Por Áurea Xayde Esquivel Flores
“Testimonio, cuerpo mío, duéleme que eres mi último sufrimiento
antes de que me entregue al sufrimiento puro al que no tiene principio ni fin,
ni mezcla de alegría ni de esperanza.”
—José Revueltas, “La frontera increíble”
El cuerpo y su conciencia no se constituyen como una realidad dada, sino adquirida.
Ya sea por medio del placer o por medio del dolor, trascender la instrumentalización del movimiento cotidiano lleva al descubrimiento de la existencia corporal, su constitución y hasta sus posibilidades, de la misma forma en que sucede con el lenguaje y la escritura.
No obstante, parece que el dolor tiene modos muy particulares para manifestarse en la conciencia del individuo y grabar conocimiento en cada centímetro de hueso y tejido; sentir dolor implica un estado puro de soledad, mientras que provocar dolor es la más clara demostración de otredad. Por ello, Elizondo —con su estilo despedazado y su fascinación por el dolor ritual— no sólo remite a la imagen del cirujano, sino a la del antiguo ideal renacentista del hombre de “pluma y espada”, pues la hoja metafórica que blande no sólo es la del pequeño y minucioso bisturí o del escalpelo, también es la del jingum coreano, la katana japonesa o la espadas jin y dao chinas, entre otras hojas largas, tan terribles como encantadoras.
El artista marcial, en sus orígenes, explora el cuerpo de forma similar a la del médico, pero, en caso de necesidad, los propósitos se vuelven contrarios: se trata de inutilizar la capacidad motriz e incluso segar la vida del todo. En la guerra o en la calle, un encuentro ha de durar apenas unos instantes, culminación de años de entrenamiento; ha de ganar el más rápido, no el más fuerte.
La senda empieza con un aliento, el principio de la existencia sobre la tierra; caer en la cuenta de que estamos contenidos dentro una forma física implica saber, sin lugar a dudas, que estamos respirando. De acuerdo con el Tao, esto confiere vida y utilidad a cada recoveco del cuerpo. Al controlarlo y entenderlo, la forma del individuo se desvanece con y hacia su entorno, de tal manera que escuchar y sentir se convierten en actividades conscientes, ya no instintivas; se confiere un elemento de reflexión a la memoria-hábito de la que hablaba Ricoeur. Entonces, el tacto pasa a una nueva dimensión perceptiva donde cada dato recolectado habrá de grabarse en la memoria muscular, ¿de qué otra forma se puede enseñar que se tienen un brazo si no es torciéndolo, lacerándolo o rompiéndolo? Uno reconoce los límites de cada ligamento y cada músculo cuando inician las punzadas de lo que no es natural. En otras circunstancias, ¿no existen quienes, una vez perdida la sensibilidad emocional, suelen mutilarse el cuerpo para “sentir algo”? Más allá de la escuela o la técnica, el padecimiento latente de articulaciones distendidas, huesos rotos o lesiones en la piel se imprime en la memoria a tal grado que se extraer conocimiento práctico y filosófico del mundo; el sujeto trasciende su propia corporeidad y entiende cómo infligir dolor a alguien más.
Jacinto Fombona, al hablar sobre la obra de Fernando Vallejo (un practicante diferente del despedazamiento corporal), decía que: “El dolor es así, […] una observación, una lectura en el Otro de la que no pode[m]os decir nada con certeza sino aproximarnos con lo que deducimos de signos del cuerpo. Al ser una lectura en el otro[,] el dolor también corresponde a una parte irreductible de la alteridad. […] Por ello, el espacio del dolor, sus gestos y sus lecturas, se enraízan en una primera afirmación que acepta y ‘quiere’, como dice la madre desde la ventana, al Otro.” Es en ese punto donde radica la brutal faceta de lo que entendemos por otredad: si sentir sufrimiento nos distancia de otros al fomentar la hostilidad y la necesidad de aislamiento[1], producirlo en otros nos acerca a ellos en mayor o menor grado. Semejante pensamiento puede ser tan alentador como repugnante.
