Por Guillermo Fernández
Pasé a la salida del trabajo a una céntrica armería y pedí que me las mostraran. Fue emocionante ver al rechoncho dependiente colocar con primor sobre la urna su línea de armas cortas o su oferta de pistolas de aire comprimido.
Al reconocer mi vacilación, el hombre se mostró locuaz, y me pedía que tanteara las primorosas texturas, ¡que me enamorara de sus diseños! Con aire de humorista y estrangulado delicadamente por su corbata, me decía: “Se la vendemos siempre y cuando no sea para utilizarla contra usted o algún vecino”. Paso a paso, me volví curioso y pregunté sobre detalles técnicos consabidos por el dependiente. “A eso iba”, me proclamó puliendo su discurso. Al fin, y no sé por qué mágicas veredas, terminó en una historia de gángsteres por quienes sentía algo así como nostalgia, misericordia, culto.
Aunque todo parecía invitador, y hubiera podido morir ese mismo día recordando alguno de los pasajes memoriosos de la vida de Al Capone, John Torrio o Big Jim, algo me ordenó considerar el asunto. Al decirle que lo pensaría, el vendedor me miró gratificado, invitándome a volver “cuando estuviera decidido”.
Tuve la impresión, al despedirme, y contemplar su plácida sonrisa, de estar viendo la triste reencarnación de un gángster, condenado hoy sólo a vender revólveres.
Cuando salí de la armería, caía una lluviecita machacona —de esas que gustan acompañar funerales y mendigos y compradores de paquetitos extraños.
Mientras daba pasos lentos y ceremoniosos bajo mi paraguas, me reproché el haber acariciado la idea volátil de dispararme un tiro. Pero bien sabía, en lo profundo, que se había tratado de una seducción espuria. Después de salvar unas calles, me dejé de diálogos internos y me decidí a respirar, aletargado, el vaho húmedo y alquitranoso de la ciudad.
En eso iba, oyendo voces de la tarde, el rezongar de los motores bajo los semáforos, graznidos de pájaros en retirada desde algunas azoteas o árboles mínimos, cuando, saliéndome al paso, una mujer de semblante provocativo, pero vestida y maquillada al estilo punk, me pidió la hora.
—Tengo hora y media de esperar a un maldito… —gritó al oír mi respuesta.
—A todos nos pasa —la consolé, reparando en que me había gustado el timbre vehemente de su voz.
—No me diga, señor sabio —ironizó con autosuficiencia.
—Tal vez le entró algo de miedo —sonreí temerario.
—¿Miedo? —preguntó susceptible.
—Sí, el miedo de que nos sacrifiquen al amor —logré improvisar velozmente.
Avispada por el piropo, la mujer se contuvo. Exhaló un largo vaho de su boca húmeda.
—¿Qué sabe usted de los sacrificios? —me preguntó poniéndose una mano en la cintura.
—No sé, hoy casi puedo hablar sobre cualquier asunto. Hasta creo poderte agradar —le dije sin resistir no vosearla.
Aunque al principio temí su sorna juvenil, pues mordía su goma de mascar con desprecio y se aplastaba una especie de mechón violeta con sus manos de uñas púrpuras, la última frase manida pareció gustarle.
El brillo a papel mojado de la tarde se fue extinguiendo. Los cristales de los edificios parecían llenos de criaturas marinas azules. Vi que nos habíamos quedado detenidos en la esquina de un negocio de electrodomésticos. Diez pantallas de televisores, de súbito, cobraron vida. La muchacha continuó:
—Jamás nadie me había dicho algo así —sonrió taconeando sobre la acera. Entonces hizo un gesto amistoso y alargó sus labios pintados de negro y se tocó un arete para que se balanceara.
—El problema es que hoy ya no se le pone poesía a nada —declaré emocionado—. Ni siquiera a las ganas de suicidarse.
—¡No me diga! —exclamó cautelosa.
—Sí, sí, sí, esa falta de poesía es el único robo que debería lamentar la humanidad.
—Usted es buena nota, señor —me dijo después de hacerse sobre mí un rápido informe—. Lucrecia es mi nombre.
