imaginábamos que había escapado a casa de un familiar, que ahora vivía en la jungla o que lo habían internado en algún hospital para que los doctores estudiaran su caso y, en consecuencia, le pusimos otros nombres: El Gigante, El Inflable, El Gorila Cano. Una ocasión lo vimos merodeando en su azotea. Oculto detrás de la ropa tendida, el Experimento Cano trataba de espiarnos, aunque le resultaba imposible pasar desapercibido.

Pobre, no vivió para ver el siguiente año. Su madre nos informó del velorio y nos rogó que no faltáramos al entierro. Un solo corazón no pudo irrigar por completo el inmenso cuerpo del Coloso Cano. Llegado el día, el Pequeño Cano ocupaba tanto espacio que la señora decidió sepultarlo metros más abajo de lo acostumbrado, temerosa de que su hijo continuara creciendo y lo destrozara todo en derredor.

Han pasado más de veinte años desde entonces y, sin embargo, todavía me reúno con los demás cada cierto tiempo para visitar a la familia de Cano. Nos gusta recordarlo. Hablamos de lo tímido que era, de la vez que hizo tal o cual cosa y nos reímos; la última vez que nos juntamos pasamos horas tratando de adivinar cuánto habría crecido. Luego dimos una vuelta por el cementerio en busca de su tumba. El lugar ha cambiado mucho desde aquellos días. Ahora le llamamos el Monte, el Monte Cano.


Cangrejo ermitaño

Este pequeño se distingue de entre la mayoría de los animales, no sólo por ser un tanto solitario —como lo sugiere su nombre—, sino por cambiar de concha cada cierto tiempo, es decir, de residencia, puesto que, conforme crece, el espacio de su hogar le resulta cada día más estrecho. No existe registro en el mundo de un segundo animal que utilice los restos de otro ser vivo a manera de morada. Comprendido así, resulta fácil suponer que el cangrejo en cuestión pudiera ser nombrado de muchas formas distintas: “cangrejo arrendatario”, “cangrejo rapaz”, “cangrejo heredero”, “cangrejo okupa”, por mencionar algunos ejemplos.

Similar a su concha, el nombre parece quedarle ajustado recién comenzamos a conocerlo, pues dicho hábito revela también una profunda ingenuidad propia de estos moluscos. Al parecer, los conduce al menos una de dos esperanzas: la de haber encontrado finalmente una vivienda definitiva, o la idea de que existe tal cosa. Y es debido a este talante cándido tan propio del cangrejo ermitaño que también pudo ser llamado “cangrejo soñador”, “cangrejo aspiracional”, “cangrejo de fe”.

Quizá una conversación a fondo con un ejemplar de esta especie dispuesto a sostener un diálogo sobre el tema podría detonar una transformación profunda en el comportamiento de sus semejantes. Quizá con sólo sugerir la idea de que la vida se mantiene a flote en un ciclo interminable, a pesar de la muerte, y que, después de muerto, su cuerpo será alimento de la misma tierra de donde brotan las hortensias, las jacarandas y las lilas; del mismo océano donde habita, de los arrecifes conformados por algas y corales; de los desiertos y las tundras donde mueren tantos seres vivos de tantas formas tan distintas. En palabras claras, que un día la tierra será su morada y más tarde, completando este ciclo, de nueva cuenta residirá en el mar. Lamentablemente, la especie ha sido confinada dentro del mote de “ermitaño” y con ello se ha visto obligada a desarrollar una personalidad adecuada al título. Así pues, dado que una conversación a fondo parece fuera de lugar, solitaria y esperanzada como se ha vuelto la especie, se le prefigura un destino que lo aleja cada día de nombres más benevolentes.

 Junto con esta pérdida lamentamos también la existencia de expresiones como “caminar como cangrejo” (que refiere al hecho de retroceder) o “pensar en la inmortalidad del cangrejo” (que sugiere un estado de divagación estéril). No obstante, utilizar la comparación “pareces cangrejo” para describir a cabalidad la obstinación de una persona y “estar equivocado como cangrejo” comunica claramente que pese al esfuerzo realizado para dar con el objeto de nuestros deseos, aquello que buscamos no existe.


