La danza del amor


Por Zadig

 

Mediodía en el bosque de Vrindavana: La luz se posa en el hueco de los árboles, semejante a un poco de agua en el hueco de una mano y en la flauta de un pastor se modulan los sonidos del deseo en la lengua de las cañas. Este sonido, apenas perceptible, hechiza a los animales, a los demonios y a las mujeres. El más profundo secreto de lo divino se halla contenido en esta nota pura: El amor es un juego, pero este juego nos exige todas nuestras fuerzas y no acepta más apuesta que la de nuestro destino.

Krishna, pastor celeste, capaz de manifestarse en todas partes -omnis presentis multiplex multiformis-, acaricia al mismo tiempo los delicados contornos de sus mil amantes; cada una lo tiene para ella sola y todas lo tienen por entero.

El joven dios las ama a todas y todas lo aman a él, y a un mismo tiempo se dejan caer en la embriaguez carnal y la embriaguez mística.

Estos juegos del amor practicados bajo el dorado de la mañana resultan tan dulces como los frutos caídos junto a los árboles y es en ellos que las tiernas pastoras se funden con lo sagrado en un todo que las desborda pero que, sin ellas, estaría incompleto.

Gimen las gopis locas por el cuerpo de Krishna, sus orgasmos son el éxtasis del alma poseída por lo divino, pero esa alma palpita en la carne como el símbolo de la unión dada entre el sujeto adorante y el objeto adorado, es así como se obliga al absoluto, lo infinito o lo eterno, a encarnarse en una figura humana -en ocasiones demasiado humana- que pueda no sólo inspirar amor, sino responder al amor

Este Krishna amante del que Jayadeva canta en el “Gita Govinda” no es reductible a los simples términos de un mito tribal de fertilidad (como tampoco lo son el Atis de Catulo o el Adonis de los elegíacos griegos). Se trata de nuestros sentidos y de nuestros deleites. El erudito que devuelve a un mito o un rito sexual su significación única utilitaria y tribal (y lo desinfecta de este modo, conscientemente o no, de un erotismo que le molesta) simplifica, por lo demás con exceso, y comete el error más etéreo consistente en ver la ardiente leyenda como un símbolo solamente espiritual, una pura alegoría oculta. Reducir la parte del arrobo sensual en la Gita Govinda es ir en contra de las características particulares de estos deleites del amor, que precisamente se esfuerzan por alcanzar el Absoluto por mediación de poderosas energías sensuales. El mismo poeta Jayadeva explica que su intención al cantar los amores de Krishna es expresar bajo una forma poética, las trayectorias siempre diversas del amor que conducen al discernimiento esencial del erotismo.

Y, sin embargo, no hay que olvidar la presencia de los animales del bosque que desempeña un papel considerable en el idilio sagrado: el éxtasis divino y la humana dicha no pueden prescindir del apacible contento de las humildes criaturas que acompañan a hombres y dioses en la aventura de existir. “Los pavos reales danzan de alegría… Acuden las vacas, rumiando aún su hierba, y los terneros embadurnados con la leche de sus madres. Los animales lloran dulces lágrimas al contemplar los juegos del pastor…”, dice poco más o menos el antiguo Bhagavata Purana. En el amor sobre todo es donde los griegos mezclaban sus animales y sus dioses. Mal puede apreciarse la belleza única del mito hindú mientras no se haya reconocido (junto a la más cálida sensualidad, y quizá precisamente porque dicha sensualidad se realiza poco más o menos sin coacciones), la fresca amistad hacia los seres que pertenecen a otras especies y a otros reinos. Esta ternura, nacida sin duda del viejo pensamiento animista pero que lo superó desde hace tiempo para convertirse en una forma muy consciente de la unidad de los seres, sigue siendo uno de los dones más hermosos de la India al género humano: el cristianismo no la ha conocido apenas, o muy brevemente, sólo en la égloga franciscana.

Y de este modo, la música impresionante, fisiológica y sagrada que es la de los amantes, se esparce, desde el cuerpo del dios, sobre las tupidas hojas, sobre los animales, sobre las formas indolentes y rítmicas de la postura divina. Este canto que es el intenso movimiento espasmódico de las mil parejas en pleno éxtasis dentro del bosque, parejas que son al mismo tiempo el bosque de los seres. “Y Venus se unía a los cuerpos de los amantes en el bosque”, dice con grandeza Lucrecio*. Lo que la India añade a esa inmensa pastoral cósmica es el sentido profundo del uno en lo múltiple, la pulsación de una alegría que llega hasta la planta, hasta el animal, hasta la divinidad y el hombre. La sangre y las savias obedecen a los sones del flautista sagrado; las posturas del amor son para él las posiciones de una sagrada danza.

*En el original: “Et Venus in silvis iungebat corpora amantium”, Verso 1017 de “De Rerum Natura”.

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