Su mano, que salía de un puño de negro encaje estrafalario, se extendió revelándome una piel blanquísima.
—Vos también sos agradable.
La muchacha debió correrse por el paso de una señora gorda que llevaba dos paquetes felizmente sellados. Un hombre disminuido iba en pos de ella.
—¿Por qué no caminamos un poco, señor? –dijo la mujer–. Caminemos… —me estimuló.
Lucrecia y yo dimos lentos pasos sobre el parque Morazán. Creí que la poesía, o como se llame, había descendido sobre la tierra y que las pulsiones de muerte estaban por el momento amordazadas.
Viéndome a su lado, en medio de faroles de luz tenue, le indiqué a Lucrecia que conocía el nombre de cada uno de los árboles del parque.
—¿De todos? —me preguntó descreída.
Con cierta presunción le dije dónde estaban los árboles de corcho, el cedro amargo, las jacarandas, el orgullo de la India, el cedro amargo, las altas y sombrías araucarias. La mujer asentía como si los nombres le provocaran un divertido asombro.
—Es usted una enciclopedia —se burló.
Al abordar la otra acera, y pasar frente al vetusto restaurante de la esquina, la mujer me dijo:
—Quiero una cerveza.
—Yo también —sonreí.
Adentro del restaurante, bajo la luz del derruido negocio y entre mesas vacías, lejos de unos ancianos gringos que comentaban sus asuntos, y de algún solitario bebedor que miraba la noche a través de la puerta (como se observa un cuadro abstracto en una exhibición de pintura), Lucrecia, con intolerable sencillez, me dijo:
—Hoy era mi día para que me aceptaran en la fraternidad. Y debía llevar a un hombre que conocí… Mis hermanos esperaban hoy a alguien y yo tenía que llevarles la carnada. No sé por qué pienso que usted es una víctima ideal. Y tal vez logre llevarlo a la reunión…
Al terminar sus palabras, me sentí profundamente desconcertado. La lírica se me hizo un coágulo de plumas en los intestinos. Hubiera sido fácil huir de la escena, pero algo me retuvo… Solo hice un gesto como de “qué charla”, seguido de un trago de cerveza para lo que pudiera sobrevenir.
La congestionada atmósfera del restaurante, a pesar de hallarse combatida por el ventilador eléctrico antediluviano, de pronto se desaguó cuando alguien introdujo una moneda en la victrola e hizo fluir la música de un triste tango.
—Los tangos me deprimen —afirmó la mujer sin esperar respuesta.
—Y… si te sigo, ¿qué me haría tu fraternidad? —pregunté por fin, curioso.
—Ni yo misma sé. ¡Tal vez le hagan daños o lo golpeen…! ¿Quién sabe? Nunca he estado presente.
—Quizás lo merezco —respondí simpático, pero convencido ya de que pasaba por un momento inútil—. No hace poco venía pensando que la vida era un tumor y hasta pasé por una armería para escoger una pistola.
—Hablo en serio —me reprendió, mientras llamaba con una de sus manos al mesero.
—Todavía estás lejos de embaucar a tu presa —le advertí—. Nadie te seguiría con esos argumentos.
—Lo sé —repuso cambiando de semblante y dejando mostrar un brillo de ternura sospechosa—. Solo jugaba, señor. Pero puedo decirle que hasta el día de hoy no me han aceptado sino hasta que realice una hazaña importante.
—¡Dios mío! —reí bamboleando mi vaso.
—¡Y será pronto! Hoy fallé por una milésima. Mañana les llevaré a un tipo. Necesito que me acepten. Si supiera usted la manera en que ellos se murmuran los secretos, su inquietante seguridad de grupo, su humor siempre en la cresta, su desprecio por la estupidez, la gran estupidez que es todo…
—¿Para qué te metés en esas cosas, niña? —la interrumpí molesto—. ¿Cómo se podría disfrutar de algo así?