Dios

Sin importar desde qué punto de vista se trate de construir una primera impresión sobre las características que conforman o definen a este animal tan peculiar, lo cierto es que se le puede considerar endémico de cada región que habita. Cada una de sus manifestaciones posee características particulares y se distingue a sí misma de entre todas las demás, a pesar de que compartan el nombre: así pues, no existen dos ejemplares parecidos, aunque se trate de la misma especie.

¿Dónde habita? ¿Qué aspecto tiene? Escurridizo solitario, se le ha visto no más de un par de ocasiones, en sitios muy lejanos entre sí, en periodos históricos distintos. Se han documentado avistamientos, apariciones y milagros, se ha divagado y se ha imaginado sobre su personalidad, sobre su fisiología, sobre su posición en la cadena alimenticia. ¿A qué reino pertenece? No se sabe. Pese al gran cúmulo de dudas que rodean a este ser tan atípico, se ha conjeturado también sobre su configuración ideológica y, por tanto, política, estética y vital sin llegar a ningún convenio. A cambio de tanto desacuerdo, dichas diferencias han propiciado una diversidad vastísima de representaciones, características, facultades y carencias. Deidades con aspecto humano, mineral, vegetal, animal. Deidades incorpóreas, sexuadas o no. Deidades mortales e inmortales, con descendencia y sin ella, sociales o no. ¿Se ríen los dioses? ¿De qué? ¿Hemos escuchado su risa? Tal vez se trate de los truenos, de los huracanes, de los terremotos.

Pocas certezas se tienen sobre esta bestia mitológica, y de entre ellas, tal vez la más curiosa sea su sometimiento involuntario a una noción científica que se le opone y, sin embargo, no ha mermado ni debilitado su presencia en el mundo, sino que le ha dotado de los recursos necesarios para encontrar un lugar en él, independientemente del tiempo, del lugar o del complejo entramado de relaciones políticas propias de cada región: la evolución. Han tenido que pasar eras completas para que los perros derivaran de los lobos, para que los felinos silvestres nos otorgaran el domesticado salvajismo de los gatos, para que los dinosaurios se arroparan de plumaje, para que la naturaleza se tornara en dioses. Y desde el primer momento en que se situó dentro del imaginario colectivo de alguna comunidad hasta la actualidad, la presencia, forma e importancia que tiene ha pasado por al menos cuatro grandes periodos tan graduales y definitorios que han resultado determinantes para la supervivencia de la especie. Quizá, desde esta perspectiva, sería más prudente hablar de domesticación y no de evolución, pues habla más de un cambio propiciado por su relación con el hombre que con el flujo natural de la vida y los cambios propios del tiempo y el entorno donde han vivido.    

Así, a la luz de esta idea, las cuatro categorías en que ha caído nuestra relación con los dioses son: depredador, bestia de carga, bestia de arrastre y animal de compañía. Animales, al fin y al cabo, los dioses han cambiado su relación con nosotros, pasando de cazadores a responsables de cargar y llevar de un lado a otro el equipaje de la humanidad, el peso de la civilización. Más tarde, cada civilización responsabilizó a su dios particular de llevarlos a nuevas tierras, a nuevas guerras. Hoy, aunque todavía persiste esta relación, se puede encontrar en cada departamento un pequeño resabio de naturaleza, un pequeño dios domesticado. Tal vez un ave, tal vez un reptil, ambos adorados por la compañía que nos ofrecen, porque nos guarecen de la soledad y de nosotros mismos. 


Ausencia y silencio. Características y sugerencias

La palabra que es, desde su origen, una presencia hecha de ausencia.
-Jacques Lacan

Pongamos un escenario hipotético: Aparece un día entre los muebles de un viejo departamento, inconfundible. La comodidad con que se desplazaba de un rincón a otro no deja lugar a dudas de que se trata de ella, de una especie particular de la ausencia. Veloz, persistente, elusiva, encuentra los espacios adecuados para desarrollarse sin que se le note demasiado y ahora reposa dentro de uno de los platos donde los inquilinos colocan las llaves habitualmente. 