Entonces, hasta que el sujeto conoce los diversos niveles del dolor, comienza a entender cómo evitarlo (o minimizarlo) y cómo producírselo a otros, según “[…] la verdad que le dicta su cuerpo[2]”. La violencia dirigida hacia el interior del individuo, su centro de existencia, se desvía hacia el exterior para proyectarse sobre un cuerpo ajeno. Por supuesto, la misma categoría del dolor —como problema epistemológico— se articula a partir de la razón: “La existencia del dolor en el universo carecería totalmente de sentido si no hubiese una conciencia humana que lo asumiese y reflejase dentro de sí misma.[3]”
Elizondo, con intención o sin ella, estructura así Farabeuf; construye el texto con una precisa conciencia de las posibilidades del dolor, de la violación de los supuestos estéticos y morales del lector. El sufrimiento no tarde en hacerse presente en la novela, no sólo con el doctor y la enfermera o ante el suplicio chino; lo que impacta y lo que hiere al lector también se relaciona con las posibilidades del lenguaje para seguir significando aun hecho pedazos, mientras hace cosas que, tal vez (eso creemos), no debería hacer.
Aquí se encuentra la primera coincidencia explícita entre la capacidad fragmentadora de la pluma y del sable, pues “con una cuchilla suficientemente afilada se puede cortar cualquier cosa. Con una cuchilla suficientemente bien afilada se puede cortar en dos, inclusive, otra cuchilla[4]”. La hoja de Elizondo, como la de un artista marcial literario, demuestra su preciso filo al segmentar las nociones de memoria, de espacio-tiempo, del propio texto y con ella también enuncia y otorga voz al padecimiento, de tal manera que lo que maravilla o conmueve no es el cuerpo destazado, sino la limpieza y minuciosidad del acto de destazar; la hoja de un artista marcial moderno demuestra su filo cuando corta pacas de paja o varas de bambú erguidas frente a sí con trazos y ángulos precisos (cuanta más exactitud, más cerca caerán los pedazos de su base). Ya sean palabras o celulosa, ambos materiales se utilizan para simular un cuerpo humano; a manera de efigie, es y no es al mismo tiempo un Otro.
La construcción del cuerpo del artista marcial nunca termina y siempre incluye varias etapas de pequeñas autodestrucciones con el fin de poner a prueba sus capacidades. Los practicantes actuales del camino de la hoja, por obvias razones, no se ven en la obligación o (rara vez) la necesidad de actualizar sus conocimientos sobre un cuerpo humano, pero existen, además del corte de objetos, otras formas rituales como los combates simulados o las rutinas artísticas.
Durante una pelea —aun si es en son de práctica y con sables de madera—, el artista marcial avezado reconoce y ataca cabeza, brazos, manos, cintura y articulaciones mientras procura no ser tocado a su vez; la capacidad de violencia que exige el acto puede despertar tanto lo más instintivo como lo más racional; el deseo o el miedo a provocar dolor se manifiesta con honestidad y la actividad intelectual trabaja a velocidades extraordinarias para formular estrategias que suelen confundirse con reflejos. Por otro lado, en una rutina coreografiada, aprendida o inventada, se despierta el carácter estético de un instrumento creado para mutilar y matar; en aras de la expresión del yo violento en control, se encadenan variados movimientos que, bien ejecutados (interpretados), mueven al artista a un estado de trance donde el cuerpo habla y actúa sus recuerdos, de la misma forma en que lo haría un bailarín.
Con todo y como nos muestra Bataille (citado hasta el cansancio en materia de Elizondo), no es posible negar la paradoja del placer extremo que puede surgir al estar inmersos en un estado de dolor constante —la expresión del supliciado por el leng’tché no nos permite dudarlo. Este extático rostro pegado a un cuerpo ya sin forma[5] apunta a pensar que quizás el grado de conciencia no es el mismo en uno u otro caso. Una taxonomía de ambos estados en sus máximos físicos, orgasmo y tortura, muestra que la percepción del tiempo refractada por la experiencia sensorial es el eje a partir del cual se marca la oposición: uno se define desde su carácter fugaz —se desea que no termine nunca—, en tanto que el otro se articula desde su prolongada duración —donde el individuo desea que termine de inmediato. Aun cuando, al tocar sus extremos, la frontera entre ambas categorías se desdibuje, el grado de conocimiento que se obtiene de cada una es muy diferente; si durante el placer, la conciencia se abstrae y se busca prolongar la sensación, después del placer no queda sino un cuerpo liberado y satisfecho, el recuerdo se oculta en el mar de lo abstracto y es necesario buscarlo, atravesar varios niveles de conciencia para llegar a él y re-presentarlo para volver a sentirlo; en cambio, si durante el dolor, la sensación es concreta y aterriza la conciencia humana en una realidad material, no sorprende que el recuerdo salte en forma de evocación involuntaria, un pathos que provoca que el sujeto huya o incluso le busque conferirle una razón a un hecho tan profundamente irracional.