La muchacha se quedó en silencio. Mis preguntas le produjeron la incomodidad inevitable que causa un consejo no requerido. Luego continuó:
—Me he enamorado del líder del grupo —susurró con irresistible finura, como si estuviera por ejecutar un Nocturno de Chopin—. Se llama Juan, pero exige que le digamos Mister Hyde. Él jamás me aceptaría si no me le uno en todo lo que hace.
Las palabras me asaltaron como moscas. Como realmente son algunas palabras dichas por la gente. Pero no podía olvidar que yo también tenía mis propios insectos. La imagen de un escorpión moviéndose en las paredes de mi cerebro me hizo mover la cabeza con vigor.
—¿Le pasa algo?
—Estaba el amor en el centro de este asunto y, también, el prodigioso aburrimiento –exhalé relajado después de hallar las causas de todo.
Antes de ser yo mismo el que me aburriera, traté de comprender. Supuse que de haber aceptado el arma reluciente en la armería, ya habría ejecutado mi plan. En este momento lo mío solo sería historia. Cualquier cosa que me aconteciera después de lo pensado era ganancia y la seguidora de fraternidades dementes tenía que ser un símbolo, algo que el universo me estaba ofreciendo para que lo escudriñara.
Salimos del restaurante después de consumir varias cervezas. La noche tenía una fragancia a polen, ladrillo triturado y madera mohosa. Mientras nos dirigíamos rumbo al Parque Nacional, la muchacha miró con inquietud a dos guardias charlando en la entrada de la Comisaría.
Cuando entramos al parque sobrevino una lluvia leve. Algunos hombres de pantalones entallados y de camisetas ceñidas, que conversaban emocionados sobre uno de los senderos de piedra, se fueron apartando al vernos. Lucrecia buscó uno de los poyos del parque y se sentó. Allí se me quedó mirando mientras fumaba. Como estaba un poco ebria empezó a reírse sin motivo. ¿Tal vez de mi paraguas? ¿Sería para ella tan ridículo mi portafolios? Al sentarme junto a la mujer, vi dibujarse en su rostro invisibles gotas de noche. La biblioteca estaba a oscuras y vacía como un galerón de muebles y estantes amontonados. No se veía ni siquiera la sombra del guarda deslizarse a través de los ventanales.
—¿Y por qué quiso matarse usted? —me preguntó cuando opté por sentarme a su lado.
—Es una historia sin atractivo —argumenté—. Hasta mejor me parece el tema de tus amigos aunque se trate de una verdadera locura.
—Ya yo le hablé de mi locura… ¿Por qué no prosigue usted?
La invitación de Lucrecia me pareció honesta, así que le dije exactamente lo que había pasado. Acurrucados bajo mi paraguas, relaté mi historia con franqueza, sin ponerme solemne. Le conté que había llegado a un punto muerto, ese punto donde ya no hay dirección, ni viento que nos lleve, ni parentescos con nada. No quise dramatizar ni parecer el tipo de nihilista interesante.
—Usted se parece a Juan en varias cosas —me espetó Lucrecia al terminar—. Podrían llegar a entenderse muy bien.
La chica empezó a hablarme de Juan. Me dijo que vivía a unas cuantas cuadras del parque, en Barrio Amón.
—Hubiera creído que era de León XIII o de Aguantafilo —repuse sorprendido de que su amado no fuera un maleante vulgar y no viviera en alguno de estos suburbios.
—Es un aristócrata, pero necesita diversión —reflexionó esquiva—. A veces creo que es espantoso. Sí. Cuando se droga.
—¿Ah, sí?
—Claro. ¿Quién no se droga en la actualidad? La droga está en el aire. Solo respire con fuerza. Vamos…
—Eso me recuerda que mi mujer está viendo la telenovela en este momento.
—¿Lo ve? En un mundo así nadie puede ver claro.
—Ni vos, Lucrecia. Ni vos. Si fueras más clara no serías tan admiradora de Juan. No parece cuerdo. La crueldad está en el centro de sus acciones.
—Pero por lo menos tiene ironía. Es un cínico.
—¡Te gustan los cínicos!