Después pasar tantos años juntos, no es extraño que la ausencia comience a buscar un espacio para asentarse en aquella vivienda, entre los hábitos de aquella pareja: ambos han envejecido y cada día resulta más evidente su falta de ánimo para enfrentar, más que el día a día, la presencia del otro y su desprendimiento gradual del entorno. Al fin y al cabo, la ausencia se nutre de la amplitud de la habitación, del espacio entre las personas y habita con gran comodidad los lugares fríos, en ellos se reproduce y asienta, y en ellos se extiende su hábitat. Su comportamiento, similar al de otros arácnidos es el de un depredador cauteloso: afincado en las esquinas de los muros, evita confrontaciones directas con animales de mayor tamaño que, además, no forman parte de su catálogo de presas acostumbradas. La ausencia, por supuesto, representa un riesgo mayor para las personas de edades tempranas y avanzadas: su mordedura y el efecto de su veneno apenas paraliza momentáneamente a un adulto sano, pero un niño en desarrollo puede sufrir efectos letales e incluso presentar secuelas severas, mientras que un adulto mayor, por lo general, se ve mermado por el efecto del veneno y por la falta de movilidad propia de su edad.

La ausencia es sigilosa, regularmente. Para que pueda vivir una vida larga y provechosa, depende de su propia cautela, de mantener su presencia en secreto hasta el término de los primeros años de vida de sus presas. Habiendo madurado, habiéndose fortalecido, la ausencia puede aparecerse de golpe en cualquier lugar: entre la ropa, detrás de los libros, incluso inmóvil, justo a la mitad del muro. 

Uno puede, naturalmente, lidiar con ella usando algo de calor, retomando actividades olvidadas, aunque en realidad ni el cambio de temperatura ni las ocupaciones solucionen el problema de raíz. La ausencia es, curiosamente, una presencia inextirpable y persistente. Cuando se presentan las condiciones para que la ausencia habite un espacio, la única certeza es que antes de que uno pueda deshacerse de la primera aparecerán otras, y, con el paso del tiempo, brotarán inesperadamente más, cada ocasión con mayor frecuencia. Llegado el caso en que la plaga se haya extendido sin control por todo el lugar, se recomienda hacer uso de la palabra, nombrar lo que falta, esparcir recuerdos, escribir notas y reacomodar los muebles. Hablar en voz alta, incluso a solas, suele ser considerado un paliativo, pero lo cierto es que llena los espacios y ralentiza el avance del silencio, una plaga oportunista, consecuencia de la primera.

El silencio o, mejor dicho, los silencios son insectos eusociales capaces de formar comunidades inmensas en espacios reducidos. Habiendo formado una colonia, crecen a escondidas, debajo de la tierra, detrás de los muebles, dentro de los muros, y aparecen en conjunto, de un solo golpe, una vez que la ausencia ha encontrado su sitio en el pequeño ecosistema del departamento en cuestión. Es decir, los silencios se forman, se fortalecen y llegan a su madurez física rápidamente, pero no es sino hasta que aparece la ausencia que se manifiestan en pleno, debido a que la presencia del arácnido es el indicio más claro de que la temperatura ha descendido lo suficiente para albergar con seguridad ambas formas de vida.

Los arácnidos saben esperar, lo mismo que los insectos. Lo más probable es que aparezcan de nuevo, aun cuando se les erradique de tajo. Alguien muere dentro de aquel departamento hipotético y, más tarde, su cadáver es desalojado. Entonces, con la ausencia esparcida, aparece el silencio. O, mejor dicho, se instala el silencio entre los objetos, encuentra su lugar y cohabita el espacio con aquella persona solitaria y con la ausencia. Para que una relación simbiótica tan compleja como ésta se consolide y logre mantenerse es necesario que se presente una serie de condiciones que son naturales a la vida del ser humano, por lo que resulta imposible evitarlas. 

