por Bernardo Montes de Oca
No recuerdo la cara de la primera chica que saqué a bailar en mi vida. Me acuerdo de su nombre, y de sus apellidos. Hasta tengo grabado su apodo, Espejo, por su apellido paterno. Szpehovich. Antonia Szpehovich. Pero no recuerdo ni la forma de sus ojos, ni su nariz, ni su sonrisa. Ninguna de sus facciones. Toda la biografía que compartimos es, entonces, incompleta.
Nos conocimos cuando yo rozaba los 18 años y ya tenía las ansias de salir del colegio. Mis amigos Majin Boo y Llavero me invitaron, como la tercera rueda en un triciclo, a Planet Mall, una discoteca que parecía más un zoológico de especies deseosas de sexo. Precisamente eso eran mis amigos. Discordantes, opuestos: Majin Boo y Llavero. Uno, alto y gordo, redondo, pero carismático. A todas les sacaba una risa. El otro, bajito, delgado, y moreno. Rápido con las palabras, más rápido con las manos. En minutos, tocaba cadera. En una hora, tocaba nalga.
¿Yo? Yo ofrecía un marco larguirucho, muchos datos inútiles y chistes malos, no mucho más. Mis temas de conversación se veían restringidos por la inexperiencia de la virginidad.
Ellos parecían haber nacido en esa discoteca, con aquella nube de sudor que flotaba, y parecía pulsar al ritmo de la música que destrozaba los tímpanos. Yo no. Pero no importaba, porque ellos iban con sus novias y llevaban a una amiga.
La posibilidad de conocer a una chica era motivación suficiente para pedirle prestada ropa a mi hermano, peinarme con un producto que apestaba a perfume y lavarme los dientes. Luego de alistarme, esperé a que Majin Boo me recogiera.
Recién cumplidos los dieciocho, sus padres le regalaron un Toyota Cressida que había fungido como taxi. El odómetro se había rendido, al igual que el cuero de los asientos. Pero, debajo del arreglo de pintura tan barato que se notaba aun en la noche, había un motor diésel que nos daba libertad. Eso sí, era el único momento en que Majin Boo dejaba de ser Majin Boo y volvía a ser Raúl. Manejar no era lo de él. De noventa no pasa, siempre refutaba, tranquilos.
El martilleo del diésel se escuchó a la distancia. Cuando llegó, me monté esperanzado de conocer a la amiga. Pero sólo estaba Llavero, quien disparó una de sus bromas. Pero, ¿quién es este galán? Y, sí. ¿Quién era ese galán? Tenía gomina mal puesta en el pelo, una camisa que me quedaba floja de cintura pero corta de brazos. Tsss, dijo Llavero y me dobló las mangas de la camisa, aprenda a vestirse, huevón. Leal, brusco, pero leal. Ellas ya están allá. Nos íbamos a encontrar en el bar. Los papás de las novias, de ambas, no confiaban en Raúl como chofer.
Luego de algunas bromas que sólo sirvieron para acelerarme la ansiedad, entró victorioso un silencio incómodo. Tal vez ellos, también, estaban inseguros de esta noche. Éramos, al fin y al cabo, un trío de desadaptados. Tal vez ellos, también, tenían miedo de que, esta noche, no pudieran impresionar a sus chicas.
Yo no conocía a las novias, pero cuando llegamos, luego de parquear, supe que Antonia sólo podía ser una: ese cuerpo esbelto, alargado, tal vez mucho para su edad, y todavía sin elegancia en los movimientos. Un pelo rubio, casi blanco, que obedecía perfectamente a la gravedad. Nos presentamos, me extendió la mano antes de que yo ni siquiera pensara en abrazarla. Luego disparó su nombre con ese acento de alguna de las naciones hijas abandonadas de la antigua Unión Soviética.
Entramos al espacio salvaje: la música perdía su sentido, se convirtió en un único estruendo, combinado con gritos de la gente. Serpenteamos hacia una mesa en la esquina más alejada de los parlantes. En ese sexteto de apoyo, no me sentí incómodo. Podía analizarla, apreciarla, mientras ella conversaba con el resto. Sus manos eran alargadas, probablemente por eso las odiaba. Sus dedos delgados, como agujas. Su ropa era, también, indecisa. Apretada en algunas partes, floja en otras. Pero ella lo entendía y sabía usarlo.
Cuando dejaban de hablar, movíamos la cabeza al ritmo de una música. En manada derrotábamos al silencio incómodo. Yo contaba uno que otro chiste y Antonia se reía. Ellos se reían. Luego ella nos traducía chistes de los Urales y nos reíamos. Me enseñaba palabras, insultos principalmente, en su idioma y nos reíamos.
Nos habíamos conocido apenas una hora, o menos, atrás pero ya teníamos un acuerdo tácito: no bailábamos. Los altos no bailamos. No nos exponemos. ¿Para qué?
Puedo decir que la pasábamos bien. Al punto que no nos dimos cuenta cuando nuestros amigos se fueron a bailar. Se habían perdido en el molote y, de ser por mí, hubiera seguido en esa esquina. Me explicó que el apellido se decía Espejo-vich. Me contó de su padre embajador y el eterno nomadismo de la diplomacia. En ese momento, sólo pensaba en vivir en todos esos países exóticos. No entendía que Antonia me daba un previo de lo inevitable.
Quería seguir hablando, pero el DJ subió el volumen, y lo subió, y lo subió: un esfuerzo perseverante para eliminar todo intento de conversación. Algo le pregunté y me sacudió la cabeza. No escuchaba nada y yo tampoco. Vi al gentío, al molote que se movía uniforme, arriba, abajo, izquierda, derecha, y encogí los hombros. Ella estuvo de acuerdo. Teníamos que bailar.