—Me molesta la hipocresía. No sabe lo que odio al mundo de los hipócritas, de los falsos. Tanta gente falsa me enferma. Tanta máscara. Usted tenía razón cuando quiso suicidarse. ¡Quizás algún día yo también lo intente!
—No te hablé del asunto para que lo hicieras vos.
—¡Es que la vida es insoportable y Juan y todos son unos malditos!
La mujer empezó a llorar y de sus ojos corrió un tinte oscuro. Hasta el momento no había visto que sus ojos estaban enterrados en sombras y que recobraban cierta pureza nocturna mientras caían sus lágrimas. Yo me atreví a ofrecerle un pañuelo que Lucrecia no despreció. Me sentí inquieto. La mujer se sonaba las narices, gimoteando.
—Parece que nos toca comprender algunas cosas hoy —le dije palmoteándole uno de sus hombros—. Lo mejor es que cada uno camine hacia su casa. Y vos, Lucrecia, no soy quién para decírtelo, pero debés borrarte tu propia máscara. ¿Me entendés? Hay que iniciar el proceso por la de uno mismo. De esta manera, será una menos. ¡Un antifaz menos en la fiesta! Entonces, tal vez, los que andamos con el rostro desnudo nos reconozcamos y conformemos una verdadera hermandad.
Paulatinamente, el gimoteo de Lucrecia cesó casi por completo, pero noté que ahora se veía preocupada.
—Debo ir a ver a Juan. Es necesario que termine con esto. Usted tiene razón. ¡No tengo por qué amarlo! ¡Mire cómo ando vestida! ¡Esto es ridículo!
—¿Es necesario?
—Solo recogeré algunas cosas y le volveré la espalda a su grupo para siempre.
Una mirada hermosa, como una rosa florecida en la lluvia matinal, salió del rostro de Lucrecia y me hizo sentir que debía acompañarla.
—Pero ya no quiero que vaya —me dijo—, quizá piensen que lo he llevado para la reunión.
—Te esperaré afuera mientras terminás tus asuntos y luego te acompañaré a tomar un taxi. Siempre es posible comenzar de nuevo. Te lo digo yo.
Con andar lento, nos alejamos del Parque Nacional. Corría por la ciudad un viento frío y hubo un momento en que hubiera deseado abrazar a la joven mujer impulsado por una honda gratitud. Pero supe que era mejor continuar con ella hablándole de la vida, de las zonas oscuras, de los milagros, de la búsqueda empeñosa que exige cada día a quienes despiertan en serio. Tenía demasiadas cosas que decir, pero regulé mi entusiasmo por mi reciente y frustrada tentativa de suicidio. Solo me sentía autorizado para expresarle frases paradójicas de donde pudiera obtener significados, y no, claro está, una cómoda receta de las que se venden por cientos.
Era tal mi deseo de que Lucrecia se sintiese emocionada por la vida, por la verdadera vida que debe esperarnos a todos, que olvidaba los sitios recorridos, las casas señoriales dejadas atrás. Cruzaba calles estrechas, subía peldaños, salvaba bordillos de césped, viendo paredes renegridas por el musgo y la antigüedad, admirado tal vez por la visión de una acrotera en un jardín o por ménsulas ocultas entre ramas de árboles de araucaria o manzana rosa.
—Esta es la casa, señor —me dijo de pronto Lucrecia.
Enseguida vi una bella casa de estilo victoriano, con sus arcadas relucientes bajo el esplendor lunar. En el amplio jardín, la fuente de piedra exhalaba su propio tiempo. Insinué que no había luces detrás de las cortinas.
—“Trabajan” en el sótano —me explicó.
Lucrecia abrió el portillo de metal y caminó sobre las baldosas de fina cerámica. Subió con rapidez la escalinata y se introdujo en el manto de sombra del umbral. La vi sacar sus propias llaves de una minúscula cartera y abrir la puerta para luego desaparecer.
Urgido por el rápido desenlace, esperé viendo las aceras solitarias, las luces inciertas de otros edificios, el aire extraño de esas noches que moldean las cosas a su antojo.