Así, en sus Cuadernos de escritura, Elizondo mismo concluyó que “existe una evidente correlación entre la violencia y la tortura. Se trata de una cuestión de tempo, de velocidades. La tortura es como la violencia vista en slow motion. Ambas son formas diferentes en el tiempo de una misma actividad espacial.[6]” ¡Elegir el cuerpo como vehículo de semejante mensaje no es gratuito! La violencia contra el cuerpo nos es tan ajena y tan habitual a la vez que, de ser posible, tratamos de olvidarnos de la posibilidad de interiorizarla; porque, más que ninguna otra cosa, el cuerpo nos recuerda todo lo que queremos negar: el paso del tiempo, la cercanía de la muerte, el malestar de la pérdida.
Los constantes “¿recuerdas…?” y “¿olvidas…?” son apenas un ejemplo de gestos rituales que hipnotizan al lector dispuesto a entrar al juego y lo colocan al lado del escritor[7], de tal suerte que ambos se convierten en parte de una hecatombe voluntaria que nunca termina de morir. Con todo, no dudaría que el propio Elizondo, en su dimensión de director poético, disfrutara de las posibles reacciones de su público voyeurista, ya que, para fragmentar quirúrgicamente el cuerpo en la ficción, llegó a “disminuir” el cuerpo del texto hasta una absurda y enloquecedora simplicidad.
Tal vez por eso Farabeuf es una obra abominable e inteligible para muchos; no se debe, creo yo, a una falta de capacidad mental (vista desde el esnobismo intelectual), sino con una auténtica negación a participar en una actividad que produce placer a partir del sufrimiento. Por un lado, el discurso íntimo se absorbe entre sinapsis y produce un dolor autoinfligido que envuelve al lector en una dinámica solitaria y francamente masoquista; por el otro, revela al licántropo interno cuya existencia se quiere negar con desesperación.
Ya sea en la plaza, la playa, la sala de operaciones o en una práctica, el desmembramiento y las laceraciones se ven en su microscópica duración y en cada cambio se reinicia la experiencia. El instante se vuelve eterno.
Bibliografía
CURLEY, DERMOT F., En la isla desierta. Una lectura de la obra de Salvador Elizondo, México: UAM-Aldus, 2008. (Aldus Ensayo).
ELIZONDO, Salvador, Cuadernos de escritura, México: FCE-CREA, 1988. (Biblioteca Joven).
___________, Farabeuf o la crónica de un instante, ed. de Eduardo Becerra, Madrid: Cátedra, 2000. (Letras Hispánicas, 481).
___________, Salvador Elizondo, pról. De Emmanuel Carballo, 2ª ed., México: Empresas editoriales, 1971. (Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos).
FERNÁNDEZ, Julio Fausto, Radiografía del dolor. Origen y proyecciones espirituales del sufrimiento, San Salvador: Ministerio de Educación-Dirección General de Publicaciones, 1964. (Certamen Nacional de Cultura, 26).
FOMBONA, Jacinto, “Palabras y descoyuntamientos en la narrativa de Fernando Vallejo” en http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v15/fombona.html (Consultado el día 11 de junio de 2010).
JURADO Valencia, Fabio, “La soberbia del lenguaje en la narrativa de Fernando Vallejo” en La novela colombiana ante la crítica 1975-1990, Santafé de Bogotá: Editorial Facultad de Humanidades-Centro Editorial Javeriano CEJA, 1994. (Crítica). pp. 341-356.
OCAÑA, Enrique, Sobre el dolor, Valencia: Pre-textos, 1997.
RICOEUR, Paul, La memoria, la historia, el olvido, trad. de Agustín Neira, Madrid: Trotta, 2003. (Estructuras y Procesos. Serie Filosofía).
Notas
[1] Enrique Ocaña, Sobre el dolor. pp. 23, 39.
[2] Farabeuf. p. 237.
[3] Julio Fernández, Radiografía del dolor. p. 15.
[4] Farabeuf, p. 163.
[5] La imagen provocó tal obsesión en el autor que sintió la necesidad de escribir sobre ella. Vid. Salvador Elizondo. p. 43.
[6] “De la violencia”. p. 62.
[7] Dice Dermot Curley en La isla desierta: “[…] el rigor artístico es un método de tortura”. p. 226.