Encontramos a nuestros amigos, en el medio, en el calor y el sudor, y formamos un círculo. Tratamos de bailar. Nuestros movimientos, los de Antonia, los míos, eran de reticencia. Sí, disfrutábamos de la música, pero temíamos que nos vieran. Fue ese miedo el que nos unió más en ese momento. Me tomó de la mano y algo me dijo al oído. No logré captarlo todo, pero iba en las líneas de que la pasaba bien y gracias por acompañarla a bailar. No le gustaba tanto. Yo también.
El Open Bar ayudó: conforme pasaban las horas y más vodka barato con jugo de naranja artificial fluía por nuestras venas, nuestros movimientos se volvieron menos torpes, o nos sentíamos más ágiles. Algo intercambiábamos de conversación, nos reíamos y bailábamos cada vez más cerca. Nos uníamos en la cintura. Nuestras manos, alargadas, indecisas, se tomaban una a la otra. El sudor corría por nuestros cuerpos y la idea, la ilusión, de eventualmente hacer lo mismo pero desnudos inundó mi mente. No importaba la ignorancia ni la falta de un manual. Nada importaba.
No le resiento a mis amigos que no me dijeran. Creo que ni ellos sabían. Antonia probablemente cumplía la misma función que yo esa noche. Era un soporte, una rueda necesaria para que todo rodara suavemente, pero que eventualmente sería descartable. Cuando salimos de la disco e intercambiamos correos electrónicos, no hubo el dolor de una despedida. El vodka lo entumeció.
Nos escribíamos correos que hablaban de la ilusión de salir otra vez. Pero Majin Boo fue el primero en terminar. Al menos, eso fue lo que nos dijo. Supe luego, cuando pasaron los años y bajaron los kilos, que a él le habían terminado. Tal vez por gordo. Llavero no duró mucho más. ¿Para qué? Ahí sí le creo que el rompimiento fue mutuo.
Entonces, ni Antonia ni yo tuvimos el coraje ni leímos el manual de procedimientos para invitarnos a salir sin la ayuda de nuestros amigos. Y no, ni siquiera en su foto de perfil salía su cara. Siempre eran fotos sobreexpuestas, distorsionadas, alteradas.
No sé por qué me sorprendí. Pero los mensajes dejaron de llegar. Se fue de Costa Rica, como tenía que ser. Su vida era el nomadismo. Nos despedimos con un correo melancólico, sin entender que, en un futuro, la mayoría del contacto era lo que hacíamos en ese preciso momento. Escribirnos uno al otro detrás de una pantalla.
Había prometido que quiero volver a Costa Rica, luego de estudiar, pero estudiar en realidad toma mucho tiempo. Tiempo suficiente para darme cuenta de que el mundo consideraba que no valía la pena seguir en el pasado, por tan reciente que fuera. A los dos años, dos y medio, máximo, me encontré a Raúl, que odiaba que le dijera Majin Boo, porque había perdido peso. ¿Cuál Antonia? ¡Ah! Antonia. Fue ahí que me di cuenta de que ni siquiera era capaz de describir su cara.
Cuando cambió nuestra sociedad digital y llegaron otras redes, la agregué en alguna y no en otra. Sus fotos seguían siendo un misterio. Salía un mentón, ¿de ella? El pelo, ¿de ella? Pero no lo suficiente para crear un retrato en mi mente.
Y volvió a Costa Rica. No lo supe porque me dijera. Ni porque yo le preguntara. Un día me llegó la notificación de que Antonia Szpehovich había cambiado su foto de perfil. Esa notificación me recordó que ella todavía existía, y su cara también. Me metí a ver la foto y ahí estaba ella. Su pelo lacio, recto, pero ahora morado. Su piel ya no era pálida, sino castigada por el sol. Uno que otro tatuaje, alargado, perpendicular con su altura. Una espalda hermosa. Sin cara. Ahí estaba Antonia. Un espejo hermoso. Sin cara.
Por eso, cuando hace poco, hace muy poco, vi su nombre, quise recordarme de ella y de su cara. Sí, sería difícil. No teníamos ni amigos en común ni un enamoramiento adolescente que compartir. No tendríamos ni siquiera tema de conversación. Aún así, quería acordarme del Espejo, de la primera chica a la que saqué a bailar.
Pero Antonia Szpehovich seguía siendo nómada. Tenía muy poco tiempo, si acaso un día, no más, para encontrarme con ella, antes de que se fuera. Me puse ropa que nunca usaba, me alisté como nunca lo hacía y me dirigí a verla. A ver su cara. Cuando llegué, saludé a la gente como si supera quiénes eran. Incluso Majin Boo y Llavero. Eran otros. Los abracé, pero los tres supimos que ya no era lo mismo.
Ya no éramos aquellos adolescentes en ese bar, sudados, borrachos, pegajosos. Felices. Me asintieron. Procedí a buscarla y, ahí estaba, al final del salón. Su pelo recto, descansando como siempre. Esa cara, ¿esa era su cara? Tal vez no. Tal vez las facciones habían cambiado, no sé. No recuerdo la cara de la primera chica con quien bailé. Pero ahí estaba, un espejo de todas las memorias, con sus manos cruzadas sobre su pecho. Esas manos que tanto la acomplejaban.
Bernardo Montes de Oca nació en Costa Rica en 1985. Escritor, periodista e ingeniero, dependiendo de quién pregunta. No escucha bien, entonces le gusta que hablen fuerte y claro. Publicó su primer libro de cuentos, La reina Vishpla, en el 2017.