Cuando estuve consciente de que había pasado más de media hora de espera, abrí el portillo, agitado. Di unas cuatro zancadas sobre las baldosas. Y me decidí con apremio a buscar yo mismo a la mujer.
—Soy Juan —me dijo el hombre que me abrió la puerta, un hombre joven, de unos veinticinco años, vestido con pantalones y camisa impecables. En su rostro no se veían los rasgos de ningún descocado, sino unas mejillas aceptablemente pálidas, unos ojos profundos y desiertos.
—Tenía que acompañar a Lucrecia hasta su casa; no se sentía bien —le resumí con firmeza, siempre guardando la precaución absoluta.
El joven me miró con vacuidad. Y le dio unas chupadas al cigarrillo que traía en una de sus manos de una perfección poco común. Parecían manos de alguien que se la pasara tocando porcelana china, sedas, teclas de piano.
—Ah, ¿es usted su amigo? Ella está un poco agitada, señor. Si quiere pase a verla. Está en su casa.
Recordé las aficiones de Mister Hyde, y sonreí negativamente.
—No, no. Prefiero esperarla aquí.
El hombre, con ritmo perezoso, se volteó hacia el interior de la casa cerrando la puerta de un golpe, Al cabo de unos minutos apareció Lucrecia.
—Te esperaba —le dije.
—Ha tratado de convencerme —me explicó.
—No te quedés aquí. No es bueno.
—Ya lo sé. Entonces ayúdeme a llevarme mis cosas.
La mujer se introdujo esperando que la siguiera. Yo di unos pasos hacia el interior de la casa, sabiendo que debía hacerlo. Me topé con una oscuridad dificultosa, tropecé contra algo y un estruendo en la cabeza me privó de sentido.
Desperté obnubilado sobre una silla. No podía moverme: mis miembros habían sido amarrados con duras cuerdas. Enfrente de mí, a unos tres o cuatro metros, yacía sentado sobre un lujoso sofá veteado Mister Hyde. Fumaba tranquilamente, jugando con el humo que despedía de una boca de labios imprecisos. A su alrededor, se alzaban unas paredes tapizadas con el típico buen gusto y por doquier se comunicaba el peso de una densa decoración. Aunque la tensión me carcomía, pude ver retratos de probables hombres de estado, espadas de primorosa empuñadura, fusiles de mecha, armarios con platería destellante, relojes momificados anunciando agónicas horas de soledad, escudos de una República suramericana, muchas fotos de militares.
—Es hora de que me suelte, vamos, se meterá en apuros con la policía.
—Ah, sí, la policía. Detesto la policía. Tengo vestigios de policías en alguna parte de la casa—. Una larga bocanada de humo precedió a una risa estruendosa. Después la acompañó un silencio desesperante.
—No se me haga el cínico –le grité con vigor—, es usted un psicótico.
—De vez en cuando —exhaló con modestia falsa—. Algunas veces tengo que ser el hijo del embajador. Ese viejo mediocre y servil que adulan en las fiestas.
—¿Y Lucrecia? ¿Dónde está Lucrecia? —requerí deseoso de saber lo que le había pasado.
—Lo traicionó, amigo —bostezó con finura—. Ahora estoy pensando qué hacer con usted. Me tiene intrigado su persona. Había pensado en castigarlo, pero, no sé. Creo que usted se parece mucho a mí.
—¿Y los demás integrantes de la fraternidad? —pregunté temiendo una represalia masiva.
—No existen. Yo soy el único integrante. Lucrecia me confunde con tanta gente… Espero que no le haya creído su cuento. Ella solo lo utiliza porque he comprobado que despierta la curiosidad. Los monstruos son sagrados. ¿Sabe? La gente los necesita. Todos quieren un poco de destrucción y misterio y muerte.
Mister Hyde fumaba como si posara para una película de suspenso. De vez en cuando se hacía masajes en la nuca con una de sus manos afeminadas.
—¿Le gusta mi casa? —me preguntó—. Perteneció a una familia distinguida de políticos josefinos. Mi padre no ha variado casi nada de su moblaje, aunque hemos debido traer los emblemas propios de nuestra patria. Aquellos fusiles, por ejemplo, fueron usados por los combatientes de Simón Bolívar. Y no me pregunte cómo llegaron a nosotros.
