por Camilo Caballero
“Lo que el cine necesita es belleza, la belleza del viento moviéndose entre las hojas de los árboles.”
-D. W. Griffith
La casa se encontraba en una calle casi desierta y poco iluminada. Cualquiera que pasara al lado de ella fácilmente la confundiría con un edificio regular. Las paredes estaban decoloradas y carcomidas por la humedad, no es que esto fuera sorpresa. Llamé a la puerta. Grande, pesada y de madera, se abrió lo mínimo y en la ranura se asomó un curioso ojo café.
“¿Qué desea?”, dijo una voz ronca y poco amigable.
“Kinoglaz”, dije lo más firme que me permitió un murmullo.
El ojo café se retiró de la puerta, la cual se cerró momentáneamente. Un sonido metálico fue procedido por el abrirse completamente de la gran puerta de madera, que a pesar de su peso no produjo ruido alguno. Miré a mi alrededor para asegurarme que nadie me veía y entré rápidamente. El ojo le pertenecía a un hombre de más de 50 años, de tupido bigote, expresión fría y seria y una boca que daba la impresión de partirse con la más mínima sonrisa.
“Entra”, ordenó. “Ya va a comenzar”.
Seguí por la puerta que me indicó; ésta, mucho más pequeña y de metal, guiaba a una sala en completa oscuridad. Busqué un asiento en lo que me pareció ser el centro de la sala y esperé. Allí habría seis o quizá siete personas más, todas esperando con silenciosa ansiedad. Después de unos pocos minutos que parecían extenderse perpetuamente se abrió el telón que teníamos en frente, revelando una pantalla de por lo menos tres metros de alto y cinco de ancho. El proyector se encendió. Sobre un fondo negro y un diseño azul con docenas de esquinas apareció escrito en letras blancas con una presencia gótica: El Gabinete del Dr. Caligari: un filme en seis actos.
A esto había quedado reducido. Aquel gigante que nació a finales del siglo XIX y creció de forma desmesurada hasta alcanzar alturas inimaginables en el siglo XX, se siguió desarrollando la mayor parte del XXI hasta que la guerra y el capricho de los poderosos colocaron los clavos sobre su ataúd. El cine es una actividad prohibida. Lo único que nos queda a aquellos que todavía nos atrevemos a amar a ese fenómeno que alguna vez se llamó el séptimo arte es entrar a hurtadillas a casas destartaladas para ver alguna joya rescatada por el espíritu subversivo y el poder de la nostalgia. Pero es en lugares y momentos así que todo tiempo se vuelve presente; lo efímero del instante lo hace eterno.
Los personajes articulan sus diálogos pero ningún sonido sale de sus bocas; la imagen es reemplazada en la pantalla por aquellas góticas letras blancas que nos dicen eso que la tecnología aun no podía captar. La película es de una época en que el cine y el mundo todavía eran muy jóvenes: no se registraba todavía la existencia ni del sonido ni del fascismo. Juegos con luz y sombra, personajes ingenuos que rebasan la convención, una narrativa basada en clásicos relatos de terror; el paisaje, una yuxtaposición de formas caóticas y dimensiones poco reconocibles, alimentada por una distorsionada arquitectura imposible de encontrar en la realidad. El diseño de la mise en scène celebraba exquisitamente el espíritu del expresionismo.
¿Cómo llegamos a parar donde estamos? Es difícil encontrar un punto de partida para la triste historia en la que el simple hecho de apreciar uno de los medios artísticos más nobles y poderosos creados por el hombre se convirtió en un acto ilegal. Numerosas crisis, tanto económicas como ideológicas, habían azotado la supuesta civilización moderna y progresiva. Una sutil fuerza que nunca fue tomada en serio cuando importó fue creciendo lenta y sigilosamente en muchos países de alta influencia. Cuando tomaron el poder no pasó mucho tiempo para que las demás naciones expresaran su oposición. La guerra estalló poco después. Fueron muchos los años de sangrientos enfrentamientos y masivas pérdidas en la población civil. Extremismos de un lado, nacionalismos de otro, juramentos a banderas que ya habían perdido su significado. Nadie recuerda exactamente cuánto duró: la costumbre de llevar registros fue otra de las víctimas del conflicto. Eventualmente llegó a su fin, y un nuevo orden mundial fue establecido. Para este punto la mayoría de los estudios de cine habían sido destruidos. Nadie tenía recursos, nadie tenía equipos; los directores, actores y guionistas que no habían sido exterminados fueron drenados de toda fuerza creativa. El nuevo gobierno impuso nuevas leyes: nadie podía hacer cine sin su permiso y bendición. Cada vez menos gente quería participar en la realización de alguna película y cada vez le interesaba menos al gobierno que éstas se hicieran. Fue cuestión de tiempo para que prohibieran la actividad cinematográfica por completo. Se pensaba que estaba en el mayor interés del gobierno mantener la producción, pues las cintas podían ser un medio importante para difundir su ideología. Pero lo que a ellos les interesaba era callar permanentemente cualquier posible catalizador que guiara a la insurrección.