Resta decir que es gracias justamente a que ambas especies dependen de la existencia del ser humano para su nutrición y desarrollo que poseen una esperanza de vida bastante reducida, haciendo de ellas un problema llevadero.


Leyendas urbanas

En mi barrio, la llorona clama por sus perrhijos.

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La primaria donde estudié fue construida sobre un cementerio indio que descansa, a su vez, sobre una biblioteca pública. Así, las almas inquietas de los difuntos que vagan por aquel edificio lo hacen en silencio, condenados a no encontrar jamás el libro que buscan.

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De un tiempo a la fecha, el robachicos lleva su propia bolsa de tela.

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La niña que se aparece cada noche entre los cubículos de tu trabajo después de la hora de salida también espanta los fines de semana en un Mcdonald’s, para pagar su colegiatura.

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El pasajero fantasma que viaja siempre al mismo destino somos todos.

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¿Por qué no tiene mar esta ciudad?

Me gustaría tener a la mano una historia para explicar los motivos por los que no hay un mar circundando esta ciudad, conviviendo con ella, conformando entre ambas una realidad distinta. Es verdad que resulta entretenido y hasta edificante tener la posibilidad de comprender nuestro entorno a través de una narración sobre los eventos que desembocaron en el mundo como lo conocemos. Además, mostrar el camino que han tenido que andar tantos elementos para configurar este lugar y este momento agrega una carga semántica y sentimental importante sobre el hecho: ahora, después de conocer la anécdota, sentimos cierta nostalgia y asombro por nuestro presente, pareciera tener sentido que las cosas sean de este modo y no de otro, y el futuro se vuelve un poco menos difuso, se disipa ligeramente la bruma que nos separa.

Si esta historia tiene una buena carga de aventura, intriga o fantasía, la experiencia mejora, se nutre y se torna más compleja. Y súbitamente, un objeto cualquiera se convierte en un símbolo de algo más grande. Así, Irene Vallejo inicia El infinito en un junco con una reflexión sobre la importancia de los libros y del conocimiento reunido en ellos, apoyándose en una anécdota sobre el esfuerzo desaforado y sostenido detrás de la conformación de la biblioteca de Alejandría; Chomsky, por otro lado, en Piratas y emperadores cuenta brevemente un enfrentamiento en altamar entre una flota pirata y parte de la marina del imperio británico para cuestionar la moral detrás de la palabra “terrorismo”. Seguramente habrá más ejemplos históricos en la base de grandes argumentos o de grandes narraciones, sosteniendo grandes ideas: nos gusta darle un sentido cronológico al mundo, hablar del progreso, de las consecuencias de una serie de acciones y de la manera en que desembocan en el presente, como algunos ríos en el mar: conectamos puntos para sacar conclusiones y explicarnos esto que está ocurriendo y nos rodea.

Me gustaría, pues, que una cosa así fuera posible y pudiera contarla en unas cuantas palabras: «Es verdad que esta ciudad no cuenta con una salida al océano, que la distancia entre los límites de esta población y las primeras marcas del oleaje sobre la arena es enorme, pero esto no siempre fue así. En otros tiempos, miles de viajeros, comerciantes, ladrones, mensajeros se encargaron de llevar, pedazo a pedazo, y arriesgando sus propias vidas, el mar hasta donde ahora yace el mar. Antes, tuvimos aquí, junto a nosotros, sus aguas saladas y nos proveímos de alimento con sus peces y construimos nuestros oficios dentro, sobre y alrededor de su presencia.