»¿Le decía que esta es una de las mejores residencias de la capital? Cuando hacen fiestas, los invitados recorren los salones, como si fueran las galerías de un museo. Este país no es malo. No me disgusta. Podría seguir viviendo aquí. Aunque Europa es requerida constantemente por mi temperamento. Después de tres meses me asfixian las calles, el ambientillo nacional… y me voy a aturdirme a las grandes ciudades. Sí, eso he dicho, a aturdirme. Mi alma es un caos. ¿Qué le vamos a hacer?
—Tenga usted cuidado con lo que me haga esta noche —le reclamé forzando cada uno de mis músculos, sintiendo las punzadas del miedo en mis pies—, porque iré directo a la policía.
—¡Y dale con la policía! —tosió el hombre, evidentemente contrariado—. Es pura crápula. En la ciudad hay muchos rostros, vericuetos, precipicios. No creo que pueda narrar a nadie lo que le ocurra en esta habitación.
—¿Por qué está tan seguro? —le supliqué, tratando de que las gotas de sudor no me empañaran la imagen de Mister Hyde.
—Usted en el fondo quiere algo horrible —respondió frío.
—Reflexione… Yo no puedo desear algo así —insistí, abriendo más los ojos.
—¿Quién sabe? —murmuró poniéndole musiquita a sus palabras.
—¡Reflexione! —grité.
—Es lo que he estado haciendo aquí mientras usted despertaba. Reflexionar —me dijo elevando su mano blanquísima y apuntándome con uno de sus dedos largos–. Reflexionar. Sí. Porque hoy no tengo ánimo. Quizá usted tenga la culpa. Los otros que vienen a mi casa son estúpidos, animales lujuriosos enredados en sus propias redes, cerdos embobados con lugares comunes; pero usted, señor, usted me ha impresionado, sí, me ha llegado hasta donde casi nadie llega. Sí, sí, sí. Todo ese asunto del suicidio, todos esos consejos o paradojas. Creo que yo no podría hacerle daño. Ni por toda la delicia que me produjera. Mister Hyde no es tan terrible. Y a veces perdona.
—¿Y cómo sabe usted lo del suicidio? ¿Le ha dicho todo Lucrecia, supongo? —le pregunté arrepentido de haber seguido a la traidora.
—Usted lo ha dicho —dijo con reposo—. Pero ahora a ella le toca jugar con usted. La dejaremos que lo haga, ¿no es cierto? ¡Se lo tiene ganado!
—¿Jugar? —pregunté aturdido por la fuerza de mi propio pulso en las sienes.
—Sí, sí —confirmó levantándose del sofá—, y debería estar agradecido. Resulta que hoy usted no solo se ha salvado de usted mismo, sino también de Mister Hyde, pero no de Lucrecia. Espero que la goce.
De inmediato, Juan se inclinó detrás del sofá y levantó una bolsa. Tomándola por las puntas de abajo, hizo salir un fardo de prendas femeninas, pulseras, aretes, pelucas. No pasaron cinco segundos antes que reconociera la ropa de la joven.
—¿Y Lucrecia? —ordené resoplando mientras la buscaba en los rincones de la amplia sala.
—Ya viene, ya viene —me alardeó—. La impaciencia no es amiga del placer.
Una vez que Mister Hyde vació todo el contenido de la bolsa, se empezó a desnudar con delicadeza. Su cuerpo blanco y delgado me repugnó. Sin pensarlo mucho, y sonriéndome con una malicia que me hizo buscar pistas dentro de mí mismo, pistas que me golpeaban la mente como una andanada de vergüenza y reproche, Mister Hyde tornó el vestuario que sus manos recogían de la perfectísima alfombra atigrada, mientras tarareaba los estribillos de un deprimente tango y se ceñía las prendas, una por una.
Cuento tomado del libro Hagamos un ángel (Editorial de la Universidad Nacional, 2002).
Ilustrado por Vania Dávila.