Después de un periodo de dura censura fue ordenado que toda copia de cualquier película, celuloide o digital, fuera destruida. Grandes quemas de rollos, abusivas inspecciones y la imposición de trabas informáticas siguieron. El que fuera encontrado en posesión de algún film, sea el que fuere, era condenado a muerte.
La cinta va llegando a su fin. Una de las primeras películas de terror de la historia, el relato de la obsesión de un hombre con un místico del pasado que poseía los secretos del sonambulismo. Du musst Caligari werden se materializa en el aire al frente del doctor, la escritura sobre el fotograma sugiere la realidad psicológica del personaje. O es la narrativa de un hombre confundido con un estado mental inestable que personifica sus miedos en la figura de autoridad más cercana. La película presenta el supuesto primer twist ending de la historia. Se rumora que el estudio cambió el final original o, más bien, agregó el suyo propio por razones políticas. Los guionistas se sintieron indignados. Años después, Kracauer sugeriría que El Gabinete del Dr. Caligari fue una premonición del surgimiento de Adolf Hitler, y criticó el cambiado final, tildándolo de conformista. Si tan sólo Kracauer hubiera sabido hacia donde llevarían las tretas del destino a todas las cintas, estoy seguro que hubiera considerado esto una ironía.
El film termina. Las mismas blancas letras góticas anuncian FIN. La sala se mantiene oscura, las pocas personas presentes nos quedamos sumidos en silencio en nuestro lugar, absortos por las imágenes en movimiento que acabamos de ver, un mundo con sus propias reglas y comprensión, una posibilidad de realidad que por poco nos ha sido robado. Una luz teatral se enciende y el hombre del bigote y los ojos café sube al escenario.
“Gracias por venir”, comienza, su voz ahora sin tanta dureza, movido seguramente por la nostalgia del cinematógrafo, “espero hayan disfrutado la función. Se que es cada vez más difícil y peligroso, pero gracias a personas como todos los presentes no dejaremos que el cine muera. Ahora, les pediré que salgan del edificio uno a uno, con intervalos de varios minutos entre cada uno. Sobra explicar la razón. Dentro de poco se les hará saber el lugar de la próxima función y la nueva contraseña. Muchas gracias”.
Una mujer en la última fila se levanta y se dirige a la puerta, es la primera en salir. Le sigue un anciano un par de minutos después. Poco a poco las siete personas van saliendo, me quedo de último. No me molesta quedarme allí, en ese teatro de las ilusiones que me permite creer que el cine sigue con vida. En algún pasado, antes de la guerra, del nuevo gobierno y sus prohibiciones, soñé con sentarme en la silla de director. Intentar hacerle justicia a grandes como Bergman, como Buñuel, como Tarkovski, como Fellini, como muchos otros, demasiados para nombrar. Un sueño que fue arruinado por circunstancias decididas por los juegos de poder de arrogantes caprichosos. No puedo hacer más que extrañar aquellas épocas en las que el futuro del séptimo arte estaba por florecer, en que todo el medio era un campo de exploración para artistas y cineastas que buscaban encontrar su voz. Ahora no quedan ni las sombras de lo que alguna vez fueron obras maestras, salvo por alguna copia perdida en las manos de algún valiente que se rehúsa a dejarlas morir. La única opción es arriesgar la vida viniendo a estas casas de cine o cineclubs, como alguna vez se les llamó. Estas cargan el legado en peligro de extinción, se rebelan contra la maquinaria opresora que busca apagar la llama de este gran medio. Sí, cada vez es más difícil y peligroso, pero arriesgar la vida por el séptimo arte es algo que se convierte en un honor cotidiano.
Camilo Caballero es un estudiante colombiano de estudios de cine y filosofía en Mainz, Alemania. Hasta ahora ha publicado dos cuentos en la revista literaria Cronopio y un par de artículos sobre cine. También ha dirigido dos cortometrajes, el último de los cuales fue presentado en el festival de cine Open Eyes Marburg.