»De haber permanecido aquí, se hubieran erigido puertos y se hubieran construido embarcaciones y nos hubiéramos adentrado en su cuerpo acuoso y nos hubiéramos conocido a fondo. Sin embargo, ahora el mar yace en otro sitio, allá, donde yace el mar. Porque en su tiempo se consideró riesgosa su presencia alrededor de esta población. Y se hizo así porque a diferencia de lagos, ríos y lagunas, que suelen ser bestias mansas, pastoreables, se le consideró un monstruo amable, pero incontenible; hermoso y voraz, como algunos depredadores, porque el agua tiene un carácter animal, y el mar, depredador, hambriento, capaz de dormir la mayor parte del tiempo, es sin lugar a dudas un felino.

»Entonces, convencidos del peligro que representaba el mar, estos viajeros y estos comerciantes y estos ladrones y estos mensajeros despedazaron con sus propias manos ese paisaje, esa relación, ese cuerpo acuoso, esa forma de vida y ese futuro y llevaron a cuestas aquellas aguas y las depositaron allá, lejos, donde ahora yace el mar.»

Así, mirando al horizonte desde la ventana de una torre alta o de una casa cercana a los límites de la ciudad, podríamos sentir cierta tristeza, reconocer una nostalgia incómoda en nuestro interior provocada por el hecho de saber que allí fuera, entre nosotros y esa línea que separa la tierra del cielo debería estar algo inmenso que no está.

Sin embargo, hay que decirlo: desde que habitamos esta tierra, el mar nunca estuvo aquí.


La ballena azul

No hablamos de poca cosa: se trata del animal más grande que jamás haya existido. Es probable que éste —su tamaño— sea el motivo por el que habita en el océano, donde puede extenderse a sus anchas. En tierra, ninguna caverna podría albergar a una bestia de sus dimensiones, mucho menos a una manada de sus congéneres por reducida que fuera; ningún desierto le ofrecería guarida; ningún bosque le permitiría el paso por sus caminos angostos ni sus árboles le proporcionarían vivienda; de radicar en los glaciares, el blanco interminable de la nieve la dejaría expuesta frente a sus depredadores; la humedad cálida de la selva terminaría por sofocarla; la ciudad, quizás, podría albergarla, pero a costa de incorporarse a la fuerza laboral y de vivir en un estado sostenido de anhelo por la libertad que le ofrecen, en cambio, las inmensas corrientes de agua salada. Problemas menores, todos, si se les compara con el manejo, almacenamiento, traslado y uso de sus excreciones.

¿Por qué azul? Su color, seguramente, guarda relación con dos hechos: 1) el frío de las aguas oceánicas; y 2) su necesidad de aire para sobrevivir. De vivir en un lugar tibio, donde no tuviera que aguantar la respiración durante períodos tan largos, podríamos conocer el verdadero color de su piel[1]. Pero ya sea blanca o rojiza, amarillenta o lila, la realidad le obliga a manifestarse de un azul asombroso y enternecedor que determina su carácter. Un coletazo azul marino parece infinitamente más noble que un furioso coletazo rojo, más natural que un coletazo anaranjado, más inofensivo que un coletazo verde. Fuera del mar, la ballena tendría que hallar un nuevo color y un nombre sustituto y, con ello, una nueva personalidad. Nada más ridículo que la idea de una ballena de tierra, con pelaje, garras y colmillos, con la salvedad, tal vez, de una ballena emplumada, destinada a nacer de su cascarón a picotazos. La ballena azul es, entonces, azul y oceánica. Si decidiera habitar en otro sitio, ¿de qué manera cantaría?


[1]  Caso similar al de los delfines, cuyas carencias de calor y oxígeno se manifiestan en un pálido color grisáceo. No sería extraño que, colocados en un hábitat más amable, los delfines ostentaran un colorido rubor en sus rostros.



Ulises Granados (Distrito Federal, 1984). Escritor, músico y repostero amateur. Ha publicado minificciones, poemas, ensayos y cuentos en revistas como F.I.L.M.E., Deletéreo, La liebre de fuego, Primera Página, Lee+, Mígala, Punto en línea, Revista Anestesia y Aleteo Poético. Desde 2009 elabora el blog Antología sin poesía (www.antologiasinpoesia.blogspot